Günter Grass: a cinco decenios del desencanto |
Un
rostro duro y desencantado -como la mayoría de sus páginas en prosa y
verso- exhibe este hombre de 76 años que es uno de los mayores escritores
europeos vivientes y figura clave de la literatura de la centuria pasada.
La modernidad no puede ser concebida sin la presencia de Günter Grass y
su obra, entre otras múltiples razones, porque le brindó al último
medio siglo el estilo y la argumentación, más el tono escéptico
necesarios para comparar y comprender la médula de los trasfondos y
matices de las más optimistas intentonas de vanguardia, tanto en el campo
político como en el estético. A través de toda su obra, Grass nos
recuerda, una y otra vez, que detrás de las más pretenciosas ideologías,
creaciones y actitudes de la cultura -entendida en su acepción más
amplia, como el conjunto de las actividades de la humanidad- se esconde la
fuerte verdad de que, en definitiva, ellas son su praxis, o sea, lo que
terminan haciendo de ellas los hombres. “Ein
jung Günter, mein Oberbefehlshaber” -Un muchacho Günter, mi comandante en jefe- repuso el soldado. Recién llegado a la barraca donde los oficiales y la tropa rasa alternaban por igual, el Oberbefehlshaber Von Läis se había interesado por el muchachito al que acaban de liberar de aquel campo de concentración norteamericano, justo en el momento en que él había sido trasladado. El sargento de artillería que le había respondido su distraída pregunta agregó: -Era de la Luftwafe, Herr Oberbefehlshaber. Creo que auxiliar de tercera o algo así. Estaba herido cuando llegó al campo- Pero ya el Oberbefehlshaber Von Läis había perdido todo interés en ese muchachito alto, demacrado y de aire infantil -futuro Premio Nobel de Literatura- que había visto salir hacia la libertad. Después de todo, al chico le esperaba la vida civil y a él Nuremberg. Pero, ¿quién era el oscuro jovencito que había cumplido sus diecinueve años en un campo de concentración? Günter Grass, tales su nombre y su apellido, había nacido el 16 de octubre de 1927 en Danzig, en una familia de origen polaco-alemán. Todavía adolescente, se había incorporado a las Juventudes Hitlerianas, cantando el fatídico “El Mañana Me Pertenece” y desfilando frente a Adolf Hitler y su estado mayor con un fusil de verdad y una bayoneta de verdad. Posteriormente entró en el servicio activo como ayudante de tercera de la fuerza aérea nazi -uno de esos chiquillos que ajustaban las tuercas de las B1 y las B2 para la Blitzkrieg, el bombardeo sistemático de las ciudades inglesas-. Cuando los nazis empezaron a perder y fue necesario movilizar las reservas, el joven Grass y otros miles de adolescentes fueron a parar al frente, donde los aliados lo hirieron en el combate de Kottbus. Internado en el hospital de Marienbad, de allí fue a parar al campo de concentración del que hablamos antes, que había sido erigido en Baviera. Al ser liberado en 1946, en una Alemania bien diferente de la que hasta entonces había conocido, tuvo que hacerse campesino a jornal para seguir viviendo. La reconstrucción de Alemania luego de la devastación de las bombas aliadas exigía mano de obra barata y miles de menesterosos como él se apiñaban en las oficinas de un nuevo plan de reclutamiento: el trabajo prometía comida diaria, techo y mejoras de la calidad de vida. De cosechar papas en el campo helado y sembrado de minas explosivas a trabajar como albañil en la reconstrucción de Düsseldorf había un gran techo. Fue en Düsseldorf que Günter se incorporó a la Academia de Arte de la ciudad, como estudiante de artes plásticas. Comenzaba la década de los 50 y todavía nada hacía presagiar en él, un sobreviviente apenas, que el final del milenio lo encontraría merecedor del premio de la academia sueca y autor de algunas de las novelas más importantes del siglo que se estaría yendo. Para
entender cómo llegó hasta allí el albañil de Düsseldorf, hay que
hacer un poco de historia. La
