La arbitrariedad del desatino. Una lectura del nonsense en Los días de la noche de Silvina Ocampo
The arbitrariness of
nonsense. A reading on nonsense in Los días de la noche by
Silvina Ocampo Instituto de Estudios Críticos en Humanidades
(IECH, UNR-CONICET) Argentina
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Resumen: En este artículo me ocuparé de presentar una lectura de Los días de la noche (1970) de Silvina Ocampo, a partir de la hipótesis general que afirma que estos cuentos ponen de manifiesto una exploración sostenida con las formas del nonsense en la narrativa ocampiana. Específicamente, intentaré describir y caracterizar el modo en que los relatos de este volumen construyen ficción a partir del principio de arbitrariedad del nonsense. El sino fatal de los personajes se organiza en función de una lógica de la invención que afirma el definitivo abandono del sentido común por la sobredeterminación del sentido literal. Así, el incesante efecto de frustración del sentido que singulariza estas narraciones resulta producto de la exasperación de la literalidad y la expansión de una premisa insensata hacia los límites mismos del relato. Palabras clave: Los días de la noche; Silvina Ocampo; nonsense; arbitrariedad; frustración del sentido. Abstract: In this article I shall present a reading of Los días de la noche (1970) by Silvina Ocampo, based on the general hypothesis that these stories reveal a sustained exploration of the nonsense forms in the ocampian narrative. Specifically, I will try to describe and characterize the way in which the stories in this volume build its fiction based on the nonsense principle of arbitrariness. The fatal fate of the characters is organized according to a logic of invention that affirms the definitive abandonment of common sense by the overdetermination of the literal meaning. Thus, the constant effect of frustration of sense that distinguishes these narratives is the result of the exasperation of literalism and the expansion of a foolish premise to the very limits of the story. Keywords: Los días de la noche; Silvina Ocampo; nonsense; arbitrariness; frustra-tion of sense. 1. Introducción La singular rareza y ambigüedad que caracteriza a los relatos de Silvina Ocampo encuentra un cauce de lectura productivo y estimulante cuando se sigue la pista de los efectos de frustración del sentido que propician las formas del nonsense. Según algunos críticos han advertido, sin profundizar en el análisis (Ulla, 1981; Sánchez, 1991; Mancini, 2003 y Panesi, 2004), la narrativa de Ocampo manifiesta un interés decisivo por el nonsense de Lewis Carroll, como así también por aquellos tópicos y procedimientos propios de los limericks de Edward Lear (cfr. Biancotto, 2015). A partir de una idea de nonsense fundamentada en una extensa tradición teórico-crítica (esp. Sewell, 1952; Stewart, 1979; Tigges, 1987 y 1988), pero motivada principalmente por la conceptualización de Gilles Deleuze (1969) —cuya perspectiva permite valorar la potencialidad de la falla, el fracaso, el vacío, el sinsentido y el sentido como problema—, propongo que la búsqueda narrativa ocampiana se organiza, en líneas generales, a partir de una serie de características de interés central para el nonsense, tales como la excentricidad de los personajes, el tono general de impasibilidad y desapego, la atmósfera de indiferente zoncera, el anti-clímax, la precariedad de la trama, el despropósito del argumento y la forma intencionadamente inconclusa. Si bien estos rasgos se intensifican y consolidan en las dos últimas compilaciones de cuentos de Ocampo, Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988), toda su obra narrativa anterior manifiesta una exploración sostenida en torno a dichas formas y tópicos. El período de su producción conformado por los relatos de La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961) y Los días de la noche (1970), frecuentemente identificado como la etapa de madurez narrativa de la autora (Cfr. Tomassini, 1995), no se sustrae a las formas del inacabamiento, la fugacidad y la tontería que caracterizan al nonsense según la lectura que propongo, sino antes bien configuran una serie definida por los efectos de sinsentido que propicia el uso del malentendido como artificio. Aquí el malentendido no tiene que ver con una falta de claridad del relato, como puede ocurrir en muchos de los cuentos de las últimas compilaciones, sino, al contrario, por un exceso de claridad, una exasperación de la literalidad. El encadenamiento lógico y riguroso de las secuencias de un disparate, la necesidad con la que se inviste una insensatez, constituye en estos cuentos la lógica del relato. 