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Sarmiento en Montevideo


por José Bianco

La calidad y profundidad de José Bianco como ensayista quedó registrada en las páginas de la revista Sur durante los veintitrés años en que fue, su jefe de redacción (1938-1961) y en una recopilación publicada por Monte Avila de Venezuela en 1977, Ficción y realidad, actualmente disponible en librerías de Montevideo.

También en trabajos publicados en las últimas dos décadas, como esta estupenda recreación de la relación entre Sarmiento y Paul Groussac, desarrollada en el Montevideo de fines de siglo. En ella se combinan la precisión del juicio con la sencillez y eficacia fulgurante del estilo.

El ensayo completo fue publicado en la revista mexicana Vuelta en enero de 1979.

En “Sarmiento en Montevideo”, páginas extraídas del diario de viaje de Paul Groussac, abundan las alabanzas que no son tales, las reticencias, las impertinencias, los juicios malévolos, casi denigrantes. ¡Qué le vamos a hacer! Groussac es Groussac. Pero a causa de ello, porque Groussac es Groussac, no puede menos de percibir las dotes de Sarmiento con mayor acuidad que un escritor mediocre dispuesto a reverenciarlo de antemano. En estas páginas de una vivacidad, de una falta de prosopopeya que no encontramos con frecuencia en sus escritos, Groussac sucumbe sin proponérselo a la grandeza de Sarmiento. Estamos en Montevideo, en el verano de 1883. Groussac y Sarmiento paran en el mismo hotel. Groussac tiene 35 años; Sarmiento, 72. Groussac sabe quién es Sarmiento y lo conoce sin conocerlo. Sarmiento no conoce a Groussac, pero ha de haber leído algún artículo del “joven literato” en los periódicos de la época y hasta quizá el Ensayo histórico sobre el Tucumán. Cuando se levanta el telón, porque nos parece asistir a una pieza de teatro, Groussac oye que el anónimo huésped del cuarto contiguo procede a su toilette matinal con cierta brusquedad estrepitosa muy poco preocupada del prójimo; mientras tararea o refunfuña algo que quiere ser el aria de una vieja ópera italiana, abre y cierra baúles y roperos y termina por romper un cristal. Acude un mozo corriendo. Groussac abre la puerta y lo detiene para preguntarle quién vive a su lado. “El General Sarmiento”, le responden.

Nada más difícil y tedioso que la descripción de una casa y la disposición de sus cuartos, pero Groussac nos va mostrando al correr de la pluma, de mano maestra, el hotel donde se alojan. Ah, ese Hotel de París en ese Montevideo de fines de siglo. Qué no habríamos dado por coincidir en él con Sarmiento y Groussac. Vemos los dormitorios separados por puertas vidrieras, con un largo balcón corrido que mira a la calle, vemos las puertas de entrada que dan sobre una galería, y la galería que rodea y domina el patio donde sirven el almuerzo en los días de verano. Groussac baja la escalera con un compañero que habrá de irse aquella misma noche, atraviesa el patio y sale a la calle. Considera a Sarmiento un admirable escritor y es sensible al vigor nativo de su genio, pero el hombre Sarmiento no goza de su simpatía. Más aún, Groussac es agnóstico y partidario de la escuela laica; sin embargo, la polémica de Sarmiento con Pedro Goyena y Manuel Láinez, católicos y amigos de Groussac, contribuye de paradójico modo a disminuir el entusiasmo intelectual que aquél le inspira.

En fin, ya en la calle, Groussac se da cita con su compañero para volver a reunirse en el hotel a la hora del almuerzo. Queda solo, pasea por Montevideo, piensa en Sarmiento. Mira la vidriera de una librería, donde se exponen las obras del ilustre huésped, entra, compra los Viajes y vuelve al hotel. Encerrado en su cuarto, relee las dos primeras cartas. En ellas, Sarmiento nos cuenta su viaje por mar, de Valparaíso a Montevideo, de paso para Europa y sus impresiones sobre las guerras platenses desde una Montevideo que ve 37 años atrás por primera vez, y en estado de sitio, y una Buenos Aires que no ha visto nunca. Groussac siente crecer su admiración por el talento del escritor. Sin embargo, no abandona su actitud de dómine y señala una tras otra las equivocaciones de ambas cartas. Cuando hacen escala en Juan Fernández, Sarmiento dice que Selkirk, el marino escocés que inspiró la figura de Robinson Crusoe, no fue abandonado en la isla de Más a tierra sino en la de Más afuera (tan ínfima una como otra) y confunde a Cook, que no anduvo nunca por aquellos parajes, con George Anson. Pero a Groussac le indignan, sobre todo, los atropellos de Sarmiento a la gramática sin pensar que esos errores en la conjugación de los verbos —mezclar las formas singulares del tú y los plurales del vos— son arcaísmos que tienen su origen en la conquista y que podemos encontrar, no ya en los viajeros españoles, sino en el mismo Covarrubias. (...).

