Los cuentos limerick de Silvina Ocampo

ensayo de Natalia Biancotto

Universidad Nacional de Rosario-CONICET

Silvina Ocampo

Los cuentos de Silvina Ocampo merecieron un enorme interés de parte de lectores y críticos, especialmente a partir de las décadas del ochenta y noventa hasta la actualidad. Existen abundantes y destacadas lecturas críticas de esta narrativa, que, no obstante, se centran casi exclusivamente en la que se considera su etapa de madurez, es decir, la correspondiente a los relatos de La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961) y Los días de la noche (1970). por su parte, los dos últimos libros de cuentos publicados por la autora, Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988), recibieron hasta el momento escasa atención de parte de los especialistas[1].

Entre las posibles razones que explicarían este desinterés por sus relatos tardíos, se encuentra, conjeturo, el desconcierto que provocan estos cuentos por su apariencia incongruente o incompleta. Este rasgo característico puede interpretarse, según la hipótesis que intentaré seguir en este trabajo, a partir del interés central y aún poco explorado que dichos relatos manifiestan por las formas del nonsense. Esta línea de trabajo se inserta en el marco de una investigación más amplia sobre la narrativa de Ocampo, cuya hipótesis central afirma que los tópicos y procedimientos propios del nonsense adquieren diferentes modos de emergencia y desarrollo a lo largo de su búsqueda narrativa, hasta alcanzar una resolución formal y temática específica en Y así sucesivamente y Cornelia frente al espejo. Puesto que en artículos previos analicé la preocupación insistente que manifiestan los relatos de ocampo por el nonsense carrolliano, me interesa ahora ocuparme del modo en que sus cuentos tardíos se ven atravesados por ciertos rasgos propios del nonsense de Edward Lear[2]. Me propongo analizar entonces tres cuentos de Y así sucesivamente en función del diálogo que establecen con la completud inacabada de los limericks de Lear, y describir el modo específico en que el impulso que llamo la inflexión Lear imprime en ellos el trazo del humor nonsensical.

Antes de entrar en el análisis de los relatos, quisiera consignar que mi propuesta de lectura del diálogo entre los cuentos de Ocampo y la literatura del nonsense se ocupa menos de delimitar los procesos de recepción o de influencia de las literaturas de Lewis Carroll y Edward Lear en la obra de Silvina Ocampo que de proponer y considerar el nonsense como una categoría teórico-crítica de análisis. En este sentido, me gustaría señalar brevemente que la perspectiva teórico-metodológica desde la que abordo este vínculo sigue, de modo prioritario, los lineamientos definidos por Gilles Deleuze en Lógica del sentido (2008) [1969]. A diferencia de lo que sostiene el estudio pionero de Elizabeth Sewell (1952) —una lectura hoy clásica y de referencia ineludible—, que define el sinsentido como una fantasía de lógica extrema y una literatura del juego semántico, la perspectiva de Deleuze afirma que el sinsentido no se define como ausencia de sentido, es decir, no se opone al sentido sino que constituye su condición. El sentido es lo que está siempre por producirse, y es “siempre producido en función del sinsentido” (Deleuze, 2008: 91). Afirma, entonces, que “el sinsentido es lo que no tiene sentido, y a la vez lo que, como tal, se opone a la ausencia de sentido efectuando la donación de sentido. Esto es lo que hay que entender por non-sense”. (Deleuze, 2008: 90). Allí radica su diferencia con el absurdo:

...para la filosofía del absurdo, el sinsentido es lo que se opone al sentido en una relación simple con él: hasta el punto de que el absurdo se define siempre por un defecto del sentido, una carencia (no hay bastante.). Por el contrario, desde el punto de vista de la estructura, siempre hay demasiados sentidos: exceso producido y sobreproducido por el sinsentido como defecto de sí mismo (...) el sinsentido carece de todo sentido particular, pero se opone a la ausencia de sentido, y no al sentido que produce en exceso (Deleuze, 2008: 89).

La aproximación que propongo al problema del nonsense en ocampo recupera un núcleo problemático central en la perspectiva deleuziana, como es el de las relaciones entre el nonsense y el humor.

La extrañeza de la atmósfera nonsense deriva de su mirada lúdica e inaugural, en la que lo cotidiano se torna extraño a sí mismo. Se trata de un mal-entender lo sobre-entendido, que produce incongruencia y descolocación: un efecto vecino al humor. Esas relaciones incongruentes son no motivadas; no hay en el nonsense un fin paródico o satírico. El horror y lo ominoso son estructurantes de su visión humorística. Según Deleuze, el humor es intrínseco al nonsense y se opone a la ironía, que enjuicia desde afuera y arriba. El nonsense inventa sentidos nuevos para el mundo, pero al intentar asir el sentido recreado, se lo vuelve a perder. El humor surge entonces como resto de esa operación.

“La paradoja —afirma— aparece como destitución de la profundidad, exposición de los acontecimientos en la superficie, despliegue del lenguaje a lo largo de este límite. El humor es este arte de la superficie, contra la vieja ironía, arte de las profundidades o de las alturas” (Deleuze, 2008: 32). En el devenir-loco de ese arte de la superficie encuentra la paradoja de la identidad infinita: “identidad infinita de los dos sentidos a la vez, del futuro y el pasado, de la víspera y el día después, del más y el menos, de lo demasiado y lo insuficiente, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto” (Deleuze, 2008: 25-26). Si no existe un sentido que dé al mundo su razón de ser, de esa pura posibilidad nace el sinsentido como afirmación de todos los sentidos a la vez: “La paradoja es primeramente lo que destruye al buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye al sentido común como asignación de identidades fijas” (Deleuze 2008: 27).

Desde esta perspectiva intentaré mostrar a continuación cómo funcionan los vínculos entre sentido, sinsentido y humor en los relatos de ocampo seleccionados.

1. Tres cuentos limerick

Una mujer que ama tanto los autos que se transforma en uno. Un jardinero que adora la tierra hasta convertirse en planta. Una bailarina que quiere bailar hasta morir. A ese similar argumento, por demás de simple y breve, se reducen los cuentos “El automóvil”, “Sábanas de tierra” y “La pista de hielo y de fuego”, de Y así sucesivamente. Tres relatos paradigmáticos del nonsense ocampiano en su inflexión Lear, por lo que tienen de fugaces y de tontos, en esa acepción de la palabra “tonto” que se mezcla con “inocente”, “simpático”, “infantil”, “absurdo”. Como en los limericks de Edward Lear, la vida de los personajes se reduce a una anécdota insignificante que los define por entero.