2. Los días de la noche: la arbitrariedad del desatino En la serie de las ficciones del malentendido, mientras que los cuentos de La furia se desarrollan a partir del efecto de descolocación que produce el sacar de contexto una frase común, y Las invitadas inaugura una galería de personajes excéntricos que sostienen el relato en su insensatez, la tercera de las colecciones, Los días de la noche, sube la apuesta del disparate con una ficha más en favor de la arbitrariedad. Definida como una de las características centrales de la literatura del nonsense, según Wim Tigges (1987, pp. 27-28), la arbitrariedad construye el artificio por el cual, en el campo del sinsentido, la palabra precede a la realidad (Tigges, 1988, p. 55). En tanto se trata de “una construcción sujeta a sus propias leyes”, como establece Elizabeth Sewell en su estudio inaugural y ya clásico sobre la materia (1952, p. 5), el del nonsense no es “un universo de cosas sino de palabras y de modos de usarlas” (p. 17). La tesis doctoral de Lisa Ede (1975) retoma y desarrolla esta idea cuando explica que el nonsense es “un mundo de palabras que cobran vida, un mundo cuya realidad casi completamente lingüística se define a sí misma insistentemente” (p. 6). Si bien la mayoría de las lecturas coinciden en señalar este decisivo lazo entre lenguaje y realidad narrativa, las interpretaciones más interesantes son aquellas que se han ocupado de delimitar el modo en que el sinsenti-do se define necesariamente en función de su vínculo problemático con el llamado sentido común. Así, “la naturaleza del nonsense —afirma Susan Stewart— siempre va a estar supeditada a la naturaleza del sentido común correspondiente” (1989, p. 51). En los términos de Deleuze, el sinsentido destituye al sentido común para postular la constitución paradójica del sentido como acontecimiento que “subsiste en el lenguaje, pero sobreviene a las cosas” (2008, p. 47). En este marco, puede afirmarse que en Los días de la noche, por el modo en que estos cuentos manifiestan el definitivo abandono del sentido común a la sobredeterminación del sentido literal, por la suspensión de los límites genéricos[1] y el nivel de sinrazón que rige a la anécdota, se observa cómo el poder de escribir cualquier cosa empieza a intensificarse, para manifestarse luego con definitiva contundencia en Y así sucesivamente y Cornelia frente al espejo. Ese “cualquier cosa”, como otro modo de nombrar el sin-sentido, no implica —según formuló Deleuze— la ausencia de sentido, sino que involucra en cambio la postulación de una idea desatinada o ridícula a la que se le confiere “un tratamiento de elaborada seriedad”, tal como lo definió tempranamente el ensayo de Carolyn Wells (1902, p. xxiv). Con frecuencia en los cuentos de Los días de la noche la anécdota está determinada por un rasgo de carácter o de conducta del personaje. Como suele ocurrir en el nonsense, esa primera postulación de verdad es también la que otorga la estructura argumental y comanda el desarrollo de la narración y su desenlace en tanto éstos constituyen la intensificación, expansión o reafirmación de esa verdad primigenia. Así, tenemos el caso de relatos como “Ulises”, que cuenta la historia de un niño con apariencia y conducta de viejo, que termina por ser, una y otra vez, un niño viejo; o el de “Malva”, sobre una mujer nerviosa e impaciente en grado “desmedido”, que acaba por comerse, no las uñas —porque en ese caso sólo sería nerviosa en grado moderado—, sino otras partes de su cuerpo, probablemente hasta desaparecer por completo (el ambiguo final no permite confirmarlo). Ese comienzo es ya un destino. El argumento de los cuentos nace de esa “situación sin causa, como condena inapelable e inmodificable”, igual que en muchos limericks de Edward Lear (Aira, 2004, p. 93). Todo lo que los personajes hagan de ahí en más revelará lo definitivo de ese inicio que, como todo comienzo de relato, es arbitrario, pero que, una vez puesto en marcha, se vuelve necesario, se vuelve fatalidad. Es por eso que los de Sil-vina Ocampo son cuentos fatales: cualquier cosa —un niño con canas y arrugas; otro que juega vívidamente con una soga; una mujer cuyos nervios, literalmente, la “consumen”— se convierte, en estos relatos, en destino irremediable. De ahí que importen tanto más los comienzos y los finales que los medios, en cuanto éstos redundan en la arbitrariedad de aquellos. Los cuentos terminan