Semillitas
María Cristina Berçaitz

Cuando el doctor le sacó el centenar de finas agujas del dorso de su mano derecha para colocar esas pequeñas, negras y redondas semillas chinas, no pensó que las mismas, cubiertas por la gaza protectora y activadas por la humedad de su piel, desarrollarían sus raíces que, penetrando por los minúsculos intersticios abiertos por los punzantes aceros, se enredarían en las terminales nerviosas de su mano.

Poco a poco fue sintiendo su brazo entero adormecido y el dolor de su hombro se transformó en un recuerdo borroso y lejano.

Recuperó su sonrisa canosa y hasta pudo dormir plácidamente.

Apenas tres semanas habían transcurrido cuando la gaza se desprendió una mañana luminosa empujada por una pelusa verde y tupida. Sin embargo, el efecto anestésico que lo separaba de aquel dolor punzante y permanente, le impidió ocuparse, por el momento de ese extraño y verdoso vello.

La inquietud surgió cuando dicha pelusa comenzó a crecer y a definirse troncos y hasta hojas en la misma.

En su trabajo, sus compañeros lo miraban con recelo y temor ¿no sería contagioso?

Poco tiempo después, las raíces, siguiendo su curso dictado por la naturaleza que a veces es caprichosa, aparecieron en la palma de su mano, primero como baba persistente y luego como transparentes cabellos que se enredaban en el teclado de la computadora cuando intentaba accionarla, cosa que le entorpecía bastante el desarrollo de sus tareas.

Su sorpresa llegó aquel atardecer cuando, en el momento del baño habitual, escuchó risas alegres y despreocupadas y percibió en el bosquecillo, la presencia de cinco chinitos vestidos de blanco impecable que, desnudándose y cantando aprovechaban las gotas tibias de la lluvia para bañarse a su vez, o nadaban en los charcos formados sobre su mano nervuda.

A partir de ese instante comenzó a vivir un extraño calvario, sus amigos y hasta la gente desconocida, comenzaron a huir ante su sola presencia, incluso en los medios de transporte.

Tratando de ocultarlo cubrió su mano con un guante, luego, ante el desarrollo de su bosque tuvo que utilizar vendas. Intentó también cortar los troncos, esbeltos y dorados, pero el dolor que sintió fue tan intenso que no lo pudo llevar a cabo ya que el solo tocar las hojas le producía una cosquilla deliciosa, como si acariciara su propia piel, tal era la sensibilidad.

Todas las mañanas observaba y medía  esa extensión verde hasta que advirtió que crecía peligrosamente acercándose a su muñeca.

Fue en ese momento en el que tomó una drástica decisión y, dirigiéndose al garaje de su casa, descolgó la vieja y afilada hacha de su padre que ya casi había olvidado su oficio y partió hacia el campo.

Eligió, en ese día espléndido, un alfalfar en el cual su bosquecillo pudiera  desarrollarse saludablemente pues, debía admitir que, a pesar de todo, se había encariñado con él, con los troncos dorados, el follaje transparente y los chinos vestidos de blanco.

Bajó de su automóvil y, hacha en ristre, caminó, sorteando el alambrado de púas, hacia el centro de la extensión verde y violácea.

Se agachó, apoyó su mano en  tierra, levantó el arma y, antes de asestar el golpe que cercenaría dolorosamente su extremidad,  notó que las raíces se hundían entre los terrones, en los surcos trabajados.

Se acercó entonces  para observar, por última vez, eso que había cambiado tanto su vida y, con sorpresa vio surgir de entre las hojas pequeñas una mariposa, pero no una isoca blanca y amarilla como tantas que había visto, sino una mariposa azul, de las que sólo encontraba en los libros de texto en la lejana época de su infancia, cuando curioso buscaba identificar aquellas que había cazado y colocado, pinchadas con alfileres, sobre un secante grande y celeste, similar al cielo, donde permanecían en dolorosa expiación.

La mariposa azul se desplazaba con elegancia, seduciendo con su belleza y  movimiento, recorriendo la copa de los árboles mientras los chinos corrían alegres señalándola con sus minúsculas manos y reían mostrando sus dientes y escondiendo sus ojos.

Para no perder detalle de la escena, se recostó cuan largo era, panza en tierra y apoyando el mentón sobre su mano izquierda dejó, por el momento el hacha, permaneciendo así, ensimismado por tan inusual  espectáculo.

Horas después, el sol, como hace desde tiempos tan remotos, desapareció en el horizonte dándole lugar a la luna y las estrellas y él, sin sentirlo, sin darse cuenta, fue penetrando poco a poco en el bosquecillo, hasta desaparecer, por completo, dentro de él.

María Cristina Berçaitz 

de Los cuentos de mi abuelita, 2006, Editorial Algazul

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