Mucho es demasiado |
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”Si quieres ser feliz como me dices, no analices, muchacho, no analices.” Bartrina |
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Llegó
el momento. La hicieron pasar. Allí la vistieron con un delantal, una
gran cofia y cubre calzados, todo de papel blanco descartable. Le pusieron
otra gota más en el ojo
derecho. Cinco
minutos después se abrió la puerta a su izquierda. –Miriam,
pase, por favor –la
invitaron La
acostaron sobre la camilla de acero y apoyaron su cabeza sobre un almohadón
duro, algo así como un pequeño salvavidas de cuero. Se
acercó una joven de hermosos ojos
castaños enfundada en el equipo verde de cirugía, con barbijo y gorro,
para ponerle la última gota en el ojo derecho. –El
izquierdo ya me lo operaron –le
advirtió. –Si
señora, no se preocupe. Por
si acaso, para que no hubiera error –pensó
Miriam–
se lo sellaron e inmovilizaron con una cinta adhesiva. Sobre
la cara le pusieron una manta con un agujero que se abría sobre el ojo
derecho. En
ese momento se acordó de unos antiguos camisones que le contaba su abuela
que existían, también con un solo agujero y con una leyenda que decía:
“No lo hago porque me guste sino para agradar a Dios”, claro que el
agujero estaba en otro lado; pero esa era otra historia. Lo cierto que
ella lo tenía ahora, sobre el ojo. El
doctor le dijo: –Le
voy a poner los separadores. –¿Por
qué me duele el lagrimal? –Gabriela,
otra gota de anestesia –exigió
el doctor. Gabriela,
la jovencita de los ojos hermosos, se acercó y le puso la última gota. No
podía parpadear. Fantaseó
con que se apagarían las luces del quirófano y quedaría tan sólo esa
luz roja, suave, intermitente y que veía tan borrosa. –A
mí me gusta más la ensalada que me trajeron ayer, es más liviana que la
otra –dijo
el doctor. Más
atrás escuchó otra voz de hombre, que no reconoció, decir: –Sí,
es cierto, es más liviana. La compramos en el restaurante de la esquina. –Bueno,
por favor, que sea esa la ensalada que me traigan hoy. Gabriela, el mapa
de los ojos de Miriam para programar la máquina. –A
ver Miriam, lista, vamos a empezar la operación –dijo
el doctor una vez realizada esa tarea. Ahí
se produjo la oscuridad total que duró apenas un instante y luego, tan sólo,
esa pequeña luz roja, compañera solitaria de esa larga jornada que duraría
escasos diez segundos. –Gabriela,
a ver, cuente. Escuchó
el repiqueteo de la máquina que comenzaba
su trabajo. –Setenta
y cinco por ciento... –Nosotros
hacemos bien la programación, después... –Cincuenta
por ciento... –...
si las máquinas fallan nosotros somos los responsables... –Veinticinco
por ciento... –...
siempre nos cabe toda la responsabilidad... aunque no la tengamos. –Cinco
por ciento... –Perfecto.
Listo. Ya está. Miriam, operación concluida, un éxito. La
retiraron de debajo de la máquina; la incorporaron con suavidad. El
doctor se acercó sentándose frente a ella. Se
le veían sólo los ojos grises entre el barbijo y el gracioso gorrito
verde. –Miriam,
¿me ve usted? –Ella
le iba a hacer la broma de “no le veo los
bigotes”, pero ese había sido el chiste del ojo izquierdo. Se
limitó a decir: –Si,
pero borroso. –Bueno,
un éxito la operación, Miriam, vaya a su casa, descanse y después la
veo. Antes
de retirarse, le cubrieron el ojo con un plástico, agujereado, duro y
transparente, sujeto a su cara con cintas adhesivas que le permitía ver y
la protegía del viento y de partículas de polvo. Salió.