o bien con la muerte del protagonista, causada por la exasperación de la conducta con la que ingresó al relato, o bien con la vuelta al punto de inicio, con lo cual el movimiento de la narración es siempre el de la redundancia. Desde otro punto de vista sobre la obra de Ocampo, el de la parodia como forma de la exageración en el lenguaje, Sylvia Molloy (1969) había detectado que la “frase inicial de cada cuento contiene ya a la última [...] La primera palabra se hace cargo de todos los excesos, confía en la posibilidad de decirlos” (p. 24). La búsqueda de medios para acabar con la “condena” inicial —búsqueda siempre infructuosa puesto que se da en el contexto de la fatalidad —no es más que el modo de dar continuidad a un relato que, en este sentido, en cualquier momento podría terminar, como también seguir expandiéndose. Las formas del nonsense, dice Stewart, juegan con el infinito: The problems of “where to begin” and “where to end” are placed in a paradoxical context of timelessness that is the fictive universe itself. [...] In nonsense, closure can only be imposed upon infinity by an arbitrary stop rule, a rule that says “Enough” in a metafictive voice. If these nonsense activities show the absense and arbitrariness of all beginnings and endings, they always show the absense and arbitrariness of all middles as well. With this method of making nonsense, the center —the place of privileged signification— drops out and all that is left is a voice infinitely tracing itself into an infinite domain. (1989, p. 143) [Los problemas de “dónde comenzar” y “dónde terminar” se ubican en un contexto paradójico de atemporalidad que es el universo ficticio en sí mismo. [...] En el nonsense, el final sólo puede imponerse a la infinitud por una regla arbitraria de detención, una regla que dice “Basta” en una voz metaficcional. Si estas actividades del nonsense muestran la ausencia y arbitrariedad de todos los principios y finales, siempre muestran asimismo la ausencia y arbitrariedad de todos los medios. Con este método de hacer nonsense, el centro —el lugar de la significación privilegiada— cae y todo lo que queda es una voz trazándose infinitamente a sí misma en un dominio infinito.] La fatalidad que se proyecta sobre el destino de los personajes no es más que un efecto de la sobredeterminación que signa la forma del relato. En la anécdota se dirime el modo en que el relato encuentra una verdad que ya estaba dada de antemano. Triunfa el sinsentido en tanto triunfo del relato: su postulación de verdad narrativa, sus personajes y su estructura argumental configuran dispositivos al servicio del disparate que permiten sostener el cualquier-cosa inicial. Los días de la noche, título sin sentido como pocos, suena particularmente sensato para designar una lógica del relato en la que el final remite y reitera el principio, y afirma entre ambos una insensatez. Lo primero que se menciona sobre “Ulises”, el niño viejo, son sus canas, su “cara cubierta de arrugas”, “los ojos hinchados, dos muelas postizas y anteojos para leer”, todo lo cual, sumado a que “conocía muchos juegos, canciones y secretos que sólo saben las personas mayores”, a sus seis años, “lo convertían en un viejo” (p. 37)[2]. La enunciación de esa sentencia lo condena de por vida —por el tiempo que dure su vida en el relato, claro está— a cargar con este castigo por un crimen que no cometió: puesto que nunca se dice cuál es la causa de que este niño parezca un viejo, debemos suponer que no la hay. El personaje tiene, entonces, que lidiar con una condena arbitraria. Para ello recurre a un libro en cuyo título aparece el sintagma “Práctica Curiosa”, frase que parece refrendar oscuramente un saber no sabido sobre la práctica del sentido: lo arbitrario y lo curioso conforman el dominio más propio del nonsense. Consulta luego, “cansado de ser como era” (p. 39), a una adivina. Como suele suceder, menos que vaticinar el porvenir, la adivina confirma redundantemente el status quo: “todos los inconvenientes que Ulises tenía en su casa, iba enumerándolos como si yo se los hubiera contado. Le habló de su desdicha, que consistía en parecer un viejito” (pp. 41-42). Aunque, si bien se mira, la adivina tiene razón: el porvenir de Ulises, y con él, el del movimiento de la narración, consiste en reiterar, en cada nuevo episodio, la situación inicial. El “filtro de la juventud” (p. 43), gracias al que momentáneamente su apariencia se transforma en la de un niño y sus tías viejas, que parecían jóvenes y aniñadas, se ponen decrépitas, resulta, en