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Un fracaso lamentable
Cuento de Diego Bermani

Temas tabú

 

Existen problemáticas de la vida humana que a las sociedades les cuesta hablar. La literatura, en este sentido, ha sido la que siempre dijo algo ahí donde se hace silencio Bermani, con frescura y destreza imaginativa, aborda en este cuento uno de esos temas. que nos cuesta exteriorizar.

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

Información preliminar. En mi ciudad, como en todas las ciudades supongo, hay un centro de atención al suicida. El centro se encontraba, y creo que sigue estando allí, detrás de la capilla de Santa Rosa de Lima. Al menos hasta hace un año esa era su ubicación: en la calle me dieron un folleto en el que te invitaban a ser voluntario y pude ver que la dirección era la misma. Luego le perdí el rastro a ese cuarto de dos por dos con apenas unos estantes, una mesa, una silla y un teléfono; nada más. Bueno, se hace lo que se puede. Un sólo teléfono para toda una ciudad. Supongo que en Río Cuarto nunca ha habido mucha demanda a este respecto, y si se lo piensa un poco, esto es muy triste, ya sea porque son pocos los que tratan de matarse o porque sencillamente no piden ayuda; no sé qué es peor. Ciento sesenta mil almas, y el primero en comunicarse se gana un viaje a la puerta de calle para mirar el cielo. Yo sé todo esto porque estuve ahí. Una vez una amiga me pidió que la acompañara a ese lugar porque necesitaba buscar información.

 

Fui con un cuchillo hasta el teléfono y marqué el número de la línea de ayuda al suicida (nunca mejor dicho). Escuché que llamaba. Quería quitarme la vida, acabar con todo, pero no tenía el valor para hacerlo, entonces pensé que si un alma iluminada y caritativa empezaba a hablarme muy al oído del amor de dios y de lo valiosa que es mi vida para el mundo, sentiría tanto asco que podría cortarme las venas; por eso llamé. Llamé al teléfono de la esperanza para que me ayudaran a matarme, porque solo no podía hacerlo. Descolgaron el receptor y habló la voz de un hombre. Acto seguido, con convicción, pero muy tranquilo, dije:

 

-Tengo un revolver y voy a matarme. Tiene cinco minutos para convencerme de no hacerlo. Ahora no hablaré más.

 

Por supuesto, era mentira que tenía un revolver, en mi mano descansaba un cuchillo de cocina común y corriente, pero él no tenía modo de saberlo, y además, daba mayor dramatismo a la escena. Empezó a hablarme y le temblaba un poco la voz. Yo mantenía el pico cerrado. No me hubiera gustado estar en sus zapatos. Sin embargo, a pesar de todo, se notaba que en verdad quería ayudarme. Para mi sorpresa me encontré del otro lado de la línea con un hombre de verdad. Cómo terminó en ese lugar, sólo dios lo sabe. Yo había imaginado que se pondría al teléfono una vieja chupa cirios o algo por el estilo. No tuve el valor, ni la crueldad, de cortar, y me quedé escuchándolo. He olvidado las cosas que me dijo, las palabras exactas, salvo que en ningún momento mencionó la palabra "dios" ni nada parecido.

 

No me dijo nada de otro mundo, simplemente trataba de evitar los silencios prolongados, así que decía más o menos lo primero que le venía a la mente, de la mejor manera que pudo expresarse. Naturalmente dijo algunas tonterías, y creo que se dio cuenta. Pero eso estuvo bien. Si mi llamada hubiera sido una prueba de sus superiores para medir su desempeño, hubieran quedado muy complacidos. Yo lo habría hecho mucho peor, sin lugar a dudas. Del otro lado había un hombre simple y auténtico; alguien mucho mejor que yo. Me dio mucha pena haberle mentido de ese modo. Cuando pasaron los cinco minutos le dije que me había abierto los ojos, que me había salvado la vida (y de alguna manera era cierto) y que ya no deseaba matarme. Igual me hizo prometerle como cien veces que no me pegaría un tiro, cosa que hice encantado. Para ese entonces, después de esos interminables cinco minutos, hasta me pareció oírle bailar en una pata. Nos despedimos y ambos colgamos el auricular. Luego, extrañamente, no me sentí tan mal. Pero, en realidad, debería haber estado muy triste. Nunca conocí a aquel hombre, y creo que nuca lo haré. Me lo imagino gordo y canoso, de facciones duras y sin embargo bondadosas, sin barba, no usa anteojos.

 

Consuelo.

 

Quizás, esa misma noche, mientras él hablaba conmigo, alguien trataba de comunicarse, alguien que realmente buscaba ayuda y que quería que lo detuvieran, y al no poder hacerlo terminó matándose. Quizás yo soy un asesino. Pero en esta ciudad repugnante y atrasada semejante convergencia de acontecimientos es muy improbable.

Diego Bermani
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
24 de octubre de 2010

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