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Los trabajos y los días
Roberto Arlt

 

Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.

Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días.

Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:

—Silvio, es necesario que trabajes.

Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.

Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.

Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.

—Tenés que trabajar, ¿entendés? Tú no quisiste estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.

Al hablar apenas movía los labios, delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.

—Tenés que trabajar, Silvio.

—¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios... ¿Qué quiere que haga?... ¿que fabrique el empleo...? Bien sabe usted que he buscado trabajo.

Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.

Mas ella insistía como si fueran ésas sus únicas palabras.

—¿De qué?... a ver ¿de qué?

Maquinalmente se acercó a la ventana, y con un movimiento nervioso arregló las arrugas de la cortina. Como si le costara trabajo decirlo:

—En La Prensa siempre piden...

—Sí, piden lavacopas, peones... ¿quiere que vaya de lavacopas?

—No, pero tenés que trabajar. Lo poco que ha quedado alcanza para que termine Lila de estudiar.

Nada más. ¿Qué querés que haga?

Bajo la orla de la saya enseñó un botín descalabrado y dijo:

—Mira qué botines. Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca. ¿Qué querés que haga, hijo?

Ahora su voz era de tribulación. Un surco oscuro le hendía la frente desde el ceño hasta la raíz de los cabellos, y casi le temblaban los labios.

—Está bien, mamá, voy a trabajar.

Cuánta desolación. La claridad azul remachaba en el alma la monotonía de toda nuestra vida, cavilaba hedionda, taciturna.

Desde afuera oíase el canto triste de una rueda de niños:

La torre en guardia.

La torre en guardia.

La quiero conquistar.

Suspiró en voz baja.

—Qué más quisiera que pudieras estudiar.

—Eso no vale nada.

—El día que Lila se reciba...

La voz era mansa, con tedio de pena.

Habíase sentado junto a la máquina de coser, y en el perfil, bajo la fina línea de la ceja, el ojo era un cuévano de sombra con una chispa blanca y triste. Su pobre espalda encorvada, y la claridad azul en la lisura de los cabellos dejaba cierta claridad de témpano.

—Cuando pienso... —murmuró.

—¿Estás triste, mamá?

—No —contestó.

De pronto:

—¿Quieres que lo hable al señor Naidath? Puedes aprender a ser decorador. ¿No te gusta el oficio?

—Es igual.

—Sin embargo, ganan mucho dinero.

Me sentí impulsado a levantarme, a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas:

"¡No hable de dinero, mamá, por favor...! ¡No hable... cállese...!"

Estábamos allí, inmóviles de angustia. Afuera la ronda de chicos aún cantaba con melodía triste:

La torre en guardia.

La torre en guardia.

La quiero conquistar.

Pensé:

"Y así es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo, le diré: 'Tenés que trabajar. Yo no te puedo mantener.' "Así es la vida. Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.

Ahora, mirándola, observando su cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena.

Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.

¡Pobre mamá! Y hubiera querido abrazarla, hacerle inclinar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdón de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardábamos, le dije con voz vibrante:

—Sí, voy a trabajar, mamá.

Quedamente:

—Está bien, hijo, está bien... —y otra vez la pena honda nos selló los labios.

Afuera, sobre la sonrosada cresta de un muro, resplandecía en lo celeste un fúlgido tetragrama de plata.

Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.

El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.

Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.

Anchurosa portada mostraba a los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Brabante y Las aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.

Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.

—No está don Gaetano.

La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas, los ojos grandes y de aguas convulsas causaban desconfianza.

El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.

Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.

—¿Así que vos antes trabajastes en una librería?

—Sí, patrón.

—Y trabajaba mucho el otro?

—Bastante.

—Pero no tiene tanto libro como acá, ¿eh?

—Oh, claro, ni la décima parte.

Después a su esposa:

—¿Y Mosiú no vendrá más a trabajar?

La mujer con tono áspero, dijo:

—Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.