la lógica del relato, una buena excusa para que la narración avance, según su ley de necesidad, en busca de su destino prefijado. Naturalmente, las tías quieren probar el filtro, con lo cual todo resulta revertido a su estado original: niño viejo, tías joviales. Naturalmente, el niño vuelve a intentar usar la pócima y hacerse joven otra vez. Esta secuencia podría prolongarse tantas veces como se quiera, si no fuera porque en dicha prolongación infinita el relato perdería definitivamente el sentido, y se sabe que “el sinsentido necesita del sentido para construirse, para adquirir sentido” (Aira, 2004, p. 97). El trabajo del nonsense, “más que la destrucción del sentido (en la que nada importa), es la construcción del sinsentido (donde todo importa)” (Aira, 2004, p. 81). Que todo importe quiere decir acá que cada palabra cuenta. Cuando una de las tías le dice: “Nunca te vi tan lindo y con ese color tan rosado en las mejillas. Ya no parecés un viejo. Te llamaremos Niñito” (p. 43), Ulises no puede, sin embargo, conquistar ese sobrenombre. Sobredeterminado por la sentencia inicial, su destino es quedar plegado a esas palabras que signaron su entrada en el relato: ser “Ulises”, volver a ser una y otra vez el “Ulises” que da título al relato, y no otro. Así, el cuento concluye en un momento cualquiera, pero luego de una necesaria reiteración de esa vuelta narrativa: Al día siguiente Ulises fue en busca del filtro y volvió a parecer joven y las viejas a parecer viejas. Y al día siguiente las viejas fueron en busca del filtro y parecieron jóvenes y Ulises, viejo. Le aconsejé que se quedara como estaba, porque ya no le alcanzaba la plata para comprar los filtros. Me hizo caso. Además sabía que yo naturalmente lo prefería arrugadito y preocupado. (p. 44) A las similitudes entre este cuento y “Cartas confidenciales”, otro de las relatos de esta colección que cuenta la historia de un viejo que rejuvenece hasta hacerse bebé, se refiere Graciela Tomassini (1995) en función de lo que ella caracteriza como “dos motivos tradicionales, vinculados de una parte a la creación fantástica de mundos paralelos y de otra, instrumentados al servicio de la parodia y la sátira, respectivamente, el mundo al revés y el viejo y el niño” (p. 76). Si efectivamente tienen estos tópicos en común, hay que señalar la vuelta de tuerca que los aleja del verosímil fantástico. En “Cartas confidenciales” importa cada nombre, cada palabra y cada letra para elaborar el disparate de la anécdota, en la que la “idea loca” de que “la n se transformó en m” determina que “don Toni” -el viejo- se vuelva “Tomi” -el bebé- (p. 32). Por su parte, en “Ulises”, la historia que se cuenta no es la de un niño que por obra de una pócima mágica se vuelve repentinamente viejo, sino la de cómo el niño vuelve a volverse viejo[3]. En esa reafirmación redundante de la arbitrariedad de la anécdota, en esa postulación sin razón del disparate, sin más explicaciones que su propia literalidad, radica el triunfo del sinsentido. De manera similar, en el cuento “Malva”, la primera característica —que es también la única— que se le atribuye a la protagonista, contiene en sí misma todo el movimiento del relato y lo sobredetermina: “Yo sé que tomaba en lugar de té agua de azahar, y en lugar de aspirina Sedobrol, que ya pasó de moda. No parecía sin embargo nerviosa. [...] La primera vez que Malva mostró su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela.” (p. 109). Su nerviosismo excesivo —además de los remedios, inefectivos para curarlo, pero efectivos a la hora de verosimilizar esa condición en el relato— es la primera arbitrariedad que el relato postula y que, sin encontrar ni pedir justificación en el curso de la narración, sostiene por sí misma el despropósito de la anécdota. El relato se limita a redundar en esa arbitrariedad. Si el hecho de que se coma un dedo o un tobillo por los nervios pareciera ser la razón del disparate, en verdad estos episodios no son más que rasgos circunstanciales para llenar de realismo el disparate inicial, el que en efecto mueve a la narración: el de la sobredeterminación lingüística. Como advirtió Jorge Panesi (2004), “Malva” es una “especie de literalización narrativa de la frase hecha ‘la carcomían los nervios’” (p. 97). Todo el relato está contenido en ese enunciado que, sin embargo, no figura en el texto[4]. La frase está en el lugar del hueco del sobreentendido. Los días de la noche realiza, así, un giro respecto del relato como malentendido, tal como se presenta en La furia y Las invitadas. En esos libros de cuentos, la narración se desarrolla a partir de un malentendido motivado por una frase sacada de contexto. Aquí, una frase no dicha —en verdad, dicha insistentemente en forma de imagen— sobredetermina, desde el hueco como residencia del malentendido, todo el relato. Los nervios —el rasgo de carácter del personaje— consumen, carcomen a Malva. Ese sobreentendido, que configura la estructura argumental del cuento, prepara el terreno del disparate. Luego, el azar, es decir, el rasgo circunstancial (el elemento libre, inmotivado) se acopla a la lógica disparatada del “¿y por qué no?”