La bestia del silencio
El pitido del tren, muriéndose en la lejanía, anuncia el fin de los
dominios del hombre. Camino largo tiempo, bajo cielos desnudos,
lastrando el agobio que inspira el pálido verde sin fin de la planicie.
De pronto, entre unos arbustos, aparece una niña pálida, de nariz
chueca, cuerpo tan frágil como el ala de un pájaro y ojos grises.
Contempla una planta, murmura algo en el dialecto local y, terminada la
frase, se lleva una hoja a la boca. No puedo decir si ha enloquecido o
si se trata de un juego típico de las infancias agrestes. Qué sabré yo
de las formas que adopta el ocio en las periferias de la civilización si
me crié en el vientre mismo de la bestia urbana. A mis primeros años les
sobraron opciones de entretenimiento. Fueron tantas que me di el lujo de
rechazarlas en vez de aprovecharlas. Si tuviera que definir mi infancia,
emplearía la palabra trinchera. Ignoro si ésta es una
descripción adecuada. Desearía un lenguaje más neutro en el que no
pesara el romanticismo ni la fatalidad que suelen atribuirse a los
periodos formativos. Que mi descripción se leyera con la frialdad con
que el cerebro capta las instrucciones de una etiqueta.
La planicie continúa. A medida que avanzo, destellos dorados lastiman la
vista. La ilusión del imperio salvaje se derrumba. Nada hay de natural
en la alfombra dorada que se tiende sobre la llanura, maizales que se
devoran la tierra. De tan escasas que son las personas, la abundancia
del grano, como huella de la presencia humana, produce el escalofrío de
pasearse por unas ruinas que, pese al tiempo, se han mantenido en pie,
casi intactas. Los campesinos aparecen a cuentagotas. Me doy cuenta,
conforme pasan las horas y el sol arrecia, de que se oyen más los
murmullos de las hojas, el polvo que levantan los zapatos, el crujido
del suelo, el graznido de las aves y los ladridos de los perros. Los
hombres carraspean más de lo que hablan. Se comunican mediante gestos y
los sonidos primitivos de sus gargantas mudas. ¿Son así los jornaleros
en todo el mundo? Mi madre, socióloga de formación, solía contarme una
historia de sus años universitarios. Nunca fue una persona de
sensibilidades teóricas, pasaba de largo las bibliotecas, prefería
entrevistarse con personas, observarlas, involucrarse. Y mientras que
yo, cuando estudiaba la licenciatura, me negaba a participar en las
prácticas de campo, mi madre iba gustosa de excursión adonde la enviaran
sus maestros. En algún momento fue a parar a una zona agraria de su
estado natal. Habrá oído no más de una decena de palabras en español o
en la lengua local. Caras rajadas, manos gruesas y ásperas, gestos
duros, bocas cerradas. Hasta sus borracheras eran silenciosas. Tomaban
pox, un destilado rascabuches que entre los no iniciados inducía
visiones dantescas y después el vómito, sin musitar palabra, apretando
el cuello de la botella, los ojos extraviados en un horizonte incierto,
la mirada de los que han caído en un trance del que ya no pueden ser
rescatados. Una anécdota simple, sin moraleja, la observación de una
muchacha citadina, intimidada. Así me lo parecía. No habría vuelto a
pensar en ella si no fuera porque ahora, frente a mí, todos esos
hombres, también de caras rajadas y manos ásperas, tienen las bocas
selladas. ¿Han superado la necesidad de las palabras o es que éstas son
insuficientes? Podría acercarme a uno de ellos y preguntar el porqué de
su renuencia a comunicarse por medio de fonemas. Muy pronto renuncio a
la idea, seguro de que no habrá respuesta satisfactoria. No es que el
silencio sea una elección consciente. Por lo general se trata de una
tiranía.
Temo haber perdido la razón. En vez de pensar en agua, alimento o
refugio, me asaltan las dudas del lenguaje. Y es tanto el tiempo que
paso en el marasmo de las intrigas lingüísticas que, sin darme cuenta,
han pasado ya varias semanas. El campo sigue con vida. El maíz, aunque
nadie lo perciba, está unos milímetros más cerca del cielo, y sus
granos, ahora cubiertos de pelos dorados, se han hinchado dentro de las
hojas. Los hombres, igual de callados, y yo con vida. Reconforta saber
que si miro a mi izquierda la milpa desaparece y lo que se ve es mi
propio reflejo translúcido y, a través de él, un naranjo, un limonero y
una higuera atrapados entre moles de edificios. Si vuelvo a la llanura,
este cuerpo mío podrá sobrevivir a sus inclemencias hasta que me lo
proponga. O, mejor dicho, hasta que el relato no se sostenga más y yo
tenga que poner un punto final. Mientras tanto, desde mi escritorio, me
encomiendo a la imaginación y vuelvo al llano de los hombres parcos.