locura de ser un europeo en la primera mitad del siglo XX Uno de los grandes problemas de Europa fue -y en cierta manera todavía lo es- la imposibilidad de olvidar alguna vez que, gracias a ella, se formó Occidente. Para la mentalidad europea más conservadora no se puede tener 4.000 años de historia, haber fundado los más grandes imperios occidentales -el modelo de todos los imperios occidentales, el Imperio Romano, luego el Sacro Imperio Romano Germánico y posteriormente sus aberraciones: el español, El portugués, el inglés, el alemán, el francés y el austro-húngaro- y cederle el paso a algo bien diferente, aunque nacido de las propias entrañas, pese a que la historia palpablemente así lo determinara. Es muy difícil para nosotros, latinoamericanos, acceder a la idea de tener un pasado lo suficientemente basado sobre crímenes, guerras, genocidios, cultura y milenios trascurridos de legitimación de todo ello como para imaginar qué significó para Europa admitir -entre 1945 y 1960, posiblemente esta última fecha- que la historia, la historia que hasta entonces no había cambiado palpablemente de dueño en todas sus expresiones, pasara a manos de otro -un solo país- mucho más fuerte. Claro que lo peor, para esa Europa que ya no existe -reemplazada hoy por otra, aggiornada como pudo- había sucedido sin que lo admitiera, mucho menos, en 1914. La Primera Guerra Mundial había sido llamada, precisamente, la Guerra Europea. En ella se dirimieron los poderíos que, todavía, estaban en manos de las potencias del Viejo Mundo. Como en todas las guerras interregionales, nadie terminó siendo el vencedor absoluto. Las colonias se perdieron o la soberanía se convirtió paulatinamente en papel sellado, presagiando la futura independencia -nominal- de países que iban a ser recién nacidos en mitad del siglo veinte. El interregno entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial fue el poco espacio de resolución para el conflicto. De alguna forma, el mundo le estaba quedando demasiado grande a la vieja Europa. No podía asimilar sus conflictos de la misma manera en que lo había hecho desde el siglo VIII, cuando el Sacro Imperio Romano Germánico -el sueño de Carlomagno- había dado una ley y un corpus al feudalismo salvaje anterior. Todas las voluntades ceñidas en un mismo sendero -o al menos eso parecía en esas épocas más obedientes- y, posteriormente, los remedos que hemos citado arreglándoselas para dar una imago mundi más o menos ordenada. Las periferias de ese mundo luminoso habían permanecido sin la potencia suficiente como para alcanzar a cuestionar nada, hasta el advenimiento al poder del elemento más dinámico en el siglo XVIII: la burguesía que en Francia decapitó a los reyes y que continuó brindando su apoyo a un país que, paradojalmente, había entronizado a una burguesía desde su origen mismo. Estados Unidos se declaró independiente, republicano y federativo en 1776, mientras que la vieja Europa se tardó hasta 1789 para dar el gran salto que significó la Revolución Francesa. Con todo este retardo -y sus emanados conflictos- Europa llegó al siglo XIX como pudo, pero el mal ya estaba instalado. El siglo XX sólo sería la continuación de esas contradicciones. Precisamente con la explosión del imperio austro-húngaro se explicitó el conflicto internacional que trató de dirimir diferencias en el campo de batalla de la Primera Guerra Mundial. En ella, naciones de innegable peso anterior cayeron hasta el escalón de los vencidos y entre ellas, Alemania. Un país de presencia siempre amenazante para todo el Viejo Continente en el siglo XIX que, luego de la repartija del mundo posterior a la Primera Guerra Mundial, se vio reducido a las cenizas de lo que había sido: el centro de la industria pesada europea, un potencia colonial con posesiones en Africa y en Oceanía, un núcleo cultural que había dado grandes nombres en el período anterior, terminó derrotado y subordinado a los grandes vencedores de aquello que se estimó, en su época, iba a ser la última guerra posible. Los
casos de Alemania, de Italia y de España, las grandes postergadas por el
reparto del mundo posterior a la Primera Guerra Mundial, no deberían ser
objeto de asombro en cuanto al surgimiento en ellas, puntualmente, de
dictaduras ultranacionalistas que, con el aire comprimido de quedar
exceptuadas del reparto del mundo en su época, intentaran, con la excepción
de la última, apoderarse disparatadamente del mundo
en aquella primera mitad del siglo XX. En el caso de España, se
trató tímidamente de conservar sus colonias en Africa, cosa que tampoco
logró. En la escala desmesurada de Alemania y de Italia, delirando con su
pasado histórico, para ponerse en un lugar igual a las dos nombradas España
tendría que haber intentado retomar por la fuerza América latina. Ser