. “Cuando quedó sola —que esperara ese momento prueba que se dominaba un poco— se comió el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Por qué el meñique y no el pulgar o el índice? ¿Por qué el meñique? ¡Debía de ser tan incómodo!” (p. 110). Aquí vemos cómo se disfraza de sentido común una pregunta radicalmente desatinada. La pregunta del sentido común, si se formulara, sería “¿por qué se come a sí misma?”, o mejor, “¿cómo es posible que tal cosa ocurra?”; el sinsentido, por su parte, respondería con un impasible “¿y por qué no?”[5]. Esto que Tomassini considera como un “desplazamiento del énfasis narrativo hacia elementos secundarios, triviales” (1995, p. 73) resulta, en rigor, menos un desvío que un modo de la intensificación del disparate. Por un lado, la repetición “el meñique”, “el meñique”, parece más bien un llamado de atención para subrayar lo que se acaba de narrar. Por otro, la pregunta por la arbitrariedad del dedo elegido busca limitar —verosimilizar— la arbitrariedad inicial, pero sólo para aumentar, por contraste, el disparate. El sinsentido sólo se percibe a trasluz del sentido común. “Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más falso. ¿No fue acaso por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida que naturalmente hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio?” (p. 110). Así como la voluntad de Malva puede poner límites a un derrame que quién sabe qué consecuencias tendría, este tipo de detalles ocasionales (el flujo de sangre controlado, el guante que esconde la mano carcomida), verosi-milizan el disparate: son las vallas de contención del despropósito (que, se sabe, hay que evitar que se derrame). “Sin poderlo remediar, fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes más difíciles de alcanzar, de su carne” (p. 112). Su destino es fatal, irremediable. Sin dar razones de ningún tipo, ni fantásticas, ni realistas, ni psicológicas, para justificar ese rasgo de carácter que define enteramente al personaje y, por lo tanto, a su historia, el relato sostiene un disparate de principio a fin, contando una y otra vez lo que ya se sabía de antemano: Malva es nerviosa en grado extremo. Ni siquiera se necesita de la actuación de los otros: los personajes son lo que son y no es culpa de nadie, no hay un “ellos” que los saque de su posición inicial. Sin modificación del carácter o conducta del personaje, sin consecuencias de esa conducta en los otros, el relato es una gran reafirmación insistente de arbitrariedad: un disparate redundante. Pero ¿por qué comerse las partes más inaccesibles del cuerpo en vez de las que están más “a mano” (siendo que la mano es lo primero que ataca)? Porque, en la lógica de estos relatos, y dentro de los límites impuestos al disparate, se puede hacer cualquier cosa. “Malva se mordió el hombro; era difícil pero en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa difícil” (p. 111. Subrayado mío). Por esa misma razón sin-razón, luego Malva “[s]e arqueó como una víbora, y echando la cabeza hacia atrás, se mordió el talón, hasta arrancárselo” (p. 112). Que se vuelva contorsionista tiene menos el sentido de registrar una transformación en su cuerpo[6], que el de servir como uno más de los rasgos circunstanciales que contribuyen a verosimilizar el sinsentido de la anécdota. Como tal, es un dato libre, que bien podría no estar: podría comerse el antebrazo con total comodidad y sin contorsión de por medio, y el disparate permanecería inconmovible. El de Malva no es el primer caso de canibalismo en los cuentos de Ocampo. En “La peluca”, de Las invitadas, la narración del hecho pone de manifiesto sus lazos con el tipo de relato propio del periodismo amarillis-ta: “Los hombres se comen los unos a los otros, como los animales: que lo hagas de un modo físico y real, no te volverá más culpable ante mis ojos, pero sí ante el mundo, que registrará el hecho en los diarios como un nuevo caso de