Detuvo un taxi. –¿Tiene
cambio de veinte pesos?. –preguntó
abriendo la puerta trasera del coche. “En
inferioridad de condiciones. Linda para un atraco. Seguro que tiene más
de veinte pesos” leyó en el rostro del conductor. –Sí,
tengo; suba que la llevo. Aterrorizada
no subió y cerró con fuerza la puerta. Detuvo
otro taxi. Volvió a preguntar. –¿Tiene
cambio de veinte pesos? “Pobrecita,
cataratas. ¡y tan joven!” –
Si, suba. Subió,
se sentó. –No
son cataratas es hiper-me-tro-pía. –dijo
enojada recalcando la palabra. Y agregó –y
no soy tan joven. –¡Señora,
yo no dije nada! –No,
pero lo pensó –respondió
fastidiada y cerró los ojos para no seguir viendo los pensamientos del
chofer. Llegó
a su casa, se recostó para descansar y esperar la llegada de su hijo con
el consabido: –¡Hola
má! –y
así fue, pero esta vez –
¡¿ya te operaron má?! ¡sacate ese ojo de pescado! ¡es horrible! ¿me
preparás la leche? –Si,
querido, pero, ¿no querés, para festejar mi operación, que te prepare
unas tostaditas con queso derretido? –Sí,
además preparame chocolate. Enseguida voy a la cocina. Preparó
la merienda del hijo y cuando éste se sentó a la mesa leyó su
pensamiento: “Ese
gordito ya me tiene harto. Menos mal que mamá tenía diez pesos en la
billetera. Si el profesor se entera que me copié, me mata”. –Querido,
el hombre tiene que ser libre de sus acciones, decile al profesor que te
copiaste. –¿Y
vos cómo lo sabés ? –preguntó
el hijo sorprendido. –¡Ah!
y devolveme los diez pesos que me sacaste. –¿Cómo
sabés? –volvió
a preguntar con la boca abierta de asombro. –Las
mamás lo sabemos todo, hijo. Escuchó
la llave en la cerradura. Su marido que regresaba. Era temprano, mucho más
que de costumbre. –¡Querido!
¡llegaste! –Sí
–fue
la fría respuesta –¿ya
te operaron? tuve un día terrible en la oficina. Y
lo vio. Lo vio dibujando arabescos con la lengua en el cuerpo desnudo de
una mujer. –¿Quién
es ella? –preguntó
aguantando la furia. –¿Quién
es quién? –¿Con
quién estuviste? ¿quién es esa mujer? –Pero
qué te pasa ¿te volviste loca? ¿de qué te operaron, de la cabeza o de
los ojos? Tuve un día de mil demonios en la oficina y llego acá y te
encuentro a vos... mirá, me voy a bañar y a la cama, avisame cuando esté
lista la comida –y
desapareció en el baño dando un portazo. Miriam
salió corriendo. Se dirigió a la casa de su amiga, su gran amiga, ella sí
la comprendería, a ella sí podría contarle todo lo que le estaba
sucediendo. Llegó.
Pulsó el timbre. Cuando
su amiga le abrió la puerta vio toda la mezquindad y la envidia que la
consumían. Huyó.
Huyó cubriéndose el ojo para no ver. Huyó hacia el consultorio del médico. –Quiero
al doctor. Es urgente. –Pero
Miriam, ¿que le pasa ? –preguntaron
al verla tan alterada–.
Pase, pase, siéntese, el doctor la atenderá enseguida. Apenas
unos segundos y estaba con ella. Se
sentó frente a Miriam. Miriam
vio en los ojos del médico caer fichas, fichas, el mapa de los ojos de
Miriam, la operación de Miriam. –
Miram, qué le pasa ¡la operación fue un éxito! Le
tomó las manos y recién entonces vio su rostro reflejado en los ojos del
cirujano. –Doctor, por favor –rogó desesperada– que sea de vidrio. Póngame un ojo de vidrio, doctor. |
María Cristina Berçaitz
De "3x6+3"
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