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El diablo
Cuento de Diego Bermani

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

La casa estaba vacía. Parecía enorme. Tenía toda la casa para mí y mis pensamientos. Una casa vacía. Paredes opacas. Paredes blancas cubiertas de manera parcial por el mobiliario correspondiente a cada espacio. Paredes de treinta centímetros de espesor. Las interiores son sólo de quince. Podés desaparecer dentro de una pared. Irte a otro mundo. Dar un paseo o rendir cuentas. Podés convertirte en un pájaro. Alguien llegaría y, al abrir la puerta, se llevaría las manos al rostro con las palmas hacia delante para protegerse y un ave saldría de la casa rozándole el cabello y se escondería en la inmensidad del cielo. Personas perdidas. Afiches pegados en postes. Falta de su hogar desde el día... Podés desvanecerte en el aire, o no. Pero ellos no lo saben. Es como estar muerto. Podés elegir no atender el teléfono y la puerta, mantener las persianas bajas. Hay un silencio de perros dormidos y luces encendidas, y también de peces que claman por ser alimentados. 

 

Me gusta sentarme en el piso. Si en una habitación a oscuras encendés una vela frente a un espejo y llamás al Diablo, éste aparece. Cuando tenía doce años -entonces vivía en el barrio Alberdi- solíamos juntarnos a la noche los chicos y las chicas de la cuadra a contar historias de terror en el paredón de una casa al que no llegaba la luz del alumbrado público: dos grandes y bellos árboles bloqueaban la luz; y en el cual nos apretujábamos, durante una hora o dos, más divertidos que asustados. Recuerdos que se restriegan los ojos sentados al borde de la cama todavía tibia. En la isla de la sombra del árbol. Recuerdos que tienen el pelo revuelto y la mirada perdida. Llegar a la isla caminando sobre un océano de veredas. Los ejes normales a las pupilas yacen paralelos entre sí. Hacen foco en el infinito. Sentarse entre Belén y Marcos. Recuerdos que vuelven en sí. No demasiado lejos de la costa. Pasean la mirada por la habitación en la que acaban de despertar. Recuerdos que tienen los hombros maravillosamente fríos.

 

Entré al baño y cerré la puerta tras de mí. Un espacio pequeño y acogedor, de planta rectangular de un metro y medio por dos. Encendí una vela, una vela ordinaria, de ésas que vienen en paquetes de cuatro, blanca, alta como una lapicera y del grueso de un pulgar, y la fjjé sobre el lavado con su propia cera. Apagué la luz. El punto sin retorno. Un avión volando sobre el mar. No pronuncié ninguna invocación. La escena era más que evidente; no se había ido la luz ni yo salía de bañarme. Y no es que tenga suficiencia para pronunciar invocaciones, todo lo contrario, me habría sentido ridículo. Y me hubiera dado mucha pena ensuciar el silencio que con tanta humildad irradiaban loe perros y los peces. Los perros, desde sus cuerpos calientes bajo una manta de luces encendidas. Una manta o un buzo viejo. Los peces, desde sus ojos negros y sus bocas inquietas. Es cierto, tengo un sentido de la aventura un poco enfermo. Les concedo eso.

 

Ante el espejo permanecí en silencio. La iluminación desde abajo. Los pómulos hunden en sombras los ojos. Los bosques de las cejas dejan una mancha difusa sobre la frente. El cuello resplandece. Historia del arte. Clases de dibujo. La llama casi no se movía, ya que no había corrientes de aire, y sólo manifestaba un leve temblor debido, principalmente, al pequeño caos de la combustión y, en menor medida, a delgadas celdas de convección que ella misma generaba en el cuarto. En la base y abarcando el ancho del espejo había una tabla de madera a modo de estante que sobresalía once centímetros de la pared. Este detalle, mi altura, la distancia que me separaba del espejo y lo alto que estaba éste, quisieron que la vela no tuviera su doble correspondiente dentro de los límites del mismo. Otro observador, mucho más alto que yo, no habría estado de acuerdo.

 

Esperé. Esperar. Esperanza.