un europeo en 1945... y lo peor, vino
después Hasta ahora, hablamos muy brevemente de lo sucedido con las naciones, esto es, con las burguesías en el poder dentro de cada una de ellas. Pero ¿qué había sucedido mientras tanto con el hombre común, el músculo que alimentaba a esas burguesías? El hombre común, para variar, no sabía para dónde disparar. Confundido por la propaganda y las tradiciones, seguía creyendo que su destino como europeo era el mejor. Entre las dos guerras mundiales, se mantuvo todavía el eurocentrismo que insistía en proclamar que el centro de la civilización seguía siendo el Viejo Mundo. Sin embargo, un tercer elemento operaba sobre el siglo: la onda expansiva de la Revolución Rusa alentaba las revueltas que encontraron sustento en la realidad cuando se efectivizó la intentona espartaquista en Alemania (1919) y la proclamación de la República Española en 1936. Desde luego, frustrados conatos recorrían las otras partes de Europa. Para las burguesías dominantes, las propuestas de oportunistas como Benito Mussolini, Adolf Hitler y Francisco Franco eran la ocasión de frenar, por una parte, el avance del comunismo, y, por la otra, el del liberalismo norteamericano en ciernes, que amenazaba con derrocar los viejos modelos de producción imperantes en el mundo que, hasta entonces, habían conocido y disputado. Para el europeo de entreguerras, el mundo se presentaba como un universo amenazador y hostil, lleno de peligros y, lo que era peor, desconocido, porque las etapas del presente inundadas por el futuro siempre convierten en desconocidos y siniestros los rincones que antes se creía conocer y dominar. En el caso puntual de Alemania la desocupación, la frenética devaluación de la moneda, el fracaso de la política de la República de Weimar en todos los frentes y el sentimiento general del pueblo alemán de haber perdido el tren de la historia, fue el campo propicio para al ascenso al poder de Adolf Hitler, con sus promesas de devolverle a la nación el lugar de primacía que había poseído en el siglo XIX. Hitler comenzó a subir hacia el poder absoluto por vía electoral, en comicios limpios y transparentes y por mayoría abrumadora. Entre esos millones de desesperados que vieron en él una esperanza, había partidarios de todas las clases sociales, todas las ocupaciones, todos los intereses. La vieja socialdemocracia se había derrumbado. El final humeante de Tercer Reich -un imperio, otro, destinado a vivir mil años, según sus fundadores- en 1945, dejó a Alemania no en el mismo lugar que ocupaba antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando era solamente un país empobrecido, embargado por el pago forzoso de los resarcimientos de la Primera Guerra, hundido en la derrota y carente de toda esperanza. Además de lo antedicho, la Segunda Guerra Mundial significó para el pueblo alemán la partición en dos de su territorio, la esquizofrenia de las dos Alemanias que tuvo durante décadas su mejor símbolo en el paredón que partía Berlín. De un lado de la calle un mundo; de la otra vereda, la República Democrática Alemana. A un panorama como éste se tuvieron que enfrentar -de un lado y del otro- comunidades, familias e individuos. Entre ellos nuestro autor que, por entonces, se ganaba la vida como baterista de un desmayado conjunto de jazz alemán, tocando por lo que hubiera en clubes nocturnos, bares, fondas y fiestas de cumpleaños. De todos modos, entre 1951 y el año siguiente Günter Grass se las arregló para viajar por Italia y Francia, hasta que en 1953 -fiel a su interés de entonces por las artes plásticas- comienza a estudiar en la Escuela Superior de Formación de artistas de Karl Hartung. En 1954 se produce su primer matrimonio, con Ana Schwarz de Lenzburg, y en 1955 obtiene su primer premio literario, cuando ganó un concurso de poesía organizado por Radio Stuttgart. En el mismo año viaja brevemente a España y luego expone sus obras plásticas en la galería Lutz und Mayer, de Stuttgart. En 1956 escribió e ilustró un pequeño volumen titulado Die Vorzüge der Windhühner y al año siguiente expuso trabajos de plástica y gráfica en Berlín-Tempelhof. También 1957 fue el año de nacimiento de sus hijos -mellizos- Francisco y Raúl. Tras
una nueva temporada de residencia en Berlín se había mudado con su
familia a París, donde permanecería con residencia fija durante varios años.
