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El milagro
Cuento de Diego Bermani

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

Yo soy un cerdo. Siempre lo he sido. Mi vida transcurría tranquilamente en el chiquero, y me gustaba esa vida, aunque es cierto que no conocía nada más. Vivíamos allí yo y mis hermanos, y el amo nos trataba bien: no dejaba que nos faltara el alimento ni el agua. Viví muchas semanas así, y podría haber continuado de esa manera durante muchas semanas más, con toda seguridad hasta mi muerte. Pero hubo una vez... Pasó algo: la hija del amo, en ese entonces apenas una muchacha de diecisiete años, no más, delgada y pálida, y que yo sólo había visto en un par de ocasiones, pasó corriendo junto a nuestro corral. Corría con cierta desesperación me arriesgaría a decir, con toda su juventud, como huyendo de algo, aunque nada corría detrás de ella; alcancé a notar, en lo poco que duró aquello, que llevaba un collar blanco apretado en la mano derecha y que salía agua de sus ojos; yo aún ignoraba lo que era una lágrima, no sería por mucho tiempo más. 

Cuando llegó al extremo del corral iba demasiado pegada a la cerca y sucedió que, y esto es lo importante, el collar se enganchó con uno de los postes, el hilo se cortó y las cuentas salieron despedidas del extremo de su mano y se esparcieron sobre la tierra, se derramaron dibujando un abanico en la dirección en que ella huía, o, lo pienso ahora, quizás no escapaba de nada porque sabía que era inútil, y su carrera desesperada, incontenible, era una extensión, una parte más de su llanto. 

 

A pesar del leve tirón que sintió en su brazo no se detuvo, pero yo no la vi alejarse, porque de las cuentas del collar que acababa de romperse, y que cayeron dibujando un abanico que se abría alejándose de mí, de todas ellas, una, una sola, describió una parábola desapareciendo momentáneamente dentro del sol, y cayó, sin hacer el menor sonido, de este lado de la cerca, unos pasos delante de mí, en el lodo, dejando una leve impresión, como un nido. Era una esfera blanca de brillo nacarado, muy pequeña: una perla. Esto, su nombre, lo supe algún tiempo después. Me quedé mirándola; nunca había visto nada igual. Estuve largo rato así, mirándola en silencio, completamente inmóvil, y entonces, de pronto, me embargó una emoción muy fuerte y desconocida para mí, de pronto me costó respirar, temblé, sentí que mis músculos se desprendían de mis huesos: me conmoví. Y lloré. Por primera vez en mi vida lloré. Ese día conocí la belleza. Desde entonces estoy llorando dentro de mi corazón un llanto interminable, inconsolable.

 

Aquel día no me atreví a moverme de su lado, no sé, tuve miedo de que se desvaneciera, que si llegaba a voltear la mirada por un momento, cuando volviera a querer verla, cuando tratara de volver a posar mi alma en su brillo líquido, ya no estaría, se habría ido. La noche me encontró junto a ella, aterido; hacía horas que mis hermanos dormían. Hubiera deseado no tener que dormir, hubiera deseado no tener tanto frío. Finalmente caí rendido de cansancio ahí mismo; rendido, derrotado, vencido... sentí que esas palabras tenían mucho que ver con lo que empezó ese día, ya no me separaría de ellas. Me eché en el barro, hundí mis mejillas ardientes entre mis pezuñas, y me dormí; Orión estaba en el cénit.

 

Esa noche soñé que la miraba. En el sueño estaba tirada frente a mí, ligeramente hundida en el barro, y eso era todo. La noche siguiente el sueño volvió a repetirse, y la noche siguiente a esta,  y el resto de las noches. Se ha convertido en mi único sueño, y ya no he vuelto a dormir sin soñar. Siempre es el mismo, sólo una imagen, como estar parado frente a un cuadro, pero a veces, en algún punto de la noche, sin motivo aparente y siempre de manera inesperada, ocurre que todo lo que está a su alrededor se cae, se destruye, desaparece, y sólo queda ella suspendida en el centro de una oscuridad perfecta. Es una visión muy pacífica, y no obstante, con una carga de quietud insoportable, como la contemplación de un mundo extraño pero posible, oculto en la inmensidad del cielo estrellado. Como un planeta cubierto por una espesa capa de nubes de polo a polo, como una estrella tenue, como un sol blanco. En el preciso instante en que cierro los ojos y me duermo, el sueño viene a verme y se queda conmigo hasta el amanecer; me gusta pensar que me toma de la mano. Desde que la vi no ha pasado una sola noche sin que sueñe con ella. Nunca hay descanso para mi corazón, sin embargo ni los muertos duermen tan bien.