Dijo, y apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrado entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.

—¿Cuánto querés ganar?

—Yo no sé... Usted sabe.

—Bueno, mirá... Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí —y el hombre inclinaba su greñuda cabeza—, aquí no hay horario... la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once...

—¿Cómo, a las once de la noche?

—Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.

Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:

—Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.

—Qué, ¿tiene desconfianza?

—No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres... Usted comprenderá...

La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.

—Bueno —prosiguió don Gaetano—, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda —y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.

La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.

A las nueve de la mañana me detuve en la casa donde vivía el librero. Después de llamar, guareciéndome de la lluvia, me recogí en el zaguán.

Un viejo barbudo, envuelto el cuello en una bufanda verde y la gorra hundida hasta las orejas, salió a recibirme.

—¿Qué quiere?

—Yo soy el nuevo empleado.

—Suba.

Me lancé por el vano de la escalera, sucia en los peldaños.

Cuando llegamos al pasillo, el hombre dijo:

—Espérese.

Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteada por agujas de agua.

Repetíanse los nerviosos golpes de campana de los tranvías, y entre el "trolley" y los cables vibraban chispas violetas; el cacareo de un gallo afónico venía no sé de dónde.

Súbita tristeza me sobrecogió al enfrentarme al abandono de aquella casa.

Los cristales de las puertas estaban sin cortinas, los postigos cerrados.

En un rincón del hall, en el piso cubierto de polvo, había olvidado un trozo de pan duro, y en la atmósfera flotaba olor a engrudo agrío: cierta hediondez de suciedad harto tiempo húmeda.

—Miguel —gritó con voz desapacible la mujer desde adentro.

—Va, señora.

—¿Está el café?

El viejo levantó los brazos al aire y cerrando los puños se dirigió a la cocina por un patio mojado.

—Miguel.

—Señora.

—¿Dónde están las camisas que trajo Eusebia?

—En el baúl chico, señora.

—Don Miguel —habló socarronamente el hombre.

—Diga, don Gaetano.

—¿Cómo le va, don Miguel?

El viejo movió la cabeza a diestra y siniestra, levantando desconsoladamente los ojos al cielo.

Era flaco, alto, carilargo, con barba de tres días en las fláccidas mejillas y expresión lastimera de perro huido en los ojos legañosos.

—Don Miguel.

—Diga, don Gaetano.

—Andá a comprarme un Avanti.

El viejo se marchaba.

—Miguel.

—Señora.

—Traete medio kilo de azúcar a cuadritos, y que te la den bien pesada.

Una puerta se abrió, y salió don Gaetano prendiéndose la bragueta con las dos manos y suspendido del encrespado cabello, sobre la frente, un trozo de peine.

—¿Qué hora es?

—No sé.

Miró al patio.

—Puerco tiempo —murmuró, y después comenzó a peinarse.

Llegado don Miguel con el azúcar y los toscanos, don Gaetano dijo:

—Traete la canasta, después te llevás el café al negocio —y encasquetándose un grasiento sombrero de fieltro tomó la canasta que le entregaba el viejo y dándomela, dijo:

—Vamos al mercado.

—¿Al mercado?

Tomó mi frase al vuelo.

—Un consejo, che Silvio. A mi no me gusta decir dos veces las cosas. Además comprando en el mercado uno sabe lo que come.

Entristecido salí tras él con la canasta, una canasta impúdicamente enorme, que golpeándome las rodillas con su chillonería hacía más profunda, más grotesca la pena de ser pobre.

—¿Queda lejos el mercado?

—No, hombre, acá en Carlos Pellegrini —y observándome cariacontecido dijo:

—Parece que tenés vergüenza de llevar una canasta. Sin embargo el hombre honesto no tiene vergüenza de nada, siempre que sea trabajo.

