Recuerdos, tan sólo recuerdos

María Cristina Berçaitz

A modo de prólogo 

En los pagos de Giles, nacidos en torno a un fortín que se erigió para detener el malón, transcurrió gran parte de mi infancia

Mis recuerdos de La Escondida comienzan aun antes de que yo hubiera nacido. Los rescato de las fotos desleídas, amarillentas, algo despegadas del viejo álbum que las alberga. 

Ese hombre cuarentón que me mira desde el cartón sepia bordeado de blanco pespunteado, con abrigo y sombrero de ciudad, es mi padre. Está de pie, bajo los árboles frutales.

Su figura se repite frente a una casa vieja, sin revoques ni tejas; y también dentro del foso de la pileta de natación que se construía, tierra y ladrillos apilados.

En otra foto se ve la pileta concluida y un grupo de jóvenes sonrientes sentados sobre un largo banco de madera, pintado de blanco. Ésa, la del pañuelo que le cubre la cabeza y se anuda en el cuello, con pantalones de montar y sonrisa resplandeciente, es mi madre. Apenas tenía veintinueve años. A su lado un hombre de cabeza grande, rectangular, la mira sonriente: es Carlos Méndez, gran amigo de mi padre.

El mismo rostro se ve leyendo bajo la luz de una lámpara. Hay una más, idéntica, pero esta vez es papá, no Carlos, el que posa. Foto de efecto, la llamaba papá por el contraluz. 

Hay también una de mamá, más cercana en el tiempo, en la que lleva por la brida a un hermoso caballo. Ella sonríe. 

Otra de recién casada, que mira enamorada al objetivo de la cámara sostenida por su amor. La flamante esposa envuelta en su camisón de novia y cubierta por el salto de cama. Ella está sentada en el césped, junto al borde del piso de ladrillos de la galería. Se la ve feliz. Su boca se distiende en una sonrisa encantadora. La separa de papá la reja española de la ventana del dormitorio testigo de su cariño. 

Acá hay una mía, soy muy pequeña, apenas tengo seis meses. Me ha costado mucho vivir, la tos convulsa que me atacó a los veinte días de nacer casi me lleva. Fue un año trágico para la familia: el veintidós de setiembre, cumpleaños de papá, murió Carlos María, su hermano más querido, el que iba a ser mi padrino de bautismo.

Por suerte nací yo el tres de octubre, para alegría de la familia. Pero antes de cumplir una semana de vida, el padre de mamá tuvo su primer infarto cerebral que lo dejaría catorce años hemipléjico, hasta su muerte. Luego se desató mi tos convulsa. 

Y ahora estoy ahí, a mis seis meses, depositada sobre la cama de mis padres. La fotografía está tomada en el dormitorio que ellos ocupaban en la quinta, como la llamábamos nosotros; chacra, como era en realidad; La Escondida, como se la conocía en el pueblo de San Andrés de Giles y sus alrededores.  

En ese momento fue cuando entró a trabajar, como caseros, un joven matrimonio, ambos nacidos en la zona: Pablo Bechi y Angela Lufrano de Bechi. Para nosotras serían tío Pablo y tía Lita. Me conocieron así, flacuchina, ojerosa, llorona, con problemas para comer y dormir. Los primeros los fui superando con los años; los segundos aún subsisten. Sin embargo me quisieron tal como era, y yo a ellos. Un lazo muy fuerte nos unió, más allá de la sangre que no compartíamos, un lazo de amor entrañable y de mutua comprensión.

Los recuerdos que guardo de La Escondida están indisolublemente ligados a ellos y a mis primeros años de vida.

Sea este libro, pues, un pequeño homenaje a su memoria.

M.C.B

María Cristina Berçaitz 

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