Se sabe que Silvina Ocampo leía a Edward Lear (lo testimonia, por ejemplo, la inclusión del poema “El búho y la gatita” en una de las versiones de La torre sin fin)[3], pero no es posible afirmar que en estos cuentos haya querido imitarlo, rendirle homenaje o escribir relatos a la manera de limericks, como ocurre con Lewis Carroll en sus nouvelles “Cornelia frente al espejo” y La torre sin fin[4] Sí se puede, en cambio, leer estos cuentos a partir del modo en que los atraviesan ciertos rasgos propios del nonsense de Lear. César Aira (2004) establece, en el ensayo que le dedica al autor, la distinción entre las dos vertientes características del nonsense literario, que recupera una división presente en las lecturas clásicas sobre esta modalidad literaria, como la de chesterton (1948):

Suele hacerse la división entre la locura con método y el puro caos de la locura. Son las dos ramas clásicas del absurdo literario. De la primera el modelo más acabado y famoso es el de las dos novelas de Alicia, de Lewis Carroll, construidas sobre premisas lógicas, de lógica onírica o ajedrecística, en el fondo una lógica de la invención o lógica literaria, reglas de juego que se obedecen aun cuando se las rompe. Es un sinsentido “realista”, en tanto el realismo es también un juego de obediencia de reglas o premisas.

El otro sinsentido, el que no sigue reglas, es breve, instantáneo, y el limerick podría funcionar como su prototipo (César Aira, 2004: 17).

Una vez que esa estructura narrativa efímera, que determina la natural respiración del limerick, aparece, desprendida de la rima, en el ámbito del cuento, trastorna la forma del relato y la impregna de fugacidad y tontería. El lector se encuentra entonces con cuentos anómalos, de raras formas breves, con aire de inconclusos. Son historias mínimas en las que casi no hay narración, puesto que un solo episodio ocupa el espacio todo del relato[5].

Es precisamente la narración la que proyecta la sombra del nonsense. En este sentido, Aira afirma que

el arte del sinsentido se refiere siempre a la narración. (...) El núcleo original de la narración hay que buscarlo en la previsión del receptor: en sus expectativas o en el desfase temporal que establece la intersubjetividad, y la crea. La narración más realista y convencional ya opera con la burla a las expectativas; es el modo de hacer que valga la pena. De otro modo, sería lo que uno se cuenta a sí mismo. El sinsentido opera con este sistema de expectativas en general, con su existencia misma generadora del cuento que alguien le cuenta a otro. Se logra el sinsentido cuando se burla la expectativa, tomada esta última como “expectativa de la expectativa” (César Aira, 2004: 1718).

Frente al anhelo de la sucesión episódica, el cuento devuelve frustración. Un resto de expectativas no atendidas se acumula al final de la lectura y proyecta una sombra, un fantasma de sinsentido. Pero un resto es siempre una apertura, una posibilidad de seguir narrando.

El relato se mueve así en cualquier dirección, en cualquier sentido, en todos los sentidos a la vez.

El relato del nonsense es “cualquier cosa”. Pero no en el sentido de una imagen surrealista (como la del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección), ni de la absurdidad de la biblia junto al calefón. Es “cualquier cosa” en el sentido vulgar en que uno dice para sus adentros, mientras está leyendo los cuentos, “esto no es un cuento, es cualquier cosa”. Pero sobre todo en el sentido de la palabra en inglés: “anythingson relatos en los que funciona un peculiar sentido del “anything can happerí’. No es meramente “algo”, y tampoco es que no ocurre “nada”; ni “something’ ni “nothing’: es cualquier cosa, pero un cualquier-cosa que construye relato. Son cuentos que no se entienden, pero no podría decirse que les falta sentido, en todo caso, les sobra, y en ese exceso el lector se pierde y “malentiende”. Los relatos del nonsense pasan “del sobreentendido al malentendido sin hacer escala por el entendido”, como expresa Aira acerca de sus novelas[6]. El sentido producido en exceso conduce al descarrilamiento del relato y, por lo tanto, al desconcierto del lector. cuando la narración no se dirige hacia un sentido en particular, hacia un solo lugar, al que podríamos llamar desenlace, un punto de llegada en el que encuentran descanso y explicación los sucesos que la componen, todos los sentidos que el texto fue poniendo en funcionamiento, las vías abiertas, los universos paralelos estallan al final sin solución de continuidad. ¿Qué hacer con las esquirlas de ese proceso? Reordenarlas en uno de los muchos malentendidos posibles, imaginar cómo sigue la historia en uno de los varios porvenires, o celebrar la apertura, y reír. Al final, sólo queda la risa como efecto inefectivo, la risa nonsensical. Ese resto es el humor.

Por monstruosos, disparatados o inconclusos que sean estos relatos, no se trata sin embargo de una pura sucesión de cosas inconexas e incoherentes. Hay relato. Hay causalidad y verosimilitud. Por eso, el arte de la narración sigue siendo la garantía del sinsentido (Aira, 2004). El nonsense exaspera la causalidad de la magia: como a la mujer le gustan los autos, se transforma en auto. Eso es cualquier cosa, ¿cómo se va a transformar una persona en auto? Es delirante, si se quiere, pero no surrealista: menos que de asociación libre, se trata de una forma de la causalidad nonsensical, la causalidad que anuda las “cualquieridades”. Este modo del verosímil tiene menos que ver con el efecto de vacilación y perturbación propio del fantástico, que con la mirada indiferente del desatino, en línea con lo que tempranamente adelantó Sylvia Molloy en una de las lecturas inaugurales de la narrativa ocampiana, cuando afirmaba que “[n]i lo fantástico, ni lo infantil, ni la psicología exagerada [.] dan cuenta cabal de la obra de Silvina Ocampo” (Molloy, 1969: 24) y proponía, en cambio, una lectura atenta a los modos de la exageración como lenguaje. De este exceso que conduce al disparate, en una atmósfera de invariable impasibilidad, resulta el arquetipo de estos cuentos.

La mujer quiere sentir un corazón de automóvil (“en un automóvil uno lleva todo lo que uno quiere y tiene, incluido el mismo corazón”, 181)[7]; no necesita más que hacerse una con él: “Cuando Mirta se vio frente al automóvil en tierra firme, casi desnuda se abrazó a la máquina. Es difícil abrazar un automóvil, pero ella supo hacerlo” (182). Es difícil, pero no imposible: “apasionada como era, podía cometer cualquier locura” (183). Es verosímil que ocurra cualquier cosa, una locura. Pero desde antes de que suceda la metamorfosis, las cosas ya eran alocadas: “tenía que mirarla para asegurarme de que no era un automóvil ni un violín, ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dormía a mi lado, que era un ser humano el que me abrazaba” (184), dice el marido de Mirta, y también: “Por la noche sentí latir su corazón de automóvil a mi lado” (185). Y cuando Mirta desaparece:

En vano la busqué por todas partes. Al volver a la madrugada, me pareció que oía su respiración. Era un automóvil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel. Me acerqué: en el interior no había nadie. Lo toqué, sentí vibrar sus vidrios. Tan enloquecido estaba que me pregunté si sería Mirta. [...] De pronto pasó algo inexplicable. Suavemente el automóvil empezó a alejarse (185).

Se reitera en los cuentos de esta colección ese modo entre displicente y despreocupado de manifestar lo que ocurre: “algo inexplicable”, “algo inolvidable”. Pasa “algo”, un suceso-cualquier-cosa, que se sabe incomprensible en su falta de propósito. Se trata del interés de los relatos del nonsense por “lo curioso” que resulta el despropósito, lo pointless. Es lo nonsense mismo, el sinsentido entendido como “sin propósito”, “sin objeto”. Un suceso ocurre y es simplemente “curioso”; quienes asisten a él comprenden su maravilla pero la dan por sobreentendida, la viven con el mismo asombro con que ven el sol salir cada mañana. Hay que malentender el mundo, dar por sobreentendido lo extraordinario y por asombroso, lo común, para entender que la creación no se entiende: lo real es el real despropósito. El mundo de todos los días envuelve para el nonsense la verdadera maravilla: tal es la lección de Chesterton en su “Defensa del desatino” (1948).