Un dandy a quien rocé con la cesta me lanzó una mirada furiosa; un rabicundo portero uniformado desde temprano con magnífica librea y brandeburgos de oro, observóme irónico, y un granujilla que pasó, como quien lo hace inadvertidamente, dio un puntapié al trasero de la cesta, y la canasta pintada rojo rábano, impúdicamente grande, me colmaba de ridículo.

¡Oh, ironía!, y yo era el que había soñado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!

Pensaba:

"¿Y para vivir hay que sufrir tanto...?, todo esto... tener que pasar con una canasta al lado de espléndidas vidrieras..."

Perdimos casi toda la mañana vagando por el Mercado del Plata.

¡Bella persona era don Gaetano!

Para comprar un repollo, o una tajada de zapallo o un manojo de lechuga, recorría los puestos disputando, en discusiones ruines, piezas de cinco centavos a los verduleros, con quienes se insultaba en un dialecto que yo no entendía.

¡Qué hombre! Tenía actitudes de campesino astuto, de gañán que hace el tonto y responde con una chuscada cuando comprende que no puede engañar.

Husmeando pichinchas metíase entre fregonas y sirvientas a curiosear cosas que no debían interesarle, hacía de saludador arlequinesco, y en acercándose a los mostradores estañados de los pescadores examinaba las agallas de merluzas y pejerreyes, comía langostinos, y sin comprar tan siquiera un marisco, pasaba al puesto de las mondongueras, de allí al de los vendedores de gallinas, y antes de mercar nada, oliscaba la vitualla y manoseábala desconfiadamente. Si los comerciantes se irritaban, él les gritaba que no quería ser engañado, que bien sabía que ellos eran unos ladrones, pero que se equivocaban si le tomaban por tonto porque era tan sencillo.

Su sencillez era chocarrería, su estulticia vivísima granujería.

Procedía así:

Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o una coliflor. Estaba conforme puesto que pedía precio, pero de pronto descubría otro que le parecía más sazonado o más grande, y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y don Gaetano, ambos empeñados en robarse, en perjudicar al prójimo, aunque fuere en un solo centavo.

Su mala fe era estupenda. Jamás pagaba lo estipulado, sino lo que ofreciera antes de cerrar trato.

Una vez que yo había guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se retiraba del mostrador, hundía los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejándose aprisa después.

Si el comerciante le gritaba, él respondía:

—Estate buono.

Tenía el prurito del movimiento, era un goloso visual, entraba en éxtasis frente a la mercadería por el dinero que representaba.

Acercábase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacíalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rascábase tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costillares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigíase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuántos espárragos tiene un mazo, a ensuciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo o a observar al trasluz los huevos y a deleitarse en los pilones de manteca húmeda, sólida, amarilla, y aún oliendo a suero.

Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajón de kerosene, yo en el ángulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.

A las once de la noche abandonamos la caverna.

Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los trastos de hacer café; don Gaetano, sepultadas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechón de cabellos caído sobre los ojos, y yo tras ellos, pensaba cuán larga había sido mi primera jornada.

Subimos y al llegar al pasillo don Gaetano me preguntó:

—¿Trajiste colchón, vos?

—Yo no. ¿Por qué?

—Aquí hay una camita, pero sin colchón.

—¿Y no hay nada con qué taparse?

Don Gaetano miró en redor, luego abrió la puerta del comedor; encima de la mesa había una carpeta verde, pesada y velluda.

Doña María entraba en el dormitorio cuando don Gaetano tomó la carpeta por un extremo y echándomela al hombro, malhumorado, dijo:

—Estate buono —y sin contestar a mis buenas noches, me cerró la puerta en las narices.

Quedé desconcertado ante el viejo, que testimonió su indignación con esta sorda blasfemia: "¡Ah! ¡Dío Fetente!"; luego echó a andar y le seguí.

El cuchitril donde habitaba el anciano famélico, a quien desde ese momento bauticé con el nombre de Dío Fetente, era un triángulo absurdo, empinado junto al techo, con un ventanuco redondo que daba a la calle Esmeralda y por el cual se veía la lámpara de arco voltaico que iluminaba la calzada.