Ya es la hora del almuerzo. Groussac cierra el libro y sale a la galería. Apoyado en la baranda, pasea la mirada por las mesas. Al punto clava los ojos en una de ellas, cubierta de flores: ahí está Sarmiento, comiendo solo. Groussac observa “toda esa regocijada fealdad, éxito fácil de los caricaturistas... Con un apetito de náufrago que muchos jóvenes le envidiarían”, Sarmiento engulle un fiambre de lechón. Horas antes, a propósito de la exposición de sus libros, Groussac lo ha llamado “ilustre huésped” (de Montevideo, se entiende); ahora, a propósito de las rebanadas de fiambre, lo llama “ilustre masticador”. El aspecto de Sarmiento, sorprendido en plena función alimenticia, es decididamente vulgar, “pero cuando por momentos el ogro para de masticar, un como reflejo de luz se difunde de la frente pensadora a las facciones ennoblecidas —trayendo el recuerdo de esos mascarones antiguos, de rostro mitad divino, mitad bestial”. Por fin aparece el rezagado amigo de Groussac y lo llama desde el patio; no bien Groussac baja la escalera, lo encuentra junto a Sarmiento. De tal modo es presentado al ex-Presidente argentino, que los invita a que arrimen una mesa a la suya. Ahora les toca a ellos despachar las susodichas rebanadas de lechón.

Sarmiento le causa a Groussac la impresión más favorable; es una impresión recíproca. Cuando se levantan de la mesa, como Groussac se aparta para encender un cigarrillo, oye que el “incomparable solista” se expresa amablemente a su respecto. Al día siguiente, en cuanto oye los pasos de Groussac en la galería, lo invita a compartir una pieza de recibo y trabajo que han dispuesto para él: “¡Entre el joven literato!”, le dice, y por la tarde van juntos a la Escuela de artes y oficios cuyos exámenes debe presidir Sarmiento. Esta visita, y otra que hacen juntos al nuevo manicomio de Montevideo, le permiten a Groussac contar algunas anécdotas sobre la sordera y la “locura” de Sarmiento. (...).

Sarmiento en el manicomio

Cuando visitan la Escuela de artes y oficios, Groussac nos cuenta que el objeto más trivial de la exposición estimula las extravagantes digresiones de Sarmiento. Sacando partido de su sordera, no para mientes en las explicaciones estentóreas del director, y recuerda al Niágara o a la Galería Borghese a propósito de la minúscula rueda de una artesa, o de una ánfora copiada de un pobre yeso napolitano. Después escucha con arrobamiento, el bastón acústico aplicado al oído, algunas composiciones clásicas que ejecuta la orquesta estudiantil, y todavía después, en su calidad de presidente de mesa, sobrelleva con ejemplar corrección tres horas de exámenes de geografía o de castellano, como si su teléfono le trasmitiera novedades de trascendental importancia. “El arte de aburrirse con dignidad —agrega Groussac— es el primer requisito del hombre público; y Sarmiento tiene treinta años de experiencia”. Por fin llega la gran atracción del programa, el anunciado discurso de Sarmiento, y Groussac le dedica dos páginas y media de elogios, no haciéndole demasiadas reservas. Más adelante, cuando recoja su diario en el segundo tomo del Viaje intelectual, en una nota al pie de página achacará a la improvisación periodística su “apreciación exagerada y lírica” de la mentada alocución. No importa: quod scripsi, scripsi, como hubiera dicho Groussac; por lo demás, y ya lo señala Borges en un artículo, Groussac fue siempre impreciso e inconvincente para elogiar; lo que traslucen extremadamente bien las páginas de su diario es la fisonomía peculiar de la disertación de aquella tarde, su apariencia, el discurso de Sarmiento como espectáculo en sí:

“No fue propiamente un discurso, sino una alocución familiar: un vagabundeo oratorio de indescriptible donaire y desenvoltura, con acompañamiento de mímica, muecas, golpes en la mesa y risas comunicativas...; un improvisado monólogo sobre todo cuanto puede ocurrírsele a un hombre de inmenso talento, que habla con completa posesión de sí mismo ante un auditorio dispuesto a aplaudirle, y con absoluta despreocupación de toda regla, u orden retórico de antemano meditado...; después de enlazar seriamente los merecimientos del coronel Belinzon, felicitaba al director de la orquesta estudiantil por haber elegido a un sordo como juez de los sonidos; remedaba a los ejecutantes y sus instrumentos, descargaba palmadas sobre la mesa; soltaba carcajadas, festejando sus propios chistes —creo que él mismo se hubiera aplaudido si el público no le quitara ese afán...”.