Al marido de Mirta le parece meramente curioso que su mujer se haya convertido en auto, hecho ante el que no se manifiesta asombrado, sorprendido o temeroso. vive el acontecimiento con la mayor serenidad, no por falta de interés —la desaparición de la mujer lo afecta hasta el punto de buscarla sin descanso— sino porque, al parecer, el hecho de la metamorfosis no le resulta motivo de asombro. con la voz impersonal de la locura, le escribe en una carta:

En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible máquina que encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos. Ahora te busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas. Además, nunca sé por dónde pasarás. Tal vez podría acostarme en medio de las calles por donde pienso que pasarás. Eran tantas las calles que te gustaban que no puedo saber cuál vas a elegir (186).

Que la vida sin ella, que la ausencia del amor de su vida, sea un calvario (“A qué me servirá vivir si no estás a mi lado”, 186) es una realidad no menos natural y comprensible que la conversión de una mujer en máquina: se narran con el mismo tono de resignación frente a lo inevitable. Él la busca y la extraña, como cualquier hombre al que su mujer abandona, como si diera lo mismo que se haya ido caminando o transformada en auto. Son cosas que pasan. Cosas que le pasan a la gente que ama demasiado. “Amar en exceso destruye lo que amamos: a vos te destruyó el automóvil. Vos me destruiste (no lo digo con ironía)” (186). El hombre habla con humildad y sin ironía. Hay en sus palabras más humor que condena. “La ironía —dice chesterton— corresponde a la divina virtud de la justicia”, “representa la consistente razón humana que detesta toda inconsistencia”; el humorismo, en cambio, “corresponde a la virtud humana de la humildad”, implica “cierto reconocimiento de la debilidad humana”, una confesión de la confusión y contradicciones de la vida humana (Chesterton, 1997: 133). El personaje se reconoce a sí mismo ridículo, en inútil persecución de su mujer-automóvil, pero ejerce con humildad su existencia desatinada e inexorable, como riéndose de sí mismo. con humor, afirmando sus contradicciones sin anularlas, sin hacer moral. El destino de automóvil de Mirta, el destino de perseguir al automóvil de su marido son lo irremediable, que no puede más que devenir en la forma del humor. En su carácter ridículo e irremediable, estos personajes tienen destino de dibujo animado.

Esas cosas delirantes que el amor produce no ocurren porque sí; responden a una necesidad insensata. El porque sí, el principio de la insensatez que rige al nonsense, es previo a los sucesos: la sinrazón radica, antes que en la transformación, en el amar demasiado. Todo “demasiado” es insensato; la razón lo condena por su falta de equilibrada razón, porque traspasa los límites de lo razonable. Por eso Deleuze afirma que todo lo “demasiado” se pasa al otro lado, al de la sinrazón, “ya que el otro lado no es sino el sentido inverso (...) basta con seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente, lo bastante superficialmente, para invertir lo derecho, para hacer que la derecha se vuelva izquierda e inversamente” (Deleuze, 2008: 33). Por eso en Lear todo es demasiado: una peluca cubre el cuerpo entero, una cabeza es extraordinariamente cuadrada, una nariz crece hasta perderse de vista, el pelo enrulado de una muchacha se extiende por todo el océano (Lear, 2012), y la barba de un hombre es tan tupida que los pájaros anidan en ella: “There was an Old Man with a beard, / Who said, ‘It is just as I feared!’— / Two Owls and a Hen, four Larks and a Wren, / Have all built their nests in my beard!” (Lear, 2002: 157) [Había un viejo con una barba, / Que dijo, '¡Es tal como me temía!’ — / Dos búhos y una gallina, cuatro alondras y un chochín, / ¡Todos construyeron sus nidos en mi barba! (traducción mía)]. El excesivo amor al automóvil hace que el paso hacia la sinrazón no sea caprichoso, “porque sí”, sino necesario. En los limericks de Lear, la anécdota está regida, dice Aira, por “la necesidad insensata de la rima” (Aira, 2004: 13). En estos cuentos de Ocampo, rige la necesidad insensata de la sinrazón, que es la forma de su verosímil, su causalidad nonsensical.

Pero resulta que nada es demasiado; todo lo demasiado se toca con o es, a la vez, lo insuficiente. ¿Le habrá alcanzado a la mujer con volverse un auto? Tal vez su movimiento incesante indica que aún esto no le fue suficiente, que sigue persiguiendo un amor que nunca será bastante. ¿Es por exceso de amor que se transforma, o por defecto, porque sintió que todavía no era suficiente amor, que podía amar aún más? En un punto, lo demasiado y lo insuficiente se confunden. En el mundo del nonsense, se identifican. El devenir-loco —escribe Deleuze— hace coincidir “el futuro y el pasado, el más y el menos, lo demasiado y lo insuficiente en la simultaneidad de una materia indócil”. En esa condición que esquiva el presente, el puro devenir encuentra la paradoja de la identidad infinita. ¿Es porque la mujer huye que el hombre la persigue o es al revés? Ya no se sabe cuál es primero. Es que en el devenir-loco del y-así-sucesivamente no hay antes y después.

Ahora bien, en el final, el cuento disemina unas cuantas dudas que hacen tambalear, sin derrumbar, la anécdota.

Ahora te busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas. [...] No comprendo cómo llegué a tan absoluta renuncia de mí mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por mí. Soy un verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, sólo un recuerdo. Lo actual no me importa. Lo demás no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la ciudad, los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el desprestigio, el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podés estar segura, cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima por un instante frente al automóvil que te lleva (186).

¿Estará hablando de suicidarse por ella o simplemente de arrojarse a sus pies para rogarle que vuelva? Esa última frase, “el automóvil que te lleva”, ¿dejará entrever que tal vez la mujer se fue en el auto de otro, o manejando ella un auto, en lugar de transformada en uno? cabe preguntarse también si el hombre no habrá enloquecido con el abandono y, en su delirio, fabulado la historia de la metamorfosis. No obstante, ¿hay algún motivo para pensar que esa transformación no haya ocurrido en realidad? Quedan preguntas, cabos sueltos, ninguna conclusión, ningún terreno firme que pisar. Todos los posibles se admiten, que es lo mismo que decir que no se admite ninguno. Pero esta nada no equivale a una carencia, a una falta de sentido; señala, más bien, el sinsentido como opuesto a la falta de sentido. No se puede afirmar que el cuento no cuenta nada: cuenta algo, sin necesidad de decidir qué. En esa indecisión entre las varias direcciones del algo que cuenta, en esa duda entre cualesquiera cosas que se cuentan, el relato actualiza una y otra vez el sinsentido como afirmación de todos los sentidos en simultáneo. como quiera que se lea, lo que queda como resto cuando el relato termina es un hombre corriendo para siempre detrás de un auto, sin poder alcanzarlo nunca. Queda la actualización incesante de esa aventura de dibujo animado, con el inexorable fracaso del gato que persigue al ratón, con el insensato humor de su ridiculez que no juzga ni es juzgada. Su final es su principio, y así sucesivamente. El nonsense tiene aquí la forma de la aventura sin fin. Sin final y sin finalidad, por lo tanto, sin moral y sin expectativas. Por eso el hombre dice que “lo actual ya no [le] importa”: ya no tiene las expectativas de la vida cotidiana sino las de la vida como aventura, en la que el tiempo no importa. Mientras en “cornelia frente al espejo” la protagonista vive en un momento abandonado por el tiempo, como en la fiesta del té de locos de Carroll, este hombre decide (la insensatez decide por él) abandonar el tiempo y abocarse a la aventura sin fin.