El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por allí se colaban ráfagas de viento que hacían bailar la lengua amarilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro.

Arrimada a la pared había una cama de tijera, dos palos en cruz con una lona clavada en los travesaños.

Dío Fetente salió a orinar a la terraza, luego sentóse en un cajón, se quitó la gorra y los botines, arreglóse prolijamente la bufanda en torno del cogote y preparado para afrontar el frío de la noche, prudentemente entró en el catre, cubriéndose hasta la barba con las mantas, unas bolsas de arpillera rellenadas de trapos inservibles.

La mortecina claridad de la candela, iluminaba el perfil de su rostro, de larga nariz rojiza, aplanada frente estriada de arrugas, y cráneo mondo, con vestigios de pelos grises encima de las orejas. Como el viento que entraba molestábale, Dío Fetente extendió el brazo, cogió la gorra y se la hundió sobre las orejas, luego sacó del bolsillo una colilla de toscano, la encendió, lanzó largas bocanadas de humo y uniendo las manos bajo la nuca, quedóse mirándome sombrío.

Yo comencé a examinar mi cama. Muchos debían de haber padecido en ella, tan deteriorada estaba. Habiendo la punta de los elásticos rasgado la malla, quedaban éstos en el aire como fantásticos tirabuzones, y las grampas de las agarraderas habían sido reemplazadas por ligaduras de alambre.

Sin embargo, no me iba a estar la noche en éxtasis, y después de comprobar su estabilidad, imitando a Dío Fetente, me saqué los botines, que envueltos en un periódico me sirvieron de almohada, me envolví en la carpeta verde y dejándome caer en el fementido lecho, resolví dormir.

Indiscutiblemente, era cama de archipobre, un deshecho de judería, la yacija más taimada que he conocido.

Los resortes me hundían las espaldas; parecía que sus puntas querían horadarme la carne entre las costillas, la malla de acero rígida en una zona se hundía desconsideradamente en un punto, en tanto que en otro por maravillas de elasticidad elevaba promontorios, y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite.

Además, no encontraba postura cómoda, el rígido vello de la carpeta rascábame la garganta, el filo de los botines me entumecía la nuca, los espirales de los elásticos doblados me pellizcaban la carne.

Entonces:

—¡Eh, diga, Dío Fetente!

Como una tortuga, el anciano sacó su pequeña cabeza al aire de entre el caparazón de arpilleras.

—Diga, don Silvio.

—¿Qué hacen que no tiran este camastro a la basura? El venerable anciano, poniendo los ojos en blanco, me respondió con un suspiro profundo, tomando así a Dios de testigo de todas las iniquidades de los hombres.

—Diga, Dío Fetente, ¿no hay otra cama?... Aquí no se puede dormir...

—Esta casa es el infierno, don Silvio... el infierno —y bajando la voz, temeroso de ser escuchado—: esto es... la mujer... la comida... Ah, Dío Fetente, ¡qué casa ésta!

El viejo apagó la luz y yo pensé:

"Decididamente, voy de mal en peor."

Ahora escuchaba el ruido de la lluvia caer sobre el zinc de la boharda.

De pronto me conturbó un sollozo sofocado. Era el viejo que lloraba, que lloraba de pena y de hambre. Y ésa fue mi primera jornada.

Algunas veces en la noche, hay rostros de doncellas que hieren con espada de dulzura. Nos alejamos, y el alma nos queda entenebrecida y sola, como después de una fiesta.

Realizaciones excepcionales... se fueron y no sabemos más de ellas, y sin embargo nos acompañaron una noche teniendo la mirada fija en nuestros ojos inmóviles... y nosotros heridos con espadas de dulzura, pensamos cómo sería el amor de esas mujeres con esos semblantes que se adentraron en la carne. Congojosa sequedad del espíritu, peregrina voluptuosidad áspera y mandadora.