canibalismo” (Ocampo, 1979, p. 136. Subrayado en el original). El intertexto con el género periodístico me interesa menos como un posible origen de la anécdota que como la prueba en el relato de que el delirio no ha llegado todavía tan lejos. El relato cuenta, ciertamente, un disparate (un hombre que se come a una mujer), pero no deja de mostrar cómo la trama misma de los sucesos ofrece sus explicaciones. El encadenamiento de los hechos justifica que, si primero la mujer se comporta como un animal (camina en cuatro patas, lame el plato, muerde los libros, trepa a los árboles para devorar pajaritos, etc.), puesto que las personas se alimentan de animales, no resulta entonces ilógico que el hombre diga: “Me la comí. Si ella era un animal, es natural que yo la comiera” (Ocampo, 1979, p. 136). Al declarar reiteradamente que casos de esta índole suelen aparecer en los diarios (antes del relato del hecho, el narrador dice: “Al poco tiempo, en las noticias policiales, me enteré de un caso de canibalismo en las sierras” [Ocampo, 1979, p. 135]) el relato se impregna de lógica cotidiana. ¿Cómo convertir en ficción el periodismo amarillista? ¿Qué hacer con el amarillo de la noticia? Pues volverlo sinsentido. En el tránsito a la ficción, la crueldad (el tinte amarillo) queda del lado de lo que es noticia, mientras que la anécdota se tiñe de disparate. Como en muchos limericks de Lear (entre otros, el del viejo del Perú que es cocinado en el horno por su mujer)[7], en “Malva” se pone de manifiesto un grado de arbitrariedad de inusitada potencia. No sólo porque el comerse a otro nunca es tan disparatado como el comerse a uno mismo, sino sobre todo porque ese hecho no está motivado por ninguna otra razón que no sea el altísimo poder de la frase que sobrevuela y sobredetermina todo: me carcomen los nervios. El suceso no aparece en los diarios sino que, antes bien, corresponde al dominio del rumor maledicente: “Lo sé por una de las maestras de tercer grado que la vio” (p. 110), registro chismoso que se ve reforzado por la repetición de la expresión “felizmente”, que acompaña el relato de cada una de las mordidas de Malva (“felizmente lo pudo disimular y evitar el escándalo”). Esa modalización contribuye al verosímil y además, de manera semejante al “¡Qué risa!” del cuento “El vestido de terciopelo” (Lafuria), a la construcción del tono impasible, tan característico del nonsense. No hay misterio en la conducta de Malva, todo está explicado con naturalidad, sin asombro, literalmente explicitado. La extravagancia aparece a nivel de la lectura: es el lector el que pide una explicación, una razón para esa conducta y, cuando la encuentra (la expansión narrativa de la frase “la carcomían los nervios”), el disparate, lejos de aplacarse, se potencia. El sinsentido se juega, con la lógica de la literalidad, entre la sobredeter-minación y el azar. Es lo que ocurre, para poner otro ejemplo, en el cuento “Amada en el amado”, donde la cita de San Juan de la Cruz que le da título resulta definitoria para la anécdota —específicamente la preposición “en”— y contiene en sí toda la estructura argumental del relato. Los amados se funden en el cuerpo del hombre, en un final que exacerba, al pie de la letra, lo que ya estaba dicho desde la primera frase: “A veces los enamorados parecen uno solo; los perfiles forman una múltiple cara de frente, los cuerpos juntos con brazos y piernas suplementarios, una divinidad semejante a Siva: así eran ellos dos” (p. 19)[8]. De modo semejante, en “Hombres animales enredaderas”, es otra frase literaria también citada en el texto la que da la razón para la sinrazón del relato. Entre la determinación de probar las consecuencias narrativas del enunciado “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo”, y el azar del accidente aéreo que condena al protagonista a permanecer en la selva y experimentar una transformación que lo confunde con las enredaderas, se dirime la anécdota. El cuento prolifera en tópicos carrollianos: la caída como paso al otro lado (“Al caer perdí sin duda el conocimiento [...] vagué por mundos desconocidos” [p. 9]); el trastorno del tiempo (“¿No habré perdido totalmente la noción del tiempo? [...] ¿Soy yo el tiempo? [...] Ayer, ¿sería ayer ayer?” [p. 14]); el desdoblamiento de la personalidad (“Tuve discusiones conmigo mismo” [p. 15]); el olvido del lenguaje (“Tra ra ra ra ra estoy harto” [p. 15]); el espejo (“un espejo es una gran compañía” [p. 17]); el chiste con el doble sentido de las palabras (“¡Qué lindas tipas!” [p. 16]); la pérdida del nombre