Ver la vida como aventura es el hábito delirante de la imaginación nonsensical, que se rige “según el principio de insensatez, es decir dispensado del juicio de la razón”, como afirma Sergio Cueto en su ensayo sobre el humor del nonsense (2008: 14). Los personajes practican un modo de concebir la vida que hace “del tedio un juego”, que cambia la impaciencia por la “paciencia sin expectación” (Cueto, 2008: 12). El hombre sabe que perseguir el auto es un ejercicio insostenible en el tiempo, pero no se impacienta, acomete con alegría la aventura; no espera alcanzarlo/la, se alegra al verlo/la frente a él, inalcanzable, porque eso le permite seguir su camino. Podría decirse: se lo toma con humor. “El buen humor es la alegría del que sigue su camino, como los Jumblies” (Cueto, 2008: 18). Lo humorístico del caso consiste en “llevar una convicción hasta su extremo lógico, es decir hasta ese punto en el que resulta insostenible” (17): el humor es sostener lo insostenible.

Llevar el amor a su extremo hasta perderse en él, hasta hacer de la vida el puro ejercicio del amor sin tino y sin fin. “Vivir es difícil para cualquiera que ama demasiado” (185), dice el marido de Mirta, como si enunciara la premisa que hila muchos de los cuentos de las dos últimas colecciones de Ocampo. Si los personajes proponen una teoría sobre el vivir, ésta sostiene que cuando la vida se vuelve insoportable, es a fuerza de amor y de infantil alegría que siguen sosteniendo lo insostenible. Los hombres y mujeres de Ocampo aman hasta morir en y por el objeto amado, ya se trate de una persona, del automovilismo, la jardinería o la danza. El demasiado amor tensa la vida de los personajes hasta su límite mismo, hasta perder la vida justo en el instante en que la ganan. vivir con humor el momento en que dicha y desdicha se juntan requiere, para ellos, un salirse de sí para experimentar la locura de perderse en aquello que se ama.

El nonsense es la locura por la locura misma, observa chesterton, pero no se refiere a la locura como un fin en sí mismo sino a un vivir loco ilimitado: la locura sin fin, la aventura sin fin que informa a la imaginación del nonsense. Tal como precisa Sergio cueto:

La locura por la locura no puede significar el retorno sobre sí mismo sino la salida sin retorno como pura pérdida de sí, o mejor aún, la exposición sin posición como única manera de ser de un sí mismo. [...] Por eso el nonsense es lo contrario del arte por el arte: no un fin en sí mismo sino un medio sin fin. En este sentido se dice que el nonsense es el humor que ha renunciado a toda justificación intelectual, es decir, a toda conexión con la ironía. La ironía es en esencia juicio, reflexión que juzga, enjuiciamiento del mundo en la reflexión. El humor, en cambio, el nonsense en cuanto es cabalmente humor, puede definirse como una locura reflexiva o como la reflexión llevada hasta la locura. [.] Pero en el humor la reflexión no juzga ni se juzga: se desvanece en la exposición de la locura inimputable que torna a la vez superfluo e imposible el juicio (Cueto, 2008: 24).

De eso se trata la “absoluta renuncia” de sí mismo a la que el hombre dice haber llegado por amor a Mirta, que no difiere de la extrema salida de su humanidad que había experimentado antes la muj er.

La “pura pérdida de sí” es lo que le sucede también al protagonista de “Sábanas de tierra”, cuento de 1945 incluido también en Y así sucesivamente. Se trata del mejor jardinero, un “verdadero jardinero” que “trata con ternura a las plantas y que realmente las quiere como a pequeños hijitos” (210)[8]. Despojada de toda intención irónica o satírica, la imagen del jardinero acredita tanto el exceso como el trazo simple de la caricatura. “Sus brazos, incluso en los momentos de descanso, mantenían una curva inconmovible, cargada de regaderas, guadañas, azadas y rastrillos invisibles. Tenía un abundante olor a hoja seca y a tierra húmeda” (210). No son metáforas la curva de azada de sus brazos, la íntima vinculación de sus manos con la tierra, el olor a “tierra sudada” de su transpiración (211), como tampoco lo son, en los limericks de Lear, la cabeza cuadrada, la pera de púa, la barba-nido de pájaros,.. En ellos, el dibujo que acompaña al poema, lo confirma: la pera de púa es literal. En los cuentos limerick de ocampo, la expresión se vuelve dibujo de sí misma.

Sus manos se habían vinculado en tal forma a la tierra que empezaba a arrancar los yuyos con dificultad. Todo contacto con la tierra resultaba una lenta y repetida plantación de manos; ya estaban revestidas como de una especie de corteza oscura, de tuberosa, capaz solamente de brotar en la tierra o en un vaso de agua. Por esa razón, evitaba lavárselas en el agua y se las limpiaba en el pasto. Por esa razón, desde hacía un tiempo, evitaba, en lo posible, sumergirlas muy adentro en la tierra y usaba un cuchillito alargado y fino para arrancar los yuyos (211).

El hombre tiene destino de dibujo, el relato también. Una lenta plantación de manos: eso es el cuento. con el realismo directo y displicente del que “limpió el facón en el pasto”, se narra sin asombro, sin metáfora y sin doblez la capacidad de una mano de germinar en la tierra. El nonsense dice: un hombre plantado en la tierra no es menos raro que un árbol. La creación es insensata, su razón de ser es, para nuestra limitada razón humana, la insensatez. “Por esa razón. por esa razón.”, repite el relato para enunciar que en él todo ocurre por una razón: la razón sin razón de la insensatez.

Por esa razón, el jardinero habla la lengua de la insensatez. Mientras siente crecer su mano adentro de la tierra, enumera variedades de arbustos en latín, como en chiste: “tenemos el Evonimus del Japón, el Evonimus Microphylla o Pulchellus, el Pthotinea Serrulata o Laurel Japonés; todos esos arbustos de hoja perenne sufren poco. Tenemos también el Philadelphus Gronarius o Angélica Arcangélica, vulgarmente llamado Angélica; se cubre de flores blancas en primavera” (211). Ríe en su desgracia: ahora conoce tanto más sobre las plantas, ahora es mejor jardinero, lo que parecía imposible.

