Otario 
Santiago Bao

¿Por qué me detuvo tanto tu mirada? ¿Por qué caí como un náufrago al lago profundo de tus ojos? Y justo en el club del barrio, en ese baile de los sábados. Yo, que ya de muchacho me había codeado con esos tipos tauras que se hicieron respetar y que paulatinamente me  incorporaron a sus mesas de vermú de los domingos después de los entreveros tensos de los partidos de bochas en los que había logrado cierta destreza o en las agotadoras partidas de pelota vasca en el frontón aledaño.

 ¿Por qué acepté ese envite bravo al que me insinuaban tus ojos en donde se abría una ventana hacia atardeceres de miel y oro?

 Del barrio no era y tampoco la había visto antes en el club. Estaba con mi amiga Eugenia. Me aproximé para saludarla. Eugenia me había hecho una seña para que fuese.

 Yo estaba por cumplir treinta y seis años. Pero aún era incierta mi firmeza para no dejarme encandilar en los remansos de unos ojos como los de la conocida de Eugenia.

 Sentimentalmente deambulaba con varios acomodos y desacomodos en el corazón de mujeres y amores de duración efímera.

 En el momento de las presentaciones se acercaron otras conocidas: María del Carmen y Norma.

 De allí, fuimos a sentarnos a una mesa que ellas ya ocupaban. Tipas macanudas, algunas divorciadas y otras con acompañamientos transitorios.

 Todavía era temprano y en la pista de baile escaseaban las parejas; en esta parte inicial el baile era con grabaciones. Más tarde vendrían las orquestas.

 Nos sentamos y el azar hizo su jugada, quedamos casi frente a frente. De ningún modo intenté evitar su mirada que me desorientaba.

 Era como una caída libre en la que no había previsto ninguna contención. Y me derrumbé en sus ojos. Todo coincidía: los ojos, la boca, la voz, el cuerpo, el vestido oscuro ajustado, bastante corto y esas medias negras que acentuaban unas piernas perfectas.

 Me enteré que estaba separada hacía poco y ella, por Eugenia, que yo me animaba con algunos versos.

 Allí, con las cuatro mujeres e iniciando una ronda de cerveza me sentía algo incómodo, aunque también esperaba la llegada de algunos amigos para darme cierto dique. Ya imaginaba encuentros con ella a solas.

 Le decían Tini y esa noche, ni nunca, hubo manera de conocer su nombre completo. Tini. Tini en la charla animada y con pocas palabras y las bromas algo zafadas de María del Carmen.              

 Invitarla a bailar me pareció ingenuo, sería porque la ingenuidad ya la había gastado toda al caerme en sus ojos.  Y a caerme y descender hasta la tontería como un verdadero gil; nunca tan desprevenido y sin defensas.

 Ni sé para qué me acuerdo. Ni para qué pienso dónde estarán esas páginas que te entregué atropellado, en las que brotaban el río, los juncos, el barco, los álamos, los atardeceres del Delta. El barco misterioso en que vivías. Me lo dijo después, Eugenia. Un barco  en el amarradero  del club Náutico.

 Los amigos de las chicas fueron llegando y se sumaron a las mesas que hubo que juntar. A todos se les ocurrió conversar o tal vez, esperaban a la orquesta para bailar.

 No puedo alejar el sentimiento de mi destino inexorable: qué lejos estaba de tus planes, totalmente afuera, como esa primavera que finalizaba, aunque eran tan distintos los veranos que esperábamos. Una primavera en la que para mí finalizaron cosas que vos sabías desde un principio que estaban muertas.  Pero esa noche yo me había empecinado en inventarte un mundo en ese barco en que morabas y su entorno. Un entorno al cual me incorporaba desde la nada, desde esa noche, qué sé yo. Suspendida en tu mundo, tus palabras apenas rozaban el espacio.

 Parecía que observabas con cierta superioridad y hasta por momentos, con desinterés, lo que te rodeaba.

 Cuando la orquesta arrancó, se empezó a desarmar el grupo.

 Bailamos dos tangos y un vals y fue innecesario insistir en conocer algo más de tu vida cuando advertí que las puertas de la comunicación estaban cerradas. Pensé que eran las consecuencias de tu separación reciente.