propio (“En algunos momentos pronuncio mi nombre varias veces, dando a mi voz tonalidades diferentes. ¿Tendré miedo de olvidarlo?” [p. 12]). Ese nombre, sin embargo, estaba destinado a perderse: jamás se lo pronuncia, por lo tanto, no existe en el relato, cuyo título, por lo demás, refiere a un ser ambiguo que se denomina por yuxtaposición: “Hombres animales enredaderas”. En el lugar del título, en general ocupado por el nombre del protagonista en los cuentos de Ocampo, aparece la ambigüedad, la mezcla, la transfiguración, la no identidad. El título enuncia la condena irremediable cuyo desarrollo narrativo se cifra en tres enunciados: “No supuse que selva y celda se parecieran tanto, que sociedad y soledad tuvieran tantos puntos de contacto” (p. 15); “Toda esta selva es una enredadera. ¿Para qué preocuparme? Hay que preocuparse sólo por lo que tiene solución” (p. 18); “¡Variable género humano! Envolví la lapicera en mis tallos verdes, como las lapiceras tejidas con seda y lana por los presos” (p. 18). El primero, pone de manifiesto que las similitudes formales entre “selva” y “celda” son precisamente las que dan forma al relato. El segundo, junta la lógica de la fatalidad con el tono de la impasibilidad. El último, declara que ha llegado el final de la historia, en el que enloquecen los pronombres (mis tallos) y los géneros (mientras que en todo el relato el protagonista se designa en masculino, al final dice: “no puedo estar ociosa” [p. 18])[9]. El último párrafo explicita también la gracia de la anécdota, que resuelve definitivamente en risa el tono impasible, casi de buenas noticias, que guiaba al relato desde el comienzo: “Me hace gracia porque pienso en la risa que les va a dar a mis amigos la anécdota. No me creerán” (p. 18). No hay más razones para la anécdota que el principio nonsensical que une la literalidad a la arbitrariedad. Mariano García (2009) conjetura, sin embargo, que “el narrador se metamorfosea en enredadera por temor a enfrentar las posibilidades del laberinto vegetal” (p. 81). Más allá de que ciertamente no haya necesidad alguna de una suposición tal, la propia gracia en el tono del narrador la desmiente. Al final, el hombre se adapta a la selva-celda, puesto que “[u]no se acostumbra a todo, me decía mi mamá y tenía razón” (p. 11). Se adapta, en un sentido darwiniano de adaptación de las especies al medio, pero sobre todo —lo que nos importa— en virtud de la determinación literal del sentido. Tal vez se trate de una intención del texto de hacerse visual. En cualquier caso, lo que se deja ver es que el desatino en Ocampo es siempre literal. 3. Conclusiones La lectura de Los días de la noche pone de manifiesto un interés decisivo por las formas del nonsense en este momento de la narrativa de Silvina Ocampo. De acuerdo con esta hipótesis, es posible analizar la esencial rareza y ambigüedad de estos relatos como efectos del sinsentido producido en función de una lógica de la invención que afirma el definitivo abandono del sentido común por la sobredeterminación del sentido literal. A partir del principio de arbitrariedad característico del nonsense, el relato sostiene una premisa disparatada de principio a fin, contando una y otra vez lo que ya se sabía de antemano. De este modo, una frase desatinada resulta definitoria para la anécdota y contiene en sí toda la estructura argumental del relato. El sino fatal de los personajes se organiza en función de esa primera arbitrariedad que se postula y que, sin encontrar ni pedir justificación en el curso de la narración, sostiene por sí misma el despropósito de la anécdota. El relato se mueve, así, exasperando la literalidad, entre la sobredeterminación y el azar (los rasgos contingentes). Dichos elementos circunstanciales contribuyen a verosimilizar el disparate, y evitar su desborde, lo que atentaría contra el propio efecto buscado, puesto que el sinsentido siempre necesita afirmarse contra un fondo de sentido. En la reafirmación redundante de la arbitrariedad de la anécdota, en esa postulación sin razón del disparate, sin más explicaciones que su propia literalidad, el sinsentido es producido en exceso, como un signo inextinguible del nonsense ocampiano. Referencias bibliográficas Aira, C. (2004). Edward Lear. Rosario: Beatriz Viterbo. Biancotto, N. (2015). “El nonsense en la narrativa de Silvina Ocampo”. Tesis Doctoral. Defendida en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario el 12/06/15. Mimeo. Carroll, L. (2008). Alicia en el País de las Maravillas. En: Los Libros de Alicia. Trad. Eduardo Stilman. Buenos Aires: Ediciones de la Flor. Deleuze, G. (2008) [1969]. Lógica del sentido. Trad. Miguel Morey. Buenos Aires: Paidós. Ede, L. (1975). The Nonsense Literature of Edward Lear and Lewis Car-roll. Tesis Doctoral, Ohio State University. Lear, E. (1846, 1855, 1861). A Book of Nonsense. En: Edward Lear Home Page. Edición digital de Marco Graziosi. [http://www.nonsenselit.org/ Lear/BoN/index.html] Mancini, A. (2003). Silvina Ocampo. Escalas de pasión. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma. Molloy, S. (1969). “Silvina Ocampo, la exageración como lenguaje”. Sur, 320, octubre, 15-24. Ocampo, S. (1979). Las invitadas. Buenos Aires: Ediciones Orión. [1961. Buenos Aires: Losada] _. (1984). Los días de la noche. Buenos Aires: Alianza Editorial. [1970. Buenos Aires: Sudamericana] _. (1987). Y así sucesivamente. Barcelona: Tusquets. _. (1988). Cornelia frente al espejo. Barcelona: Tusquets. _. (2006). La furia. Buenos Aires: Sudamericana. [1959. La furia y otros cuentos. Buenos Aires: Sur] Panesi, J. (2004). “El tiempo de los espejos: Silvina Ocampo”. Orbis Tertius, 10, 93-100. Sánchez, M. (1991). “Prólogo y notas”. Las reglas del secreto. (Antología de Silvina Ocampo). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Sewell, E. (1952). The Field of Nonsense. Londres: Chato & Windus. Stewart, S. (1989) [1979]. 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[3] La inversión del tiempo, que para Matilde Sánchez (1991) caracteriza a las metamorfosis en estos dos relatos, es también un tópico del nonsense convergente con otro tema nonsensical por excelencia como es el del mundo al revés. Me interesa destacar, no obstante, antes que el tópico por sí mismo, el tono con el que se le da tratamiento. A la carta en la que se cuenta la anécdota de Tomi/don Toni, el personaje de Prilidiana responde con expresiones como “en qué cabeza cabe” (p. 33), “no tiene ni pies ni cabeza” (p. 35), “no entiendo ni palote” (p. 35). Para Sánchez, Prilidiana “descree del fenómeno y ratifica la lógica del sentido común” (1991, p. 155). Si esto es verdad (aunque termina diciendo “Me quedan dudas [...] así que chau...” [p. 35]), también lo es que mientras apunta al sentido común, abre la puerta del sentido “patas arriba”. Ya sea que el hecho se explique por la vía del malentendido (esto es, concluir que se habrá entendido mal, ya que no puede haber habido tal transformación) o por la del disparate (en la que habrá que entender que el viejo se hizo joven, lo cual no tiene ni pies ni cabeza), la mujer se mantiene, en cualquier caso, impasible, como si en el fondo —contra el fondo del sentido— todo diera lo mismo. [4] Esto sí ocurre en otros cuentos, como “Las fotografías” (La furia), cuyo argumento versa sobre una niña que muere sofocada en la fiesta de su cumpleaños, mientras que los invitados repiten la frase “hace un calor de morirse”. [5] Esta es la respuesta característica de los personajes de Lewis Carroll, como se ve en este diálogo tomado de Alicia en el País de las Maravillas: “—...y dibujaban toda clase de cosas... todas las que empiezan con M... — ¿Por qué con M?— preguntó Alicia. — ¿Y por qué no?— dijo la Liebre de Marzo. Alicia calló.” (Carroll, 2008, p. 78). [6] Así lo cree, en cambio, Matilde Sánchez. Al referirse a las transformaciones corporales propias del “infantilismo” que lee en estos cuentos, anota sobre “Malva”: “una mujer que paulatinamente va comiéndose a sí misma hasta lograr una conversión absoluta: su cuerpo es el de una contorsionista, el cuerpo de una niña sin la estructura rígida del adulto” (1991, p. 154). [7] Me refiero como ejemplo al limerick “There was an Old Man of Peru”, del primer libro de Edward Lear, A Book of Nonsense (que tuvo tres ediciones: en 1845, 1855 y 1861), disponible online en la plataforma digital preparada por Marco Graziosi: http://www.non-senselit.org/Lear/BoN/bon060.html [8] No ya desde el punto de vista de la lógica del relato sino desde el de la representación de la pasión, que es su objeto de análisis, Adriana Mancini caracteriza este relato como paradigmático del “paroxismo de la pasión de amor” (2003, p. 90).
[9] |
ensayo de Natalia Biancotto
Universidad Nacional de Rosario-CONICET
Publicado, originalmente, en Revista Acta Literaria 61 (57-72), Segundo semestre 2020
Publicación de Universidad de Concepción (Chile). Facultad de Humanidades y Arte. Departamento de Español
Link del texto: http://revistasacademicas.udec.cl/index.php/acta_literaria/article/view/3531
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