Y así como en la Escuela de artes y oficios se refiere motu propio al achaque de la sordera, en el nuevo manicomio de Montevideo a donde van a la mañana siguiente por iniciativa de Groussac, uno y otro, primero Groussac, después Sarmiento, aluden jocosamente a la famosa “locura”. No bien se detiene el carruaje, Sarmiento se precipita hacia un cantero recién regado, se inclina sobre las flores y comienza a lanzar gritos: “¡Los amarillos, sólo me faltaban los amarillos!”, buscando a una persona del establecimiento con quien comunicarse. Por fin aparece un guardián. Sarmiento repite “su grito destemplado y, en ese sitio, algo inquietante: Los amarillos, señor, hágame el favor... Unas plantas con raíz o por lo menos unas semillas... Felizmente —continúa Groussac—, no hay en ambas márgenes del Plata perfil más popular que el de Sarmiento; sería, pues, probablemente exagerado pensar que el empleado se creyó llamado a ejercer su oficio”. Sucede que Sarmiento está formando una colección de claveles y que le falta una variedad que acaba de descubrir en el nuevo manicomio uruguayo: el clavel con fondo amarillo, denominado “Sajón”. (...)

Cuando aparece el supuesto propietario de los claveles, Sarmiento les explica a todos in extenso la reproducción de la planta: “Los dedos endurecidos del ex minero copiapino se retorcían delicadamente; plegaba la punta de su pañuelo en forma de cáliz y corola; aparecían a su mente, más claros que a nuestra vista, sépalos y pétalos, pistilos y estambres, filetes que se desprendían de un tallo imaginario para venir a ser raíces de otras plantas invisibles, —resultando de todo ello una multiplicación floral rigurosamente conforme a las leyes científicas de las Mil y una noches... ”.

Avisadas por el médico que los ha invitado a conocer el manicomio, llegan una tras otra las hermanas de servicio. Cuando le proponen visitar el interior del establecimiento, Sarmiento responde: “Eso no, hermana, de ninguna manera: dicen que tengo alguna propensión a la cosa, y no sea que me parezca bueno quedarme allí”. Groussac se pregunta: “¿Cómo queréis que muerda la sátira o la mofa en esta personalidad excepcional, que se le anticipa y, curándose en salud, embota de antemano él posible y previsto epigrama?”. También admira que la voz de Sarmiento adquiere inflexiones de extremada urbanidad cada vez que se dirige a la madre superiora, y que se muestre afable y sencillo con todas las hermanas. En una nota al pie de página señala el contraste de esta actitud benévola con la que observará días después en su discurso de la Escuela normal, cuando contrapone a la filoxera de las escuelas religiosas importadas la obra civilizadora que llevaron a cabo en Montevideo las escuelas normales. Groussac atribuye esta aparente contradicción a lo que llama “inconsecuencia o inconsciencia” de Sarmiento, y que nosotros llamaríamos, entiendo que con mayor justicia, su sentido de la realidad, su percepción de los matices, que lo lleva a no pasar por alto las diferencias que puede haber en situaciones análogas y le permite adaptarse dúctilmente a ellas. ¿Por qué hablar, en efecto, de actitudes contrapuestas? Una cosa era, en 1883, que las monjas cumplieran en un manicomio con su deber cristiano de enfermeras, y otra que enseñaran de maestras sin un título que las habilitara para ello. La visita al manicomio termina con una visita a la torre de la capilla para contemplar el panorama de la cuidad y sus alrededores. La ascensión, que debe continuarse por una escala de mano, es peligrosa y casi impracticable para los setenta y dos años de Sarmiento'. “Allons done!, ¡éstos mocitos no saben lo que es un minero!”. Trepa efectivamente, sin ayuda de nadie, hasta la tribuna que domina la nave, y allí se detiene un momento, “no para descansar, sino para referirnos a gritos —de sordo— una anécdota enorme,, rabelesiana”. Ha olvidado a ¡as monjas que se hallan en el coro, desde donde pueden oír todas sus palabras. Groussac queda escandalizado, pero dice que producía “un efecto cómico irresistible la discordancia de la escena referida con el presente escenario, el contraste —escándalo aparte— entre el cuento narrado y la calidad del narrador.... que nos faltó seriedad para atajarlo”. Si la anécdota era de tal modo escandalosa, no hay falta de seriedad que valga. Por muy general y ex presidente que fuera Sarmiento, alguno de sus acompañantes pudo señalarle el coro donde estaban las monjas y después llevarse un dedo a los labios. Ninguno lo hace, y Groussac sólo consigue que la anécdota despierte nuestra curiosidad. Pensamos con nostalgia que hubiera podido contarla valiéndose de algún eufemismo... Pero Groussac no la cuenta. Nos cuenta, sí, que Sarmiento apenas detiene la mirada en el espectáculo y no tarda en dar la señal y el ejemplo del descenso. Nada ha visto. Groussac, en cambio, ha visto; ha visto “que el mar de lapislázuli se hincha blandamente a la brisa acariciadora, cual seno de mujer adormecida...”, etc. Acto continuo llega a la conclusión de que Sarmiento no es “paisista”. Si le preguntaran “qué dotes literarias fueron... negadas en absoluto a Sarmiento, designaría la visión luminosa y el sentimiento apasionado de la naturaleza”. Es verdad qué no faltan escritores que abren largos paréntesis sin mayor relación con el tema que tratan para detenerse en el paisaje, o que nos muestran paso a paso los distintos lugares en que habrá de transcurrir la acción de sus obras. Pero Groussac no piensa en Rousseau, Flaubert, Renán o Thomas Hardy, sino... en Théophile Gautier. (...)