El hierbajo que la niña se llevaba a la boca se conoce, en el dialecto
local, como cardo de leche. Sus tallos son espinosos y si uno
los quiebra, sueltan una sustancia blancuzca. La niña regresa todos los
días a la planicie, elige una planta, la observa y, cuando la sostiene
en las manos, murmura, la arranca del anonimato, le regala un nombre. Al
cardo de leche lo llama un día costilla pinchosa y, al otro,
cuello de agujas. En su fragilidad, la niña carga dos grandes
pesos: el idioma del que los demás han renegado y la encomienda que,
generaciones atrás, Dios confirió a Adán: bautizar al mundo.
Pasados los años se verá subyugada por la belleza y la diferencia con
que los distintos idiomas ven los fenómenos naturales y a los hombres
mismos. Cuando se haga de una pluma, escribirá que “con las palabras en
la boca aplastamos tantas cosas como con los pies sobre la hierba. Pero
también con el silencio”.
Y se preguntará: “¿Qué se consigue hablando? Cuando se desmoronan los
pilares de la mayor parte de la vida, también se caen las palabras”.
La bestia del terror
La relación de Herta Müller con el lenguaje es acaso una de las más
hondas, ambiguas y fascinantes a las que cualquier lector puede tener
acceso, tanto más cuanto que invocar su nombre es aludir a una de las
mayores estilistas de la narrativa en el último siglo. Terror, trauma,
silencio, derrota y supervivencia conforman las aristas de un proyecto
literario que, mediante la novela, la poesía y el ensayo, ha explorado
el abismo de aquellas existencias sitiadas por la amenaza totalitaria.
Un examen amargo, doloroso, necesario, que pone de manifiesto lo que
preferiría ignorarse: el ser humano no es la víctima indefensa de la
historia, sino el principal actor de su corrupción.
Müller entiende, y nos deja ver, que en su cruzada por abarcar la
totalidad de la experiencia humana y trascender la historia, las
expresiones del terror no se limitan a imponer su huella por medio de la
violencia física. Ante todo carcomen las palabras, alteran significados,
modifican los parámetros de la comunicación, erigen laberintos en la ya
absurda realidad cotidiana, y de este modo pervierten, hasta volver
inasible, el concepto que el hombre tiene de sí mismo. Aspiran, en suma,
a crear un ser novedoso, disminuido, dependiente, confuso y enfrentado.
En la sociedad totalitaria tardía, la batalla deja de ser entre
individuos contra el Estado para trocarse en una contienda entre
personas aterradas: vecinos enfrentados los unos a los otros, padres que
sospechan de sus hijos. El hombre aterrado ya no busca derrocar al
soberano. En el mejor de los casos, tan sólo aspira a soportar el
transcurso de los días; en el peor, hace caer a otros para así ganar la
simpatía de quien controla los destinos. Colabora con la policía secreta
más por un instinto de supervivencia que por amor al régimen o a una
ideología. Otros simplemente callan, se retiran, pelean en silencio.
El rey se inclina y mata es un documento de gran relevancia no
sólo para los estudiosos de la obra mülleriana, sino también para
aquellos interesados en explorar los mecanismos mediante los cuales
opera el terror en las tiranías. Ya desde la primera página la autora
describe y machaca al lector con episodios de su crianza silenciosa,
entre gente parca, para recalcar que la mudez era el único medio del que
disponían quienes en la tiranía de Ceaușescu conseguían sobrevivir. Allá
donde se controla el lenguaje se resiste de tres formas: gritando,
escupiendo o cerrando la boca. Pero ¿quién —se pregunta Müller— estaría
dispuesto a vociferar, gastar saliva y perder la vida en el proceso?
Desde luego que hay algo muy noble en la resistencia, y sin embargo no
todos tienen aspiraciones heroicas ni se sienten atraídos por el
martirio. Aguantar es también una forma de hacer frente al tirano, y no
porque ésta sea la táctica de las masas iletradas es menos válida.
Puesto que las tiranías proyectan una sombra siniestra sobre la lengua
de los individuos, y ya que comentar y celebrar el heroísmo o lamentar
la gran tragedia se ha vuelto un lugar común en la escritura política,
este ensayo mío debería ser una denuncia al ruido y un elogio del
silencio. A la sombra de estos dos colosos se resguarda el individuo
discreto. La historia del terror no es sólo la épica de los que se alzan
y caen, sino también el rumor de los que resisten en los márgenes.
