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Arniches o la pasión de hacerlo casi todo
Dionisio Aymará

La tercera calle es la más larga y ancha de las nueve que ha tenido el pueble desde hace varios siglos. Por ella cada noche se paseaba la más terca de las soledades. En las aceras, bastante anchas también, el sol era otro perro realengo. 

El pueblo parecía diseñado para que aquel hombre (Arniches Teodomiro, a su ancha), la señoreara con su llaneza extraordinaria, su capacidad de servicio al prójimo y su prodigiosa versatilidad para el trabajo, que realizaba en los ramos más diversos y en cualquier circunstancia, casi siempre tarareando muy bajo la misma cancioncilla. Tan bajo que a menudo los que estaban presentes no podían saber si el rumor que salía de sus labios era una tonada a punto de extinguirse o apenas un suavísimo siseo. Un día, el domingo u otro festivo que juzgara propicio para sus múltiples actividades, recorría las calles del pueblo con una vieja cámara de cajón al hombro, a la caza de novios, recién casados, cumpleañeros y gente que quisiera conservar algún instante de su vida. De aghí que muchas veces se instalara a las puertas de la iglesia, en espera de que salieran los padrinos, el recién bautizado, los niños que acababan de hacer la primera comunión o el féretro de quien hacía su último paseo por el pueblo. Un solo disparo y a los pocos minutos estaba lista la fotografía, perfectísima como él aseguraba mirándola sin mayor interés. Otro día, cuando era más intenso el calor, se podía ver a Arniches de espaldas, contra el piso de la calle, bajo cualquier vehículo, ocupado en ajustar tornillos flojos o reponer alguna pieza desgastada. Otro día se iba de casa en casa con una caja de herramientas –martillo, soldador, llave inglesa, etc.-, reparando algún grifo que goteaba o remendando con igual habilidad la taza de ordeñar, la jofaina o la olla que presentaba pequeños orificios en el fondo, después de haber servido sin interrupción a dos o tres generaciones. 

Arniches, siempre servicial, siempre dispuesto a ejecutar las obras más diversas, estaba en todas partes en el momento oportuno. No tenía lo que llaman cultura, propiamente, pero sabía hacer de todo. Poseía, además, una curiosidad innata que lo llevaba a desarmar con idéntica paciencia un reloj de pared, un viejo radio o cualquier otro objeto que tuviera a su alcance, sólo para saber como funcionaban, de qué partes estaban construidos y cómo deberían armarse, para el caso de que tuviera que arreglarles cualquier desperfecto mecánica en alguna ocasión. Sólo en una materia manifestaba Arniches e incluso cultivaba, una glacial indiferencia: en la política. O más exactamente, en la política tradicional. Por ese lado, no quería nada. Había presenciado tantas cosas y sabido otras tantas, también lamentables, por bocas ajenas, que no tenía sino una preocupación muy personal y muy sincera: “no meterse en política”, como él mismo decía. De ahí que cuando alguien le pedía su opinión, mencionaba las obras que el régimen había dejado de hacer o simplemente hablaba en su presencia de las comisiones que el funcionario Tal había percibido. Arniches demostraba verdadera aspereza y se enfundaba en un silencio hostil. Tenía bien presentes los casos de algunas personas conocidas que se habían buscado más de una desgracia por haber despegado los labios cuando debían tenerlos herméticamente cerrados. 

Un día él, Arniches, sin quererlo se dio cuenta de cómo empezaba a organizarse una agrupación nueva. De la mañana a la noche quedó constituida. Con sus directivas. Con su militancia. Con todo. Ello ocurrió a la vista de las elecciones que se avecinaban. Hubo, pues, que llenar una serie de formalidades, entre las cuales se contaba la muy importante de integrar planchas de ciudadanos al Concejo Municipal que, por aquella época, se debía instalar. Para tal efecto, debían inscribirse las planchas en el Registro correspondiente dentro del plazo establecido por las leyes. Fue entonces cuando varios notables del pueblo, ante la escasez de candidatos, le llegaron a Anches esgrimiendo razones que todos, por rigurosa unanimidad consideraban poderosas. Lo exigía el bien común: el pueblo ya debía estar representado por sus mejores elementos y no había más camino que servir a la colectividad y a sus sagrados intereses. Hablaba don Olinto Mendieta, acompañado de los hermanos Albarrán, ambos obesos y serios, y de otros dos señores que no estaban de acuerdo con la política del Dr. Arbitano, don Dámaso Grijales y el grupo reducido que ellos dirigían. Aparte toda demagogia, él, Anieches, era uno de los individuos más capaces y honestos de la localidad: entendía de todo y tenía vocación de servicio. Esas eran precisamente las cualidades para ocupar el puesto que venían a ofrecerle. Ahora hablaba uno de los Albarrán, subrayando cada palabra con un movimiento de la mano derecha, en cuyos dedos sostenía un cigarro apagado. 