 No así tus ojos que permanecían engañándome sobre su verdadera profundidad, como marino inexperto o nadador mediocre que era, acostumbrado solo a navegar por melancólicos atardeceres inconfesables.

 De pronto dijiste que tenías que irte cuando el baile recién comenzaba. Todos se extrañaron de tu decisión, pero dijiste que al día siguiente debías trabajar por la mañana. Un domingo.

 María del Carmen, que había llegado en auto, se ofreció para llevarte al club, que no estaba lejos y con un pretexto cualquiera, me uní al acompañamiento. Otra vez pocas palabras. El club, la noche húmeda y contemplarte como te alejabas atravesando un puente, mientras la niebla desdibujaba tu contorno.

 Regresamos al baile. No permanecí mucho más. El lunes debía trasladarme en una comisión de la compañía de seguros en la que trabajaba, a una sucursal ubicada en Olavarría y era por un mes. Para este acontecimiento me pareció que me distanciaba por un año.

 Viajé en tren. La mañana era agradable y un sol tibio entraba por las ventanillas de los vagones perezosos. Y como un tropel empezaron a surgir esos poemitas, versos del río, de las islas, de tu imagen, tu vida sobre el barco, el amor, los sueños. Y el único que no veía la vecindad del vacío era yo, el único que no se daba cuenta, que se creía en los abismos del océano y estaba nadando en treinta centímetros de profundidad.

 

 

Los días de Olavarría continuaron con la creciente incontenible de otros versos. Finalmente resolví parar, había escrito más de sesenta pequeños poemas.

 Un compañero de la sucursal tenía un buen equipo de computación y en un fin de semana hicimos la edición de un pequeño libro de un solo ejemplar, al que le agregué algunos dibujos míos.

 Y como no pude aguardar hasta el regreso, se lo envié a Eugenia, junto con una breve carta para Tini; un sobre cerrado dentro de otro.

 No le iba a enviar una carta a un barco que desconocía hasta cómo se llamaba.

 Un tiro al aire. "Espero que los leas con la pasión del alma que sé que te acompaña", le escribí en la esquela, tratando de explicar como un mago, que un gesto único puede desencadenar "un resplandor que nos llena de luz y lo cubre de mariposas blancas".

 ¿Por qué no entendí tu silencio cuando te estabas yendo esa noche por el puente y la neblina? Y te seguí construyendo para esperar con impaciencia ese nuevo encuentro con otras evidencias: un librito único en el que me jugaba con palabras nacidas con la intención de que te duraran toda la vida.

 Al día siguiente de mi regreso hablé por teléfono con Eugenia y se comprometió a organizar una reunión en su casa el sábado siguiente por la noche. Me dijo que había entregado el sobre a Tini sin intercambiar ningún comentario.

 Por fin el sábado, y yo demorándome para no llegar primero. ¿Qué espina oculta se estaba incrustando en el fondo de mi conciencia?

Cuando llegué, ya estaban reunidos casi todos los de aquel baile. Ella también. Y no demostró nada significativo cuando la saludé. Me senté a su lado y como no me decía nada, la interrogué en voz baja si había recibido mi envío.

Me respondió que sí y que gracias. Nada más. Lo primero que cruzó mi mente fue esa parte del tango "Barajando" que cantaba Gardel: -" Y en la lona de los giles me tiró en el cuarto round..."

 

No sé de qué carajo me sirve acordarme. Pero pasa el tiempo y uno se acuerda igual.  Tomó vino como los demás, tal vez más, y se fue hundiendo en una somnolencia de la que salió para decir que se tenía que ir; la primera. Otro domingo de tareas.

 La alcancé en la antesala de la casa, mientras Eugenia le alcanzaba su abrigo. Sólo se me ocurrió preguntarle lo obvio.

— ¿Te vas, no podemos encontrarnos mañana para comentar el librito, que sé yo, para tomar un café?- Y mientras se colocaba una manga del abrigo replicó: —Yo mañana trabajo y si no trabajo no como, por lo tanto, para mí el tiempo es importante. Así, que lo lamento pero no  va a ser posible.-

 Como me había roto en cien mil pedazos, me quedé casi inmóvil para que no se desplomara ninguno, sin saber qué decir y observando como se retiraba somnolienta hacia el barco amarrado en los desfiladeros de la nada. Me quedé con la mano extendida al vacío y en ese instante pude percibir que Dios pesaba demasiado.