Su lengua dice cosas sinsentido, su mano no le pertenece (“La mano no quería salir de adentro de la tierra”, 211); vive con gracia la desgracia del desmembramiento que lo lleva fuera de sí y fuera del mundo. De ahora en más, ejerce con paciencia la extravagancia. cuando los niños dueños de casa le preguntaron qué estaba haciendo, él “les contestó pacientemente: ‘Estoy arrancando yuyos” (212).

A la noche empieza a sentir hambre. Llama a su mujer, le explica que no puede arrancar su mano de la tierra y ella, inconmovible: “Entonces tendrás que pasar la noche aquí” (212). Le trae la comida hasta el jardín, que el hombre saborea con avidez, pero se olvida del vino. Le ofrece una frazada y él dice que no. La desgracia sobreviene con la sentencia de su soledad insoportable: “La mujer le dijo buenas noches” (212). Así, con el saludo habitual, que no distingue las noches buenas de las malas, que sólo dice “buenas” para decir “mañana será otro día y el tiempo seguirá andando”, así se despide de él el mundo de lo cotidiano. Ahora el tiempo no es tiempo y el mundo es inhóspito, es soledad, es no-lugar, es lo irremediable. La desgracia cae con todo el peso del “sueño pesado” de la mujer (212), que duerme en el mundo habitual, mientras su marido ya está para siempre en el otro lado, en el hábito de la extravagancia que lo expulsa del mundo. El nonsense, el despropósito, dice Cueto, es “en medio de la desgracia, el ejercicio de la extravagancia” (Cueto, 2008: 34). Después de un rato se acordó de que no había bebido, quiso llamar a su mujer pero “su voz tembló en el viento como una hoja finísima de papel de seda” (212). Su voz, demasiado lejana, ya no era de ese mundo.

En la extravagancia el mundo se recibe en su fundamental inhospitalidad, se reconoce como un no-lugar. Por eso no hay lugar en el mundo para la extravagancia. [...] La extravagancia es una lejanía inconmensurable. Esa lejanía es la desgracia. El desgraciado es el Lejano por excelencia, el Inalcanzable. Pero por eso la lejanía alberga también en sí la salvación de la desgracia. Inalcanzable quiere decir que eres incapaz de alcanzar a nadie, pero también que nadie es capaz de alcanzarte. (Son los dos lados de la lejanía: la libertad y la soledad. La soledad es la libertad: la libertad es la soledad). De allí la íntima relación que el extravagante mantiene con los viejos, los niños y los animales, igualmente inalcanzables y lejanos (Cueto, 2008: 36).

El procedimiento de la inversión, que las lecturas del nonsense reconocen como uno de sus recursos principales, debe entenderse, así, en el sentido de este devenir-extravagante. En su recuerdo, o en su delirio de sed, el hombre clavado en la tierra ve a los árboles “desangrarse” en heridas “irisadas de rojo y de azul” (213). El hombre, al que pronto le crecerán raíces en las manos, ve el bosque “como un gran hospital de árboles heridos, sin brazos y sin piernas” (213). Se trata de un devenir-vegetal, como el del cuento anterior era un devenir-máquina, que se asemeja a lo que ocurre en los limericks de Lear:

Hay, podría decirse, un devenir-extravagante del animal (los animales se ponen a bailar o a tomar el té), pero no sin que haya, paralelamente, y tal como muestran los dibujos, un devenir-animal (es decir un devenir-ajeno, inalcanzable) del hombre en la extravagancia (Cueto, 2008: 36-37).

Devenir-ajeno, dormir en una cama de tierra, “entre infinitas sábanas de tierra” (213), como único modo de abrazar la paciencia sin expectación del que sigue su camino con humildad (es decir, con humor).

El jardinero oyó que lo llamaban —así termina el cuento—. Quiso agacharse a recoger el cuchillito del suelo, pero su cintura carecía de elasticidad. Desde ese día vivió de acuerdo con las leyes de Pitágoras; el viento y la lluvia se ocuparon de borrar las huellas de su cuerpo en la cama de tierra (213).

Quiero decir que se murió, concluye Cervantes para que no queden dudas sobre el final de Don Quijote; extrañamos en este final un “quiero decir que se murió” o alguna aclaración más o menos célebre, más o menos modesta, pero una aclaración cualquiera. Quiere decir que vivió hasta que se borraron sus huellas, o quiere decir que siguió viviendo fuera de “las huellas de su cuerpo”, que ya no eran suyas, o quiere decir que vivió según leyes insondables, o quiere decir que se transformó en planta, que su destino era de árbol. Pero no: quiere decir que el cuento terminó y no hay final. ¿Cuál es el chiste, entonces? Que extrañemos lo que nunca estuvo allí: el chiste es la forma inefectiva del nonsense. Aira explica que en el humor de Lear

está ausente la reconstrucción de sentido que se da al final del chiste. Para producir el sinsentido puro que buscaba, el sinsentido como efecto, debe anular el efecto. El limerick es el chiste al que le falta el final; la ‘punch line’ es literalmente la repetición de la primera línea, del primer verso (37).

Hacia el final de la lectura aparece una cierta nostalgia del “remate”, que nunca existió. Queda la sensación de que algo no terminó de decirse, o de comprenderse. Si ésta es la historia de la transformación de un hombre en planta, ¿qué hay con eso? ¿No amerita, un suceso tal, que se cuente qué pasó después? ¿Nadie nota la metamorfosis, nadie se asombra o se asusta? ¿El hombre se hunde en la tierra y eso es todo? ¿Qué hay de la indiferencia absoluta, inexplicable, de la esposa? Toda expectativa se frustra. como un chiste sin remate, el relato deja el rastro hueco de una risa que no se oye. Lo que se añora no es el remate sino la ausencia de aquello que no deja de señalarnos que no comprendemos el relato. Entonces aparece una falsa nostalgia del sentido, el recuerdo imposible de lo que nunca estuvo allí. Para acallar esa voz que no habla, para acabar con la falsa expectativa por la pieza definitiva del rompecabezas, que restituiría el sentido como totalidad, para entender al fin que la pieza final no existe y eso sólo asegura que nunca dejemos de esperarla, para eso está la risa. El humor como don de humildad hace reír a la risa inaudible del que camina alegre con su propia incongruencia. Reír con la desgracia a cuestas, poniéndola de cabeza para que muestre su gracia. Esta es la risa inimputable en cuanto constituye una ética del humor, la del reír por reír.

Para Chesterton, en el humorismo existe “algo de la idea del excéntrico atrapado en el acto de su excentricidad y jactándose descaradamente de ella” (Chesterton, 1997: 133). En algún sentido, el devenir del jardinero expone con desfachatez su jactancia máxima: la de ser el mejor jardinero, el que más sabe, el que más ama la tierra, como si dijéramos, único en su especie. Su jactancia es al mismo tiempo, y sobre todo, su desgracia, cuando el costo de su excentricidad es la soledad. Pero soledad implica también libertad. A cada paso, una contradicción, un doble sentido, una incongruencia. Lo que se cuenta es muy poco, apenas la anécdota que surge de llevar al extremo de sus posibilidades lógicas el precepto de ser un “verdadero jardinero”. No otra cosa es el humor sino el registro de una incongruencia. En el chiste, esa incongruencia liberaría su gracia en el remate. Más acá de la carcajada, pero más allá de la anécdota, el cuento soporta lo insoportable: la gracia de que no haya gracia. Está siempre, como la anécdota, “a un paso de ser humorística” (Aira, 2004: 19), pero es un paso que nunca da. o un paso que se dio y nos lo perdimos, como cuando no oímos el final de un chiste. Lo que cuenta el cuento es el devenir humorístico de la excentricidad.