Arniches, al principio, casi no daba crédito a todo lo que oía, no hallaba que decir, abría los ojos desmedidamente y tal vez sentía frío en las manos porque, viéndolas bien, le temblaban. 

No, yo no sirvo para esas responsabilidades, no me meto en política, fueron las únicas palabras que encontró en ese instante para darles alguna respuesta. Todos sabían bien cómo sentía gusto en ayudar a los demás, en prestarles sus pequeños servicios, en hacer cuanto estaba a su alcance. Pero eso de intervenir en cuestiones políticas, eso no era con él. Don Olinto Mendieta insistía en sus razones que ahora, con el calor de la discusión, consideraba irrebatibles. Arniches era parte del pueblo, como no, allí vivía y allí se le necesitaba para luchar por el progreso y el bienestar de la comunidad. Aparte toda demagogia, debía repetirlo, el era una de las personas más indicadas para integrar la plancha que encabezaba el propio Don Olinto. 

No se pudo salir del tenaz cerco que los visitantes le iban estrechando. De nada le valieron todas las excusas que le presentó ni las razones que trató de exponerles con la mayor objetividad. Tenía que trabajar en su increíble variedad de actividades –ahora hablaba de nuevo don Olinto-, eso era verdad, pero poniendo un poco de su parte, podía sacar el tiempo requerido para tan nobles propósitos. Así lo hacían ellos, era cosa sabida. Y en cuanto a la tranquilidad que deseaba, nada mejor para conseguirla que una buena labor de equipo, cuya finalidad era imponer el orden y velar por las buenas costumbres, que era lo que el pueblo necesitaba y ya pedía a gritos. Todo se iba hacer por la paz y el sosiego (sic) de la colectividad, por su bienestar, porque no se podía aceptar que los pocos camiones, las cuatro o cinco motos que allí había y que sus propietarios mantenían ex profeso en condiciones lamentables, unieran sus estruendos a los pitos y tambores de los muchachos y a la espantosa música de las rockolas recién instaladas en los bares que habían proliferado en los últimos años. Anches ya no pudo más: se halló entre las espadas de los visitantes y la pared de sus propias obligaciones que se alzó sobre él y le cortó toda posibilidad de sustraerse al compromiso de cumplirlas. Aceptó simplemente, como se acepta un día de invierno bajo cualquier alero, uno de esos chubascos que se precipitan cuando menos se espera. Bueno, eso sí, pedía que fuera uno de los últimos, el último, si no era mucho pedir, de la lista. Así pensaba con no poca razón y con no menos esperanza, era posible que él no alcanzara entre los electos. 

Pero vinieron las elecciones y las ganó la agrupación de Don Olinto, una especie de nuevo partido que, bajo ambiguas apariencias, no se oponía propiamente al gobierno (todo lo contrario) sino a ciertas personas de las cuales éste quería aligerarse. Aunque nunca se dieron a conocer los resultados exactos del escrutinio final, fue proclamada como vencedora la plancha íntegra de don Olinto Mandieta y la noticia se extendió por el pueblo con la misma rapidez de un incendio. Cuando Arniches se enteró de que se encontraba entre los electos, sintió tan poderosa conmoción que alistó su maleta y se fue sin despedirse de nadie. Tomó como algunos decían, el camino del monte. 

La primera decisión adoptada por don Olinto Mandieta y su grupo fue precisamente para designar una junta de tres personas encargadas de buscar y convencer a Anches de que debía cumplir sin más demoras las obligaciones que su cargo le imponía. De que para cumplirlas, en efecto, tenía que comenzar por regresar al pueblo y ocupar el puesto que le correspondía. 

Pero fueron inútiles todos los esfuerzos realizados, incluida la subida a lo más escarpado del monte, porque Anches no apareció por ninguna parte: se evaporó lo mismo que el profesor Landowski, el profesor de bailes modernos que un día desapareció sin dejar rastros, coincidiendo con la partida de una de sus discípulas. Sólo se diferenciaban en las circunstancias que habían determinado sus respectivas desapariciones. 

Alguien dijo una vez, sin embargo, que una noche a las 12 en punto, vio bajar a Anches del monte en un caballo rucio, fumando un tabaco cuya candela descomunal alcanzaba a alumbrar el camino. Dijo también que Arniches -el fantasma de Arniches- súbitamente arrojó a un lado el tabaco y desapareción entre las tinieblas. 

Pero nadie creyó enteramnente esta versión, no porque la gente del lugar fuera incrédula, sino porque se supo que el autor de la misma era don Tiburcio Ramos, hombre demasiado metido en cuestiones de espíritus.  

Dionisio Aymará
http://www.dionisioaymara.com/ 
Venezuela 

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