Estos fueron inicialmente muy duros, pues el futuro autor de El Tambor de
Hojalata sólo contaba entonces con la asignación de trescientos marcos
mensuales que le enviaba la editorial Luchterhand. Por ese entonces Günter
Grass escribió diversas obras teatrales -sin abandonar su dedicación a
la plástica- pero no consiguió que ningún director se interesara en la
puesta en escena de ninguna de ellas. Sin destacarse con éxito ni en plástica
ni en dramaturgia, pobre y desconocido y ya con una familia que mantener,
amargado y necesitado como su país -buena parte de la vida de Günter
Grass parece una metáfora de Alemania- a los treinta años de edad decide
dedicarse a la novela, el género que es capaz de convertir en ficción la
realidad y volver a lo real en la misma página. Grupo 47: El otro milagro alemán El Tambor de Hojalata le llevó cuatro años de intenso trabajo. Su protagonista, el pequeño Oskar que desea seguir siendo un niño, un enano en verdad, es una amarga reflexión y símbolo de su propio país, desgarrado por la paradoja entre el sueño de ser y la ambición paralela de no crecer para lograrlo. Pero además de esto, en El Tambor... Grass sintetiza página tras página las frustraciones y los sueños rotos de millones de europeos -no sólo de alemanes- que vieron hecho añicos el mundo que habían recibido por herencia, al menos según su tradición, y se refugiaron como pudieron en la esterilidad de un continuo volver sobre sí mismos, como el niño que decide no crecer y es capaz de arrojarse por el hueco de cualquier escalera para lograrlo. No para subir, sino para bajar definitivamente a un tiempo más seguro, aunque el precio sea la misma noción de realidad. Oskar, sin embargo y en un doble registro, será más consciente que los adultos, pues éstos no intentarán siquiera explicarse el fenómeno de que no crezca sino que perseverarán en seguir ejerciendo las miserias y rutinas de sus propias vidas, precisamente, como si la “cuestión” del pequeño Oskar no existiera. El Tambor de Hojalata significó para Günter Grass el reconocimiento prácticamente inmediato de su rango como uno de los autores más importantes en lengua alemana de la posguerra. El impulso de lanzamiento a esta condición se debió inicialmente al apoyo del Grupo 47, sumado a las cualidades innatas de su primera novela. El Grupo 47 -fundado en 1947- fue el motor de la renovación literaria de Alemania Occidental y núcleo organizador de un conjunto de intelectuales que, conscientes de encontrarse ante un país destruido en lo físico y en lo moral, pensaban que su papel era responder a esa crisis tanto desde el plano estético como desde el compromiso con la responsabilidad que les incumbía como ciudadanos. Alertas ante un fenómeno típico de la época -la evitación de la realidad y la responsabilidad por parte de una porción de sus compatriotas- los integrantes del Grupo 47 reclamaron para sí mismos la condición del escritor como un testigo crítico de su tiempo. La recepción favorable a El Tambor..., desde esta perspectiva, no tiene nada de casual, sino que más bien podemos señalar a la primera novela de Günter Grass como texto emblemático de las aspiraciones y el sentido de ser del Grupo 47. Nada de extraño tiene, entonces, que en 1959 Grass recibiera en Grobholzleute -Algovia- el premio del Grupo 47 y, en el mismo año, el Premio de Investigación del Círculo Cultural de la Asociación Federal de la Industria Alemana. El desencanto respecto de las propias ficciones es un maestro duro pero sabio, que encontró la mejor expresión -para la época- en nuestro autor, como lo había encontrado décadas atrás, aunque por distintos métodos estilísticos, en Thomas Mann. Al leer a Grass uno no puede dejar de evocar la caída del protagonista de La Montaña Mágica. Ese aggiornamiento literario -una respuesta a la época, en la época- es siempre estimado como un logro por parte de un autor. El conjunto de los numerosos reconocimientos que recibió Grass -y recibe aún- es testimonio de ese espacio ganado para la conciencia de los cambios en los tiempos de la historia, que tiene que tener también en la literatura un reflejo para ser reconocido, visto, por los contemporáneos. Podemos trazar respecto de este aspecto de la obra y la repercusión de la obra de Grass un paralelo latinoamericano, para acercar una comprensión mayor al lector de estas latitudes. Una literatura sectorial -digerible para el resto de los lectores de las otras latitudes- consiste en un reflejo de una realidad literaturizada, factible de ser diversamente interpretada por los miles de lectores cuando la obra alcanza la plena difusión que sólo dan las grandes editoriales. No se trata ya de los esplendores marginales, las parciales iluminaciones que brindan a grupos de lectores especializados los alcances de obras de escasa difusión -por problemas y circunstancias que van más allá de lo concretamente estético-. El fenómeno consiste en la ¿feliz? amalgama y sinergia de varios hechos fundamentales: un autor formidable, una obra ajustada a la problemática de la época, un éxito que le permite acceder a la verdadera difusión de una obra -el único tipo de difusión real que existe, por otra parte y mal que nos pese- y, más determinante todavía que todo lo referido, un vacío de interpretación que el conjunto de lectores mundiales siente, consciente o inconscientemente, pero que se llena o no según la oferta que hace el texto. El ejemplo mejor, desde Latinoamérica y sólo unos años posterior a lo sucedido con la obra de Grass, está dado por lo que sucedió con Gabriel García Márquez. El paralelo es fácil y la escala factible. Nadie sabía, literariamente, cuál era la imagen de América latina hasta que García Márquez la diseñó con sus Cien Años de Soledad. Nadie sabía qué era la Alemania de posguerra -y en buena medida, su reflejo desprendido, la Europa completa para sus habitantes vencidos y también para los supuestamente vencedores- hasta que llegó Grass a esa síntesis. Ambos, García Márquez y Günter Grass, compartirían otra similitud, quizá más penosa, a simple vista, para un escritor: nunca escribirían algo netamente diferente de las obras que los consagraron. Si bien Cien Años de Soledad no fue la primera novela de García Márquez, sí es la madre de todas sus novelas y sus relatos y sus entrevistas y aun de su propia biografía. Para Grass, El Tambor de Hojalata fue el hilo conductor, hasta la fecha, al menos, de todo lo posterior que salió primero de su máquina de escribir y luego del teclado de su computadora. Quizá la explicación haya que buscarla en que los fenómenos que ambos abarcaron son demasiado grandes para la vida de un solo hombre, contraviniendo la preceptiva de André Breton, que indica todo lo contrario, que no hay proceso histórico mayor que la vida de un solo individuo. Para mi corta visión de los escritores y las épocas que los ven nacer, escribir y morir, se hagan famosos o no, queda la sospecha de una oscura relación entre una idea y la otra. Sobre el hombre Günter Grass, para quien quiera saber qué fue de él después de que escribió El Tambor de Hojalata, queda la fortuna de un texto que acaba de aparecer, editado por Alfaguara, escrito por el mismo Grass y donde cuenta, a su manera, de lo que cree que le sucedió: Fünf Jahbrzehnte. Ein Werkstattbericht, en nuestra lengua, para la traducción del título, Cinco Decenios. Quizá le ahorro al lector varias elucubraciones diciéndole que después de El Tambor de Hojalata, cuando surgieron El Gato y el Ratón, Años de Perro, El Rodaballo, Es Cuento Largo, Mi Siglo y Del Diario de un Caracol, Grass ensanchó y mostró, en las frustraciones y las esperanzas de su continente, como García Márquez en el nuestro, una veta extraordinaria de lo posible en lo humano que dejó una huella única en el siglo XX. |
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Luis Benítez
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