Aira analiza el limerick como el retrato de una excentricidad del personaje[9]. Los cuentos limerick cuentan, entonces, una excentricidad y nada más. Aunque sabemos que “nada” no es nunca simplemente nada. Un resto persiste, “ese sano sentido de lo incongruente” (Chesterton, 1997: 135) que para Chesterton es propiamente inglés, el raro sentido del sinsentido que hace aparecer el humor.

Hay —en el limerick— una incompletud intrínseca, o más bien una plenitud parcial. La anécdota dice muy poco sobre una vida, pero una vez que lo ha dicho, lo dice todo sobre sí misma, sobre el recorte que la constituye y la pérdida del sentido (Aira, 2004: 44).

Es la paradoja de la incompleta plenitud lo que singulariza a estos cuentos de Ocampo. Lo que dice el cuento sobre el jardinero es insuficiente, y al mismo tiempo no dice más que lo que quiere decir: no hay profundidad del sentido. Inútilmente buscaríamos en la plantación de la mano en la tierra un sentido oculto, una raíz escondida del sentido. Hay sólo el sentido plenamente incompleto del devenir excéntrico. El humor se define, con Deleuze, en función del paradójico devenir ilimitado. Si la ironía detesta toda inconsistencia y censura la contradicción, el humorismo descubre una contradicción en sí mismo y confiesa su propia inconsistencia.

La anécdota del jardinero aparece inconsistente para nuestras expectativas de lectura[10]. Y sin embargo, se sostiene. En el hueco que abre la frustración de la expectativa, el relato se tiene a sí mismo en el aire. Pisar sin el suelo, caminar de cabeza, hacer la acrobacia, son para Chesterton los modos de andar del nonsense. Arrancarle a la desesperación el suelo que está pisando, precisa cueto, sostenerse en el aire, hacer la gracia en la desgracia: “El humor es la habitación de la desgracia, la imposible habitación de lo inhabitable” (Cueto, 2008: 22). Por eso en Silvina Ocampo hay tantos acróbatas y excéntricos de circo. Basta recordar a “Los funámbulos”, de Viaje olvidado (1937) para entender el humor como la auténtica alegría sin esperanzas (cueto, 2008), el ejercicio paciente de hacer de la desgracia una gracia. Los niños que hacen la gracia máxima, la verdadera prueba, para caer al vacío y morir aplastados contra el piso ante la mirada pacientemente alegre de la madre, entendieron, y al final ella también, la vida como juego. Pero no el juego de reglas estrictas que Elizabeth Sewell (1952) reconoce como propio del nonsense, no el juego de ajedrez o de naipes en el que se aventura Alicia a fuerza de lógica severa, sino el juego en el sentido más auténticamente infantil. El juego humorístico de la discreta perseverancia, de la “repetición íntima e impersonal” que consiste menos en un “hacer de cuenta que”, que en el “hacer una y otra vez”, como explica cueto a través de Benjamin (Cueto, 2008: 21-22).

En “La pista de hielo y de fuego”, de la misma colección de cuentos, el juego y la gracia se encuentran en el colmo del amor. La pirueta sobre la pista de hielo, repetida una y otra vez, ocupa para la protagonista la vida entera, y ese solo gesto, esa sola anécdota, que dice poco, y a la vez todo, sobre una vida, llena el espacio entero del cuento. En el ejercicio de la acrobacia se le va la vida. Juega, con una tenaz persistencia en la cabriola, a salirse una y otra vez de sí, al punto de no reconocerse en la figura. “Llegué a sentir que no era yo la que se desplazaba, sino el piso que giraba y venía a mi encuentro” (241)[11]. Se mueve por jugar a no moverse. Baila con su maestro y amante para no ser dos sino uno solo, para no ser dos personas sino un solo juguete de colores. Durante la prueba mortal, “parecíamos un trompo inmóvil” (214), dice.

Mis medias coloradas y su cinturón azul eléctrico, los cascabeles de mi collar y su bufanda multicolor relucían como relucen los adornos de un trompo. No se me ocurría considerar a Slupicio como un hombre, tal vez porque tenía el pelo colorado. Cuando entraba en la pista, parecía que entraba el sol (214).

La vida con Slupicio, su entrenador y amante, era, por supuesto, un suplicio, pero uno del que no quiere escapar. La obliga a patinar totalmente desnuda, ella intenta disuadirlo sin mucho escándalo y, ante su negativa, hace la prueba sin malla y tiene que repetirla varias veces a pedido del público. En el ensayo de una prueba nueva, otra vez la hace patinar desnuda; le mira adentro del ombligo y le dice que allí ve un caleidoscopio; hacen la prueba mortal.

Perdí el equilibrio. Sentí que estaba muriendo bajo el fuego de la mirada de Slupicio. De un lado el hielo, del otro el fuego. Pero revivir fue una muerte mayor, después de esa experiencia. Huí de su lado. Me fui a vivir a un campo donde sólo la nieve me reconcilió con el mundo. El sitio se llamaba La Liebre Enamorada. Patinaba normalmente en un lago de hielo. Pero nunca conocí el verdadero amor, porque no podía olvidar aquella prueba terrible y ese caleidoscopio.

Volví a la ciudad de la pista de hielo, para volver a caer bajo el dominio de Slupicio. Me casé con él (215).

Vuelve al suplicio, al no tener “de qué hablar” (215); vuelve porque comprende que sólo en el amor la vida —el suplicio— es un juego: vuelve a buscar el trompo, el caleidoscopio, vuelve a buscar lo que la saca fuera de sí. No es en la evasión donde lo encuentra, en el escape hacia otro lado, sino en el hacer de todos los días, en la trivialidad de hacer lo que más le gusta.

En el lenguaje no se comunican. Les “duele” la privación de las palabras, su sinsentido:

octavo diálogo, en la plaza:

—¿Cuándo llegará la muñeca?

—¿Muñeca? ¿Todavía jugás?

Noveno diálogo, en una fiesta:

—¿Te gusta?

—Sí, ¿no? (216).

Si la vida es un suplicio, si el mundo es un lugar inhóspito de hielo, si el lenguaje no acorta la distancia con los otros, no redime de la soledad, sólo queda bailar para vivir o vivir para bailar. Sólo en y por la danza es posible habitar el amor. “Entonces resolvimos patinar, hasta morirnos, sin descanso. Y es lo que hacemos. ¡Duraremos poco! Cuánto, cuánto. Dios mío. Todo es poco, todo es mucho” (217). Por la necesidad insensata del nonsense, no pueden más que bailar hasta morir. Una y otra vez, y así sucesivamente. Hacer lo que más les gusta y sólo eso, incansablemente, es por cierto una locura. En cada pirueta, se desentienden del buen sentido del mundo razonable. indiferentes a todo, perseveran en el error hasta volverlo gracioso. Habitan el mundo como un error, un despropósito, una aventura.