La última palabra del arte

Como en todo relato clásico, no varían el punto de mira y el observador. Groussac reflexiona sobre Sarmiento desde antes de serle presentado, aprovecha cuanta ocasión se le ofrece para acompañarlo, y hasta después de una breve ausencia a Buenos:Aires motivada por los preparativos de su próximo viaje a Europa, vuelve justo a Montevideo para asistir al discurso que Sarmiento pronuncia en la Escuela normal de mujeres y con el cual termina su estadía en el Uruguay. En suma, vemos a Sarmiento en todo instante por los ojos de Groussac, y no deja de ser curioso que su imagen de Sarmiento no coincida con la nuestra, fundada en las nociones que nos ha procurado el mismo Groussac. Ello se debe, repito, al talento, a la veracidad, a la malignidad de su pluma. Como afirma en una nota al pie de página de “Sarmiento en Montevideo”, se cuida de “omitir en el retrato los lunares y arrugas que completan el parecido”, y lo afirma a propósito de que Sarmiento lo ha sacado del hotel para llevarlo hasta el escaparate de una galería de cuadros donde se exhibe una marina; el autor del cuadro ha pegado en el borde de las olas, a manera de espuma, escamas de nácar. Sarmiento exclama, extasiado: “¡La última -palabra del arte!” Y entonces Groussac nos cuenta que tres años después, como lo fuera a visitar a su casa de la calle Cuyo, lo encontró embadurnando con colorines “naturales” una figura de yeso. “Le he puesto la vida que le faltaba”, repetía Sarmiento. Lugones también, pero en un tono muy distinto, se refiere a una Venus de yeso bronceada por Sarmiento. ¡Cómo nos hubiera gustado conocer el espacioso zaguán de su casa de la calle Cuyo, decorado con frescos pintados por él mismo que imitaban el vestíbulo de la casa de Livia, en Roma, reproducido en una lámina de la primera edición de la Historia romana de Duruy!; y el tercer zaguán que daba al último patio: allí trabajaba Sarmiento en las noches de verano, alumbrándose con dos velas defendidas del viento por dos altos fanales que habían pertenecido al general Lavalle; detrás del jardín, Sarmiento había pintado en la pared del fondo dos palmeras con el objeto de dar mayor amplitud a la perspectiva. A Groussac no lo emocionan estas pueriles ocurrencias de Sarmiento. No percibe que guardan relación con una suerte de inocencia, de entusiasmo juvenil, de pujanza, de salud física y moral que fluyen por el hondo caudal de su prosa. (...).