El episodio de la niña que nombra las plantas está iluminado por algo
más que el sol inclemente del Banato rumano. Vista desde la lente de las
tradiciones poéticas, las estelas que atraviesan el episodio remiten a
una imaginería wordsworthiana: se trata, por una parte, del recuento de
una infancia en la que el sujeto, aún inocente pese a vivir en un mundo
opresivo, puede deslumbrarse por todo cuanto lo rodea y forjar, a partir
de este acercamiento, una relación simbólica, lingüística, con su medio
—esto es, la primera epifanía del que está destinado a ser poeta—; por
otra, y más allá de toda simbología lírica, subyace una preocupación que
habrá de perseguir a Herta Müller a lo largo de su vida en tanto que
persona y artista: la afirmación de la individualidad. Cuando al cardo
de leche lo llama cuello de agujas no sólo está imaginando
nuevas formas de nombrar lo que existe, sino que se rebela ante una
convención que se le antoja arbitraria. ¿Por qué la planta —se pregunta
la niña— se define por lo que guarda (la leche en el tallo) y no por lo
que exhibe (las espinas)? Porque las palabras, por más rico que sea el
lenguaje hablado, siempre serán insuficientes para todo lo que se oculta
detrás de una forma.
En una lengua deforme, sostiene Müller, no hay quien pueda sentirse en
casa. Los regímenes totalitarios se aprovechan del idioma para deformar
las personalidades e incitar al odio. En tales condiciones no puede
decirse que el idioma que nos viene de la cuna sea una patria. La
víctima del terror tiene a su disposición un conjunto de sintagmas que
lo mismo pueden usarse para fines nobles como para socavar las
individualidades. Si el idioma materno es un accidente, el habla, en
cuanto tal, representa un rasgo inequívoco de la condición humana, una
capacidad infinita que excede fronteras y tramas políticas. Esta
certeza, en opinión de Müller, es la piedra de toque de toda esperanza:
la escritura como una posibilidad de establecer una relación íntima y
única con el mundo, con su drama, su dolor, su alegría.
Silencio y lenguaje no son categorías antitéticas. Ambas pueden ser
fuga, traición o la última orilla del náufrago. Allá donde los
campesinos callaban y los supervivientes de los campos de trabajo
soviéticos se negaban a rememorar verbalmente su exilio, Herta Müller
hizo de la palabra el motor de su resistencia, pese a que nunca pudo
sentirse parte de una comunidad lingüística. El rumano era la lengua de
los comunistas y los nacionalistas recalcitrantes, facciones que
despreciaba por igual. El alemán, el idioma de su literatura y también
la lengua con la que en su pueblo natal la sometían al escarnio: esos
pobladores, antes mudos, encontraron abominable el rumor de que una
poeta había pergeñado un conjunto de cuentos en los que se narraba el
paisaje desolado, corrupto y sin esperanzas donde malvivían los
campesinos de la minoría alemana. “¿Acaso era patria aquel lugar por el
mero hecho de que yo conociera la lengua de las dos facciones que decían
ser sus representantes?”, se pregunta. “Precisamente porque la conocía,
lo que sucedió fue que jamás pudimos ni quisimos hablar la misma
lengua”.
La literatura de Herta Müller es limitada en cuanto a temas. Salvo por
Todo lo que tengo lo llevo conmigo, libro que explora las
deportaciones de las minorías alemanas a los campos de trabajo
soviéticos, sus novelas transcurren durante la tiranía de Ceaușescu y
tienen como protagonistas a la misma mujer y a los mismos desposeídos.
Si las tiranías fincan su existencia en la pretensión de la eternidad,
idealmente los individuos han de combatirlas con idéntico afán. Es todo
cuanto pueden hacer los que no han cedido su individualidad y a su
disposición sólo cuentan con la pluma. Porque, en última instancia, aun
cuando se huye y se recuperan las libertades políticas e incluso en el
caso de que los regímenes caigan y los cadáveres de los tiranos sean
exhibidos en una plaza, el terror no se disuelve por completo. Vive
dentro, como una bestia, y asalta en los momentos que menos espera el
superviviente. Herta Müller, a las orillas de un lago berlinés, veía
unos patos deslizarse sobre la superficie del agua cuando de pronto fue
invadida por una repulsión incontrolable: las aves lacustres se parecían
demasiado a las que adornaban las vajillas del tirano. El pasado vive
atrapado en el presente bajo disfraces inesperados, códigos
inescrutables del recuerdo y del trauma. Ni los cielos despejados ni las
fronteras abiertas bastan para romper los muros internos de los que
viven sitiados. Pero si uno no tiene intenciones de suicidarse o abrazar
la locura, el oficio literario puede ser una cuerda que se tienda sobre
el abismo. El riesgo de caer es más grande que el de llegar a tierra
firme, pero si se quiere sortear la negrura no hay más opción que
respirar hondo, abrir bien los ojos, aguzar el oído, darse valor y
aferrarse a los finos hilos de la palabra.