El baile en eterno recomienzo participa del sinsentido del juego, del disparate de la locura por la locura misma. “Así ocurre con los animales de los dibujos animados. [...] La vida es en ellos el devenir incesante de un instante único y sin cambio” (Cueto, 1999: 55). Lo cotidiano, lo que para ellos es su actividad cotidiana, el patinaje, se exaspera hasta alcanzar la maravilla, la gracia de la vida que brilla eternamente en el instante de la prueba para siempre repetida. La maravilla para el nonsense está en lo habitual, porque lo habitual es insensato. Basta con insistir en ello para que se revele lo gracioso, lo impracticable, lo incongruente de toda fidelidad a sí mismo. Bailar hasta morir: sólo en la insensatez de sostener lo insostenible, la aventura sin fin, manifiesta lo cotidiano su secreto milagro.

2. Sin fin (nota final)

Hacer de lo común, lo imposible, hacer de lo real, lo irreal, hacer de la vida, la aventura: en el ejercicio de la locura el relato del nonsense hace aparecer la insensata maravilla que es el mundo.

La literatura del nonsense muestra el mundo en su radical despropósito; como si dijera: es preciso ponerse de cabeza para ver, desde el otro lado, la creación como el gran desatino que en verdad es.

Visto desde ese otro lado, un pájaro es flor desprendida de la cadena de su tallo; un hombre es cuadrúpedo mendigando sobre sus patas traseras; una casa es sombrero gigantesco para proteger a un hombre del sol; una silla es aparato de cuatro piernas de madera para un tullido que sólo cuenta con dos.

Ésta es la faz de las cosas que tiende más realmente al asombro espiritual. [Lo que asombra del mundo no es] la ordenada caridad de la creación; sino, por el contrario, un cuadro de su enorme e indescifrable falta de razón (Chesterton, 1948: 451).

Esta es para Chesterton la manera de mirar del nonsense[12]. En este sentido puede leerse el modo en que los personajes de estos cuentos ocampianos ven un caleidoscopio adentro de un ombligo (“La pista de hielo y de fuego”, Ocampo, 2006: 215), escuchan el corazón latir con un rumor de máquina salvaje (“El automóvil”, Ocampo, 2006: 184), o encuentran en el jardín florido con un sol lechoso entre el follaje “la hora más linda”, esa que “no advertimos en los cuartos pero que nos asombra siempre, como si no lo supiéramos” (“Sábanas de tierra”, Ocampo, 2006: 210). Ver el mundo dado vuelta, encontrar la gracia en el suplicio, el humor en la desgracia, la maravilla en el despropósito, descubrir el otro lado de todas las cosas, es para el nonsense ver lo real.

En este sentido, conjeturo que la reunión de crueldad e inocencia, de infancia y tragedia, que tantas veces se ha señalado como el rasgo más característico de la narrativa de Silvina ocampo (ver especialmente Balderston, 1983), no es otra cosa que un malentender el humor que la singulariza. cuando el hombre queda clavado en la tierra, o la mujer vuelta automóvil, o los bailarines atrapados en una coreografía sin final, no hay ironía en el gesto, no hay, de hecho, nada más que el personaje poniendo al descubierto su propia excentricidad, su propia incongruencia. un patetismo sin dolor. Lo que se padece, porque sobreviene, pero no se sufre. Lo que sobreviene es la afirmación de una excentricidad, con la impasibilidad característica del nonsense. Lo que se padece es la solitaria indiferencia de la excentricidad.

Si los personajes descubren una teoría sobre el vivir —cómo seguir sosteniendo lo insostenible a fuerza de amor y de infantil alegría, cómo vivir con humor el momento en que dicha y desdicha se juntan—, le queda al lector descubrir una teoría sobre la lectura: cómo, en cuanto el relato se vuelve inentendible, leer allí el humor.

La inflexión Lear hace que en estos cuentos de Ocampo el humor tome la forma del recomienzo, del juego infantil. Terminar de leer el cuento sólo puede conducir a un volver a empezar, el recomenzar de la paciencia sin expectación, como la de los niños cuando piden que les lean por enésima vez la misma historia. No se trata de una repetición mecánica sino del “sentido de la perdurable infancia del mundo” que tiene para Chesterton el nonsense, en el que siempre, incansablemente, es la primera vez. Porque, en verdad, no hay final, no hay conclusión, no hay más que la actualización de la aventura insostenible. Lo que no se sostiene es la expectativa —la impaciencia— del lector que espera el desenlace, el efecto final; mientras que el cuento se sostiene en lo insostenible de su humor.

Los personajes se desviven, sin descanso, en un esfuerzo que no lleva a nada. En el hacer una y otra vez, siempre por primera vez, el relato adquiere su movimiento sutil. El cuento breve se vuelve así infinito como el mundo; ve la realidad con “Una perspectiva como un espejo sin término y sin preocupación” (Ocampo, 2006: 418), como se dice en el cuento “Anotaciones”, el último de Cornelia frente al espejo. El mismo relato sentencia: “El viejo y el niño son iguales” (“Anotaciones”, Ocampo, 2006: 419). Los personajes de estos cuentos, de los que no sabemos la edad, se comportan como viejos o como niños, da lo mismo, porque pueden ser indiferentes al buen sentido del mundo, a lo que “hay que hacer”, pueden hacer nada, una y otra vez, moverse sin ir a ninguna parte, es decir: jugar en el mundo. Jugar, sostener un hacer sin hacer, es un escándalo moral. Un cuento sobre adultos jugando (al perseguidor, al jardinero, al patinador), que termina, sin conclusión ni desenlace, con ellos jugando para siempre, podría ser un gran escándalo de forma y contenido si no fuera porque la moral le es completamente indiferente. Si un lector se escandaliza o se frustra es porque no tolera que no triunfe el buen sentido por sobre el despropósito. Pero el nonsense destituye el buen sentido, el sentido único, el sentido común.

como en el limerick y el dibujo animado, en estos cuentos todo sucede para siempre, “sin término y sin preocupación”. Hacer una y otra vez el despropósito, la locura por la locura, la aventura sin fin, constituye para estos personajes su modo de estar en el mundo. En Y así sucesivamente y Cornelia frente al espejo, el relato triunfa al hacer fracasar las expectativas del lector. El nonsense es entonces el triunfo de la indiferencia del sentido. Eso que ocurre cuando lo ridículo es maravilloso. Eso que, con sentido común, se llama locura; con refinamiento, se llama extravagancia; con chesterton, se llama nonsense.