Por fin llega la tarde en que Sarmiento pronuncia su discurso en la Escuela normal de Montevideo. Es notorio que habrá de explayar en ese discurso sus conocidas ideas liberales, atacando de pasada los avances del partido clerical que ya se dejaban sentir en el terreno educativo. Será, además, un discurso leído, lo que prueba la importancia que su autor le atribuye y su designio de darlo a la publicidad. A Groussac, que está junto a Sarmiento en el estrado, le satisface tan poco escuchado como leído, porque Sarmiento, una vez pronunciada su alocución, le entrega las cuartillas para que les eche una ojeada antes de darlas a la publicidad. Groussac vuelve al hotel y se ocupa “meritoriamente” en señalar con lápiz y ad referendum algunas correcciones y muchas supresiones, pero a las 8 de la noche se presenta un empleado del diario y le dice que dos o tres amigos del general han quedado en reunírsele después en comité de lectura y que el general está comiendo en la Confitería Oriental. Allí va Groussac y le hace llegar el manuscrito con unas líneas poniéndose a sus órdenes si es cuestión de encerrarse a solas y examinar el manuscrito entre los dos. Sarmiento le contesta en el mismo pliego, y vale la pena transcribir su contestación. Cinco años después, Groussac pondrá algunas de estas líneas como epígrafe a su artículo necrológico sobre Sarmiento:

“Estoy comiendo y no puedo moverme. He oído el parecer de damas que son jueces en materia de gusto y oportunidad y hallan que suprimiendo adjetivos que se refieren al aseo (de las monjas) y por lo tanto son (ilegible), todo está hecho. Primera y segunda parte, corregibles ad libitum. Lo de la filoxera, atenuado, voila tout. Pero la batalla está engagée, y un general de la República no retrocede: peor sería el no darla y darse por vencido. A las nueve lo espero, si acepta”.

Groussac acepta, naturalmente, y hace notar que Sarmiento admite sus correcciones y supresiones con notable docilidad.

¿Cuáles serían?

El texto expurgado aparece en La Razón de Montevideo, pero Groussac hace constar que ninguno de sus cambios figura en la copia que publica El Nacional de Buenos Aires y que reproduce las Obras de Sarmiento. En su discurso, Sarmiento comienza enumerando las vicisitudes de un hombre público del otro lado del Plata. Por haber tenido la desgracia de hablar mal de Rosas, él fue declarado loco durante más de cuarenta años. Tiene que agradecer a la presente administración del país el que lo haya reintegrado a su condición de hombre cuerdo y hace notar de paso que el general Paz, su tan admirado amigo, contrajo en la prisión el vicio de la borrachera, del cual sólo pudo curarse después de recuperar la libertad, cuando ya el cuerpo estaba decrépito. En cuanto a él, Sarmiento, no en vano es un hombre público: el lunes sin falta tendrá que volver al teatro de la lucha, Buenos Aires, dispuesto a encorvar la espalda bajo el látigo de los diarios políticos católicos, que de cristianos tienen poco. A continuación sale como de costumbre en defensa de la mujer; habla de la condición miserable de las indias en Sudamérica, de la mujer en Europa y en América del Norte, y después vuelve a Sudamérica para detenerse en el Uruguay. A propósito del aspecto un tanto zafio de las monjas, que nunca han frecuentado el mundo y nada saben de atractivos sociales, alude indirectamente a su falta de aseo recordando el ungüento de nardo de María de Betania. Jesús no ha predicado jamás el ascetismo, ni la privación de los goces legítimos y aún artísticos. “Os recomiendo, niñas mías, el uso de agua de Colonia y mucha agua de lavanda. Es cristiano”. Nadie niega que cuidar enfermos sea un acto de caridad cristiana, pero no se enseña matemáticas como se reinaba en otros tiempos “por la gracia de Dios”. Y entonces se refiere por dos veces a la filoxera, esa peste que amenaza con dejar el mundo triste, acabando en Francia con el burdeos y el champagne. Aquí la filoxera nos viene de Europa y sobre todo de Irlanda en forma de congregaciones religiosas que ya en Buenos Aires se están apoderando de la educación. Hay mil hermanas en ignorancia, y estas hermanas reemplazan a las niñas que se han graduado de maestras y han recibido un diploma de capacidad. “¡Preservad al Estado Oriental de esa plaga!”. En resumen, un discurso franco, valiente, inteligente, risueño y que tiene, por añadidura, el mérito de la brevedad. No acertaríamos a comprender en qué se basa Groussac para juzgarlo con tanta acritud si no conociéramos la mezcla de admiración y exasperación que le causa Sarmiento. En su afán de disminuirlo cuenta rasgos que a él, Groussac, lo ponen un poco en ridículo. Hasta nos hace gracia que publique en Buenos Aires su discurso tal cual lo dijo en Montevideo, sin prestar atención a las prudentes correcciones de Gruossac. (...).