Eugenia me miraba con un dejo de ironía. Ella lo había visto y yo no. Después me dijo que Tini trabajaba en una empresa náutica vendiendo embarcaciones.

 Como un volcán en erupción me brotaba una lava mezcla de indignación y tristeza, que disimulé como pude.

De qué me sirve lamentarme, si no alcanza siquiera para mover a esa pereza del recuerdo no restaurada por el olvido justiciero. Una noche, un baile, una mirada y nada más. El resto ominoso: una ofrenda a un dios inexistente.

 De una piel de inefables transparencias a unas manos que habían manoseado ese librito artesanal y único.   

 Hay recuerdos tercos, cosas que se olvidan gradualmente, otras que gotean para siempre y van tejiendo los mismos tapices enigmáticos y dolorosos.

 El pibe que tenía cantando adentro, enmudeció y a veces lo sorprendo llorando entre los lentos derrumbes del desengaño, las temibles acumulaciones de lo inconcluso.

Vos tenías la llave. Ya decía mi abuelo que había navegado desde España hasta aquí y después al África muchas veces: "Quién tiene la llave, cuando quiere cierra y cuando quiere abre."

Después, el tiempo. Tratar de no dar más pasos en falso.

 No volvió a ninguna reunión. Más tarde, Eugenia me informó que estaba viviendo en pareja con un próspero y maduro abogado. Seguramente dotado con la habilidad de transmutar al tiempo en oro o viceversa.

 

 


A veces, pienso en el destino del librito, no ya en el de ella, sino en qué habrá sido del librito, si sobrevive, seguramente alejado de la rutina del ave negra.

 Los días, los meses. Debí alejarme con más frecuencia y tiempo más prolongado por mi trabajo. Pero siempre volvía y ya ni siquiera preguntaba.

 Hasta ayer. Una reunión en el club náutico motivada por no sé qué aniversario. Ni siquiera sé si te acordaste. Si reconocías al naufrago incauto que sucumbió en tus ojos y que tuvo en sus manos al pibe que murió una noche cualquiera en la dejadez de un librito, abandonado en un cajón, con desgano. 

Me había estacionado en la barra del bar para tomar una copa y de pronto, cuando miré hacia un lado, estabas allí, con un tipo más joven, el abogado maduro estaría soñando su mundo hecho de hojas de papel Romaní. Te miré fijamente para que me reconocieras. A ver si te acordabas del tipo que desde un cielo ilusorio hizo llover para vos, los breves poemas, dibujitos coloreados, una carta, gotas del medio del corazón, que cantaban las primicias de un maravilloso recodo de la existencia con una fragancia de violetas dulcísimas.

 El tipo que te acompañaba se había puesto a charlar con unos conocidos. Y cuando te acercaste con el cigarrillo para encender, tuve ganas de pegarte con las manos que alguna vez practicaron un boxeo de juventud, pero ahora parecían inservibles, las mismas que hubiesen querido entrar en tu cuerpo, en una búsqueda sin fronteras. Y se mantuvieron en una quietud que intentaba iniciar el camino más apto para la desmemoria. Solamente te dije con rencor: —¡Perdéte, lo más lejos posible!-

 Vi sorpresa y fastidio en tu mirada y tragándote la afrenta, retrocediste humillada hacia un dudoso olvido.

  La bronca se atropellaba para salir y para impedirlo le di al trago con todo. Había lanzado tantas botellas al mar, a la deriva, con sus palabras inocentes.

De qué me sirve putear o insultarte minuciosamente.

 Andá y reventá la noche con ese gil y dejáme rumiando en mi cielo de violetas y madreselvas, ese cielo que como un otario quise compartir con vos y te amarró a un territorio que duele, hecho de juncos, ríos y atardeceres isleños.

 Perdéte para siempre y usá la noche hasta reventarla.

Santiago Bao
De “La máquina nocturna y otros cuentos

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