Pensamos cómo inclinarían la cabeza hacia nosotros para dejar en dirección al cielo sus labios entreabiertos, cómo dejarían desmayarse del deseo sin desmentir la belleza del semblante un momento ideal; pensamos cómo sus propias manos trizarían los lazos del corpiño...

Rostros... rostros de doncellas maduras para las desesperaciones del júbilo, rostros que súbitamente acrecientan en la entraña un desfallecimiento ardiente, rostros en los que el deseo no desmiente la idealidad de un momento. ¿Cómo vienen a ocupar nuestras noches?

Yo me he estado horas continuas persiguiendo con los ojos la forma de una doncella que durante el día me dejó en los huesos ansiedad de amor.

Despacio consideraba sus encantos avergonzados de ser tan adorables, su boca hecha tan sólo para los grandes besos; veía su cuerpo sumiso pegarse a la carne llamadora de su desengaño e insistiendo en la delicia de su abandono, en la magnífica pequeñez de sus partes destrozables, la vista ocupada por el semblante, por el cuerpo joven para el tormento y para una maternidad, alargaba un brazo hacia mi pobre carne; hostigándola, la dejaba acercarse al deleite.

En aquel momento don Gaetano volvía de la calle y pasó hacia la cocina. Miróme ceñudo, mas no dijo nada, y yo me incliné sobre el tarro de engrudo al tiempo que arreglaba un libro, pensando: va a haber tormenta.

Ciertamente, con intervalos breves, el matrimonio reñía.

La mujer blanca, inmóvil, apoyada de codos en el mostrador, las manos arrebujadas en los repliegues de la pañoleta verde, seguía los pasos del marido con ojos crueles.

Don Miguel, en la cocinita, lavaba platos en un fuentón grasiento. Las puntas de su bufanda rozaban los bordes del tacho y un delantal de cuadros rojos y azules atado a la cintura con un piolín, le defendía de las salpicaduras de agua.

—¡Qué casa ésta, Dío Fetente!

He de advertir que la cocina, lugar de nuestras expansiones, estaba enfrentada a una letrineja hedionda, era un rincón de la caverna, tapiado a las espaldas de las estanterías.

Encima de una tabla sucia, apelmazados con sobras de verdura, había pequeños trozos de carne y patatas, con los que don Miguel confeccionaba la magra pitanza del mediodía. Lo quitado a nuestra voracidad era servido a la noche, bajo la forma de un guiso estrambótico. Y era Dío Fetente el genio y mago de ese antro hediondo. Allí maldecíamos de nuestra suerte; allí don Gaetano se refugiaba a veces para meditar sombrío en las desazones que trae consigo el matrimonio.

El odio que fermentaba en el pecho de la mujer terminaba por estallar.

Bastaba un movimiento insignificante, una nimiedad cualquiera.

Súbitamente la mujer envarada de un furor sombrío abandonaba el mostrador, y arrastrando las chancletas por el mosaico, las manos arrebujadas en su pañoleta, los labios apretados y los párpados inmóviles, buscaba al marido.

Recuerdo la escena de ese día: Como de costumbre, esa mañana don Gaetano fingió no verla, aunque se encontraba a tres pasos de él. Yo vi que el hombre inclinó la cabeza hacia cierto libro simulando leer el título.

Detenida, la mujer blanca permanecía inmóvil. Sólo sus labios temblaban como tiemblan las hojas.

Después dijo con una voz que hacía grave cierta monotonía terrible.

—Yo era linda. ¿Qué has hecho de mi vida?

Sobre su frente temblaron los cabellos como si pasara el viento.

Un sobresalto sacudió el cuerpo de don Gaetano.

Con desesperación que le hinchaba la garganta, ella le arrojó estas palabras pesadas, salitrosas:

—Yo te levanté... ¿Quién era tu madre... sino