 

La luz se me metía en el pecho, me atravesaba sin dificultad, pero no podía sentirla. Se detenía bqjo la piel de mi espalda, se acumulaba indiferente, y desde allí disparaba una oscuridad, una oscuridad que surgía de la superficie de la espalda como vapor o niebla, y sumía en tinieblas la puerta, la pared y parte del techo detrás de mí. De un momento a otro, sobre uno de mis hombros, cualquiera de ellos, se asomaría una cabeza subiendo desde la espalda, como un sol que surge detrás de una duna. Amanece en el desierto. Una cabeza con un rostro humano, horrorosamente flaco, con la boca abierta llena de oscuridad. La boca parece pronunciar un "oh" entonando un lamento mudo. Entonces, sobre el otro hombro, se posaría una mano gris de grandes garras negro azuladas. Más desesperada que amenazante se aferraría con fuerza, lastimándome. También era posible que tomara la forma de un animal. Imaginé la cabeza de un cerdo jabalí de colmillos radiantes emergiendo abruptamente de las sombras. Sobre un lienzo negro dibujé con los dedos la cabeza de un carnero con unos cuernos grandes, retorcidos y hermosos. Un poco más lento. Primero sentiría algún movimiento detrás de mí, en la oscuridad. Seguido de esto creería escuchar un sonido muy débil, o una serie de ellos, irregularmente espaciados, contrayéndose hacia el final: una respiración o ropa frotándose contra sí misma. Quizás una larga túnica que es arrastrada por el piso. Luego se dejaría ver.

 

Algo moviéndose en el cuarto, aunque no hiciera ningún ruido, inevitablemente generaría una corriente de aire y la llama de la vela se inclinaría en alguna dirección. No quise apartar la mirada del espejo y traté de adivinar cualquier variación de la llama en las sombras que ésta proyectaba sobre mi rostro. Yo era un centinela custodiando una puerta, un viajero ante los muros de una ciudad extraña, alguien en una cueva sosteniendo delante de sí un encendedor. Si el cuerpo de mi invitado fuera muy grande o el movimiento muy violento, la corriente podría apagar con facilidad la llama. Un escalofrío ágilmente trepó por mis vértebras. Sentí miedo y pensé en salir de allí, pero no quería darle la espalda al espejo, al hueco en la pared, porque eso es un espejo, un hueco en una pared. Sí, cuando éramos niños teníamos razón, aunque nos gustara mirar detrás de ellos. Un hueco estúpidamente simétrico, un juego de descubre las diferencias que sólo ganan los que leen la inscripción de la remera o los que notan que el reloj del otro está en la muñeca derecha.

 

El otro ni siquiera es humano. Yo he descubierto su secreto: tiene el corazón del lado derecho. Así que, no te confundas. ¿De qué lado tienen el corazón los animales? Por ejemplo un perro. ¿Y un pez? ¿Dónde debo apoyar mi oído? Dentro de un sueño tampoco se puede leer. Al darme la vuelta y querer alcanzar la puerta podía toparme con una presencia dentro del baño en lugar de descubrirla en el interior del espejo. Eso era lo que más me aterraba. Logré dominarme y no me arriesgué a un encuentro de esas características, sino que permanecí inmóvil sintiendo todos los nervios del cuerpo rígidos y duros como dolorosas vigas de cemento que apuntalaban mis músculos y mis huesos. Durante unos minutos esperé que la luz se extinguiera dejando al baño en una noche absoluta, pero la llama siguió ardiendo inconsciente de su fragilidad. (Un espejo más.) Poco a poco me fui calmando. El miedo retrocedió gradualmente hasta desaparecer. En otros ámbitos de la casa reinaría la luz, pero pensar en eso era como hacer suposiciones acerca de un planeta del otro lado del universo; no tenía sentido. Aunque desde que entré nada había ocurrido, todavía esperé un poco más. Me daba pena tirar a la basura esos minutos de terror vividos segundos antes. La paciencia se cuenta entre mis virtudes. Mientras tanto el Diablo se mantuvo invisible. Más lento. Conteniendo la respiración detrás de la cortina de la ducha. Sentado sobre una remera blanca como en el fondo de un pozo, llorando suavemente en el cesto de la ropa sucia, mirando hacia la tapa; la remera tiene en la parte de adelante el nombre de un supermercado. En la desolación del techo, espiándome a través de la hélice del extractor. Finalmente dejé de engañarme y salí al pasillo: Él no vendría. Habían pasado diez minutos a lo sumo. Allí, en el pasillo, estuve a punto de largarme a llorar de rabia; me sentí despreciado. Cada instante fue una promesa rota. En el espejo sólo estaba yo.

Diego Bermani
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
21 de febrero de 2010

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