Como lo anunció en su discurso, Sarmiento tiene que estar el lunes de la semana próxima en Buenos Aires. El día antes ocurre un incidente que Groussac refiere y condena, y que también le conquista a Sarmiento las simpatías del lector (en todo caso, las mías). Varios amigos, entre los cuales está Groussac, lo despiden con un almuerzo, y durante el almuerzo comentan la muerte repentina de un médico uruguayo, viejo e íntimo amigo del obsequiado. Hablan en voz baja, temiendo que Sarmiento no esté aún enterado de la noticia, y esperan que. en cuanto la conozca, les anunciará la suspensión del viaje para asistir a las exequias de su amigo. Pero Sarmiento conoce la noticia, y no está dispuesto a suspender su viaje. Ante el silencio estupefacto de todos, dice Groussac, saca un papel y se pone a leerles unas líneas que mandará a los diarios a modo de despedida epistolar. En ellas cuenta que esa mañana, como fuera a la casa de su amigo médico a despedirse “y a tomar mi porción de bananas del patio”, vio un crespón en una puerta entornada “que debía ser la del doctor Méndez”. Cuando le anuncian que acaba de morir se retira sin querer entrar y vuelve en silencio a seguir sus preparativos de viaje. Otra frase de la carta: “...continuaré observando religiosamente en memoria suya el régimen que como médico me había prescripto...”. Dice Groussac: “No faltan allí quienes admiran ese in memoriam a lo romano... de cartón”. ¿Por qué no admirarlo? ¿Es posible tener algún comercio con los muertos que amamos en esas ceremonias tan exteriores y poco gratas como son los velorios y los entierros? Sarmiento, hombre de setenta y pico de años, después de haber pronunciado tantos discursos fúnebres en su vida, deja por una vez al pasado la misión de enterrar a sus muertos. Su amigo está más allá de la Estigia, en el reino de las sombras, y a él lo reclama el presente. Necesita volver a Buenos Aires para proseguir su lucha en favor de la educación laica. Groussac oye que alguien murmura a su lado: “Así es Sarmiento; nunca quiso a nadie...”.

Y este juicio le trae a la memoria otro idéntico que ha oído durante un entreacto del congreso pedagógico. Nosotros, en cambio, recordamos muchas páginas famosas de su obra, y muchas, muchas anécdotas de su vida que demuestran hasta qué punto ese hombre tan vigoroso podía ser delicado y sensible. Recordamos la narración conmovedora de sus últimos días que hace Martín García Mérou, en los cuales no pierde ni por un instante la jovialidad, y a propósito de la ley de educación laica que lo lleva a volver a Buenos Aires y no demorarse en Montevideo para asistir al entierro de su amigo, recordamos la postrer recomendación que hace a los suyos y que Lugones califica de testamento estoico:

“Yo les he respetado sus creencias sin violentarlas jamás. Devuélvanme ahora ese respeto. Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte. No quiero que una debilidad pueda comprometer la integridad de mi vida”.

Entonces nos decimos, sin más: “Así es Sarmiento”.
 

José Bianco . ®
 

José Blanco
Habla nacido en 1909. Tenía, ahora lo pienso, la edad que aparentaba en su discreta conformidad con el mundo, en su cordialidad, en el elegante buen humor. Una Argentina culta se reflejó en él, en sus gustos, en su actividad mantenida, en su obra breve pero ejemplar (Las ratas, Sombras suele vestir, La pérdida del reino y varios ensayos no recogidos en libro).
Vio morir a Victoria Ocampo, a María Rosa Oliver, a Frida Schultz de Mantovani, sus amigas, y vio morir a Sur, en gran medida su obra.
Vio morir una época de abundancia cultural y un estilo que marcaba muchas cosas, amistades, lealtades, gustos, propósitos. Junto a todo esto quienes lo conocimos y quisimos seguiremos agradeciéndole el buen sabor de sus ocurrencias, su infinito anecdotario —contado por él y vivido con él— y seguiremos agradeciéndole su ejemplo de gran señor entre las contradicciones y las torpezas del mundo, benevolente, comprensivo, memorioso.
Ida Vítale

 

José Blanco
"Jaque" Revista Semanario - Año III Nº 124

Montevideo, 7 de mayo de 1986

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 12 de mayo de 2017, se agrega foto y video.

Twitter: https://twitter.com/echinope / email: echinope@gmail.com / facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce 

 

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