Lo que queda es un dibujo sin tinta, el de la cabriola que traza el mundo al ponerse de cabeza. concluida la lectura, no perdura del relato más que la imagen del hombre clavado en la tierra, el trompo que forman los bailarines y el run run del corazón de automóvil de la mujer. Importan poco la emoción o la vivencia, puesto que están casi ausentes. cuando hasta la narración se anula, sólo queda una imagen, un dibujo. El relato sobrevive sin embargo a su negación de relatar, de narrar: algo curioso persiste, un relato sin narración, algo parecido a una viñeta. En los limericks de Lear estas “viñetas” se acompañan, se completan, con dibujos hechos por el propio autor. Pero en los cuentos de Ocampo el dibujo es el modo del relato; antes que su complemento, su resto. Lo que queda después de que la narración ha caído. En ellos, la forma del nonsense es la del lenguaje vuelto dibujo.

curiosos y no fantásticos, los sucesos guardan una verosimilitud de dibujo animado. ocurre algo inexplicable y nadie se ve perturbado por la anormalidad del hecho: ni los personajes ni los lectores cuestionan su verosimilitud. Uno acepta lo que pasa como si estuviera acostumbrado a las convenciones del género, aunque no sepa de qué género se trata, ni se trata de un género específico, al fin. Se adopta una predisposición infantil a la lectura, para la que lo inacabado y lo interminable son moneda corriente. Una broma que se hace realidad y una aventura que se actualiza una y otra vez, infinitamente.

Bibliografía

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Notas:

[1] De los pocos trabajos que se ocupan de estas dos colecciones (Sánchez, 1991; Ulla, 1997; Panesi, 2004 y Mancini, 2009), el estudio más completo que se registra hasta el momento es el capítulo que Graciela Tomassini les dedica en su libro El espejo de Cornelia: la obra cuentística de Silvina Ocampo (1995). Su hipótesis de lectura afirma que el principio constructivo que rige estos cuentos es el de la paradoja, vinculada con el absurdo.

[2] Presenté algunos de los resultados parciales de mi investigación sobre el nonsense en la narrativa ocampiana en los siguientes artículos: “Avatares de la rareza: «Cornelia frente al espejo» (2012), de Daniel Rosenfeld", (Biancotto, 2014); “Un homenaje fallido a Carroll: La torre sin fin, de Silvina Ocampo”, (Biancotto, 2015a) y “Del fantástico al nonsense. Sobre la narrativa de Silvina Ocampo” (Biancotto, 2015b). En este último trabajo aparece una lectura preliminar y acotada del cuento “Sábanas de tierra”, que aquí retomo y amplío, en su vinculación con los otros dos relatos que me ocupan.

Cabe destacar que, más allá de unos pocos trabajos que habían sugerido, sin profundizar en el análisis, un posible diálogo entre los relatos de Ocampo y los de Lewis Carroll (Pizarnik, 1968; Molloy, 1969; Ulla, 1981; Sánchez, 1991 y Panesi, 2004), no se registran antecedentes de otros estudios que se hayan ocupado anteriormente del vínculo entre la narrativa ocampiana y la literatura del nonsense.

[3] Una novela para niños que Ocampo había publicado en España en 1986, pero que no tuvo edición ni distribución en Argentina sino hasta el año 2007, cuando la editorial Sudamericana la edita en el marco de la Biblioteca Silvina Ocampo, un proyecto de reedición de su obra y de publicación de sus textos póstumos.

[4] Para un desarrollo de este diálogo entre la narrativa ocampiana y la literatura de Carroll, consultar los artículos citados en nota 2.

[5] En la entrada referida a Silvina Ocampo de su Diccionario de autores latinoamericanos, Aira describe a los cuentos de sus dos últimas colecciones precisamente como formas de la “viñeta o el poema en prosa” (Aira, 2001:398).

[6] En la misma entrevista, dice Aira: “En todo caso, tengo un método de escribir, de improvisar, de ir día a día, de dejarme llevar por el capricho de cada día. En lo que se diferencian mis novelas, me parece, de la escritura surrealista automática es en que el surrealismo propiamente dicho es una acumulación de hechos extraños o raros o que vienen incoherentes, y en mis novelas hay esa acumulación pero está encadenada, encadenada por lo verosímil de la novela de siglo XiX. Entonces, yo como me desafío, porque yo estoy escribiendo, y de pronto, como aquí en el café, veo algo que pasa, algo raro, puede ser una mujer disfrazada de pato, y entonces aparece en la novela un personaje disfrazado de pato. Pero no “porque sí”. Ahí yo tengo que buscarle una causa para que pase eso, ¿no? Y en general la encuentro. creo que en mis novelas se puede ver que no pasan cosas “porque sí”, no caen cosas del cielo, sino que todo va sucediendo por una causa que produce un efecto.” (Epplin y Penix-Tadsen s/f)

[7] De aquí en adelante, y hasta que se indique lo contrario, todas las citas pertenecen al cuento “El automóvil” de la compilación Y así sucesivamente, incluida en el tomo de Cuentos Completos II, en la edición de Emecé (2006). Sólo indicaré, entonces, el número de página entre paréntesis.

[8] De aquí en adelante, y hasta que se indique lo contrario, todas las citas pertenecen al cuento “Sábanas de tierra” de la compilación Y así sucesivamente, incluida en el tomo de Cuentos Completos II, en la edición de Emecé (2006). Sólo indicaré, entonces, el número de página entre paréntesis.

[9] Cada limerick, dice, es como el “retrato de un personaje [...] identificado por un lugar o un nombre de lugar. Además, cada poema está acompañado por un grabado que ilustra la aventura, anécdota, excentricidad o diversión, como los títulos caracterizan la historia que cuentan” (Aira, 2004: 13-14).

[10] Me refiero de un modo muy general a las expectativas de lectura que despierta un tipo de cuento estructurado según las premisas clásicas de “principio-nudo-desenlace”. Si bien podría objetarse con toda razón que existe otro tipo de lector que espera y desea la clase de juegos que propone Ocampo, recurro a este contraste con un lector modelo del cuento clásico al sólo efecto de mostrar, por contraste, la forma nonsensical del relato ocampiano. En este sentido, retomo una estrategia argumentativa habitual en las lecturas del nonsense que conforman el marco teórico-crítico de mi investigación.

[11] De aquí en adelante, y hasta que se indique lo contrario, todas las citas pertenecen al cuento “La pista de hielo y de fuego” de la compilación Y así sucesivamente, incluida en el tomo de Cuentos Completos II, en la edición de Emecé (2006). Sólo indicaré, entonces, el número de página entre paréntesis.

[12] En relación con este punto, Cueto explica: “Dar la vuelta al mundo para descubrir su otro lado es la aventura propia del nonsense. Pero la aventura es nada más que un hábito, el ejercicio de la habitación del mundo. Habitar el mundo es una aventura: consiste en ir en busca de lo cotidiano, aventurarse en lo familiar, admirarse de lo obvio. No hay nada más admirable que lo obvio, más extraño que lo familiar, más insólito que lo cotidiano. Basta con prestar atención. La atención es un principio de extrañamiento, no tanto del mundo como de nosotros mismos ante el mundo”. (Cueto, 2008: 16)

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Claves de lectura: Silvina Ocampo, cuentista - Canal Encuentro

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29 may. 2017

ensayo de Natalia Biancotto

Universidad Nacional de Rosario-CONICET

Publicado, originalmente, en Castilla. Estudios de Literatura, 7 (2016): 492-516
Departamento de Literatura Española y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Valladolid (España)

Link del texto: https://revistas.uva.es/index.php/castilla/article/view/324

 

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