La bestia del corazón
El miedo no es el único animal que ruge en las entrañas. Hay otro: la
bestia del corazón. A esta criatura Herta Müller le dedica una novela,
la más poderosa de su producción. Escrita en 1997 desde el exilio,
La bestia del corazón pinta un mural fracturado en el que se
plasman las vidas de un cuarteto de personajes sitiados por el terror
totalitario. La bestia aparece por primera vez en boca de una abuela que
consuela a su nieta. Aplaca la bestia de tu corazón, le ruega. ¿Habla
del pánico, la desesperanza, la asfixia? Todo lo contrario: en la
literatura de Müller la bestia del corazón se refiere a las ansias sin
reservas de sobrevivir aun cuando el destino, los tiranos y hasta los
dioses están contra uno. ¿Por qué la abuela desalienta a la niña? Porque
empeñarse en sobrevivir y preservar la individualidad en un mundo
cercado es una apuesta fútil: los cementerios, los basureros y los lagos
están repletos de los cadáveres de quienes quisieron ser ellos mismos.
La novela, sin embargo, no es un canto esperanzador: en la pretensión
por imponerse a las circunstancias habrá caídas, derrotas, suicidios y,
en el caso de algunos exiliados, una libertad que no sabe a nada. ¿No
sería mejor callar, negarse a prestar la pluma al desespero y a la
indefensión? La bestia en el corazón de Müller dice: no calles, escribe.
Y ella lo hace. Una y otra vez vuelve al sitio del que siempre quiso
escapar. Murallas a las que retornará mientras no se agote su tinta.
Vargas Llosa diría que la escritura es una forma de rebelión contra un
mundo que, por mundano, horrible o insuficiente, no nos satisface. Se
escribe con propósito de enmienda. Llevado al extremo, se podría sugerir
que empuñar la pluma es desafiar a lo divino en el sentido de que nos
damos a la tarea de completar la labor mal hecha del Creador. No creo,
sin embargo, que siempre sea así. Más en la línea de Camus, Herta Müller
argumentaría que buscamos la literatura no para escapar de una realidad
con la que no estamos conformes, sino más bien para padecerla y tratar
de entender el absurdo que es el día a día (aunque al final, como se
sabe, el absurdo sea incognoscible).
Al explorar el tema de los autores que escriben en tiempos de terror,
Herta Müller se apresura a aclarar que su compromiso personal no es con
una ideología, aun cuando la escritura sea un acto moral,
sino, ante todo, con la belleza. Acaso porque ésta confronta
directamente a la vulgaridad innata de lo absurdo. Sin embargo, la
belleza a la que aspira Müller no se encuentra en los ribetes del idioma
ni en el encumbramiento de lo que el autor, a título personal, tiene por
noble. De hecho, Müller asegura que “ante la brutalidad, toda belleza
pierde su sentido propio, revierte en lo contrario, se vuelve obscena”.
Se escribe para sobrevivir, pero sólo en la medida en que la
supervivencia es una expresión de la tragedia humana. El arte, entonces,
debe registrar tanto el dolor como la gloria sin perderse en dibujar
torpemente los contornos de la forma. La belleza de la que Müller habla
implica el encuentro doloroso con uno mismo, con la bestia que, en
nuestro corazón, reclama la tragedia, la vida.
Bibliografía
Albert Camus, El mito de Sísifo, trad. R. Mares, Tomo, Ciudad
de México, 2014.
Herta Müller, El rey se inclina y mata, trad. Isabel García
Adánez, Siruela, Madrid, 2011.
Herta Müller, La bestia del corazón, trad. B. B. Tyroller,
Siruela, Madrid, 2009.
Notas:
Herta Müller, La bestia del corazón, p. 13.
Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 33.
Ibídem, p. 32.
Camus insiste en que “sería un error creer que la obra
de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de
lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente
de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es,
por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo
pensamiento de un hombre” (El mito de Sísifo, p. 132).
En el caso de Herta Müller, es imposible disociar su
literatura de una denuncia a la corrupción moral que se deriva de
las tiranías.
Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 36.
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