Una borrachera de Pico de la Mirándola
Luis Benítez

Toda la habitación se mece:
“Como un trirreme en Rodas” comparó un divertido
Antes de errarle al borde de la mesa 
Y caer al suelo que quedaba tan lejos,

Allá abajo, lejanísimo, entre nubes de risas.

“Debemos elevar al hombre”, susurraba Poliziano, 
Grave y a la cabecera como insistió y se empecinó 
Su Magnificencia. Y Poliziano tenía los ojos entrecerrados 
Y las manos distantes, volantes por los aires.

Sin duda era el girar del centro de la Tierra
Lo que se presentaba entonces con toda su belleza
Y el asombro estaba en deducir por qué
No se volcaba la vajilla, qué contrapeso
Latía en los labrados candelabros,
Qué clavaba las sillas 
A la veteada petra serena de las losas,
Porque el placer de deducir, comparar y medir
-Sobre todo las fuerzas invisibles,
Ya no los “poderes”, las fuerzas
Que empujan los higos a salir 
Por las puntas de las ramas,
Las fuerzas que van y vuelven del sol,
Las que inclinan las torres poco a poco
Y engastan firmemente los bloques de mármol
En las montañas, las que sostienen
A los pesados pájaros en la cumbre del aire-
El placer de deducir, comparar y medir 
Es un placer moderno, lentamente refinado
Como una gota preciosa que siempre
Estuvo a punto de caer sobre el plato sonoro,
Sin otra ayuda que el esfuerzo de unos pocos.
Qué bueno es repartir cada día la cabeza:
Los miércoles bien temprano caminar
Por los alados senderos de la geometría,
Atento y cauteloso como un extraño
Que visita una a una las vertientes
De un valle salvaje.
Tener una tarde mórbida bajo el calor
Que no se sufre en el interior de un portulano,
El que guarde, todavía, las huellas no precisas
De compases que fueron minuciosos,
Y que la noche nos encuentre 
Con una manzana verde en el regazo,
A medio vaciar la botella de añejo
(Como acostumbraba a esa hora Domiciano)
Reducido el mundo al incensado hebreo
Que se eleva, seguro de sí mismo,
De unas resquebrajadas páginas triunfantes
Como nosotros sobre el tiempo,
Aunque sea por un rato, de momento.
¿Qué otras inocencias puede permitirse un hombre?
¿O qué otras marcas puede hacerse en la cara?
Para todas las exaltaciones –lo siempre
Necesario, lo cada tanto imprescindible-
Debe suprimirse la comprensión
Del peso leve en el conjunto,
Pues el solo recuerdo de aquello,
Del gran agujero negro, del púlsar
Que te bebe basta para arruinar la fiesta.
Aunque con pesar los modernos debamos
Lamentarnos de no poder escribir
Una larga oda de maldiciones
Al que cien años antes plantó
La encina que casi nos aplasta,
Como podía Quinto Horacio,
Esta sigue siendo una buena inocencia.
Y Lorenzo que comprende.
¿No es una segunda maravilla
que alguien pague las cuentas?
Ese florín de oro sólo vale
Lo que pesa en sosiego.
Decirle a Rímini que venga
Y que venga Rímini.
Tomar un doble cruz de plata
De una bolsa mohosa y ver
En su anverso reflejado
El arrugado grosor de unas velas,
Henchidas y ruidosas en su puerto de piedra
Y en el reverso el hombre que baja por la cala
Y que se vuelve y te mira con tu cara,
Antes de internarse en la marea humana
Que inunda la bahía con el parloteo
De su lengua, bárbara.
Esa lengua que dominaremos el mes entrante,
La que se abrirá para nosotros como una fruta áspera.
Y los jardines de la India entre muros leprosos
Y el perro de jade que nos ha seguido
Desde Pekín, tasado inescrupulosamente,
Y que no importe.
Los rasos y las púrpuras posibles,
Caprichoso como la mujer de un cambista
Ante el espejo, oscilando
Entre el jubón violeta y la camisa de hilo de oro
(Sin librea, por siempre sin librea)
Para acompañar al Magnífico
A las canteras de sátiros.
La humana bendición es que unas horas 
Nos atormente sólo la duda entre un ropaje y otro.
Asegurarse todas las mañanas y también por la tarde, 
Como apenas treinta años antes de la época
Se hacía con un rezo,
De que cuando el favor y aun la memoria declinen,
Y el temblor ocultado con vergüenza en lo público
Y negado empecinadamente en privado
Se pronuncie triunfante en las manos
Y mengüen, parejamente, la curiosidad voraz
Por las certezas y el fragor del cuerpo que la anima,
Cuando en el otro paisaje comience aquel crepúsculo
Y sonriamos estúpidos ante un plato de peras
Para luego, discretamente, recobrarnos,
Seguirá habiendo una villa donada por un muerto
Y servidores y caballos aunque termines inválido,
Un grumo de hombre que alguien lleva
Por corredores que son suyos en una silla de manos.
Que el respeto o la pública fanfarronería
Detengan la codicia de los herederos,
Para tal fin da lo mismo,
Y que de vez en cuando te visite un ambicioso muchacho,
Sin duda tan inteligente como pobre
Porque venció mil obstáculos para ver al Maestro
Y que te oculte lo que ves de su secreto propósito
Y le perdones lo oculto. Bondadoso, desdeñoso.
Luego con tus últimas fuerzas ayudar al traidor.
Quiera el tiempo que sea digno, de tu sangre.
Quiera el tiempo que sea digno de tu sangre.
Y la alegría de volver, querido Pico,
Al mediodía por donde pasó todo esto
Como una nube negra y blanca, ella sí
Indiferente al pescado de Nápoles y otras viandas,
Merced a la enésima copa de bianco
De nuevo en la Toscana donde sonríe
El sol nervioso del presente,
Y que un tímido halagado por Lorenzo
Con su mesa y sus sabios te pregunte
Si es verdad que hablas y lees, sueñas 
Y escribes en diecisiete lenguas;
Un hombre feliz de la especie que cree
Que ser culto es conocer otros idiomas.
Aquel rotundo sí que duró tantos minutos,
Tu ocurrencia festejada ruidosamente
Por los comensales, no menos dignos del Banquete.
Y la expresión asombrada del buen hombre.
A los veintinueve años, grueso y alto y pelirrojo, 
De tan bella y larga cabellera,
Tu catarata de síes te ocultó para siempre
La árida negativa de un cuchillo fundido por Cellini
Y mal lavado por un Giardi o Mondolfo,
Donde sonreía el tétanos y hablaba mejor que tú,
Aquel que llamaba a los griegos
Tras un encontronazo en Ilión.
Felices o infelices y siempre algo minúsculo
Viene a sacarnos del Brueghel,
También nuestra Caverna.

Luis Benítez

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