 

Los días que siguieron fueron los más felices de mi pequeña vida. No hablo de carcajadas, ni de una desbordante alegría, ni de placeres intensos, ni de un estado de ánimo festivo. No era esa clase de felicidad. Hablo de sonrisas, protegidas, rodeadas de silencio; hablo de paz y de una inmensa sensación de consuelo. Hubo paz en mis días. Tuve paz. Una paz que parecía llenar y surgir de todas las cosas. De una piedra, de la visita momentánea de un insecto, de la línea misma del horizonte, derramándose fulgurante. No hablo de orgasmos, sino de caricias. A una felicidad de esa clase me refiero. Fueron días blancos y callados, algo semejante a cuando nieva de noche.

 

A veces daba lentos paseos a su alrededor. En algunas ocasiones, durante esos paseos, sucedía que mi modesta felicidad se abandonaba a breves raptos de euforia, y hubiera querido bailar, efectuar una danza, y eso hubiera hecho si no fuera por mi cuerpo obeso y carente de gracia que, con gran esfuerzo, sólo conseguía traducir esa emoción en unos míseros saltos como de cabra, y desde el extremo opuesto del chiquero los otros cerdos se reían de mí. Otras veces me echaba muy cerca de ella como había visto alguna vez echarse a los perros frente a la puerta de entrada de la casa del amo, todo a lo largo, con la cabeza cómodamente hundida entre las patas delanteras extendidas hacia la puerta, la panza pegada a la tierra y el hocico casi tocando el zócalo. Algunas veces, hallándome en esa posición, encadenaba potentes gruñidos que deseaban ser una canción, pero que los demás confundían con un lamento. Una vez tracé un círculo a su alrededor como si fuera el foso de un castillo.

 

Estas conductas resultaron desconcertantes para los pobladores del corral. Mis hermanos no pudieron comprenderme. También es cierto que no supe ofrecerles mi felicidad. Es curioso, pero mientras escribo aquí estas dos palabras tan simples, o cada vez que las pronuncio en mis pensamientos o en voz baja, no puedo evitar sentir ternura. Mis hermanos. Mis semejantes. Ya no se me acercan ni hablan conmigo. Estoy solo. Ellos me miran de un modo extraño y se murmuran cosas al oído para que yo no los oiga, y se apartan de mi lado como si fuera un motivo de vergüenza, incluso mi madre que alguna vez pensó devorarme (esto fue cuando acababa de parirme) mantiene la distancia, pero yo los quiero de todos modos. A todos ellos. Desde el más pequeño al más grande. A las crías que apenas se despegan del suelo y no paran de corretear por ahí y a las cerdas obesas que se quedan echadas gran parte del día. A los que aún son adolescentes y al viejo padrillo. Los quiero más que nunca. Y es casi un dolor. Entonces fue que perdí el apetito y adelgacé considerablemente. Ahora soy un cerdo enfermo aislado de los otros cerdos, al menos ese es el trato que recibo; y sólo pienso en el fondo del mar: así paso las horas en mi celda. Con el tiempo he adquirido el hábito de, varias veces al día, y especialmente cuando hay tormenta, arquear el cuello hacia atrás y mirar al cielo. A veces me lamento por no habérmela metido en la boca cuando fui trasladado aquí, entonces podría haberla depositado en un rincón y todavía estaría conmigo, pero en ese momento ignoraba que ya no podría volver.

 

Estoy abandonado en una celda. Mi mansión. Su bóveda de viento, sus escaleras de noches estrelladas, su mesa de silencio, sus columnas de lluvia, su dulzura de alambre, sus jarrones de moscas, sus ventanas de árboles, sus galerías de huesos. Yo no soy especial. Sentado a la mesa de silencio suelo sorprenderme diciendo algo, una línea.

 

-Pero yo soy un cerdo, cabalmente un cerdo, y sin embargo la vi, verdaderamente la vi.

 

Y me dan ganas de llorar aunque no siempre puedo hacerlo. Y no hay respuestas. Y me voy debajo de la mesa, me escondo, y siento el olor de la tierra. Desde aquella mañana, del accidente del collar y la muchacha, ella es todo lo que veo. Aún hoy, que hace tiempo que la perdí, no sé cómo, tal vez la pisaron y se hundió en el barro, o quizás la arrastró una lluvia nocturna, no lo sé; aún hoy sigo viéndola en mi mente como la vi aquel día. Sé que jamás dejaré de verla. Ella será mi último pensamiento cuando el cuchillo entre en mi cuello, y en medio de terribles chillidos, deje caer toda mi sangre por el borde de la herida dentro de un alegre e inocente balde de metal.

Diego Bermani
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
19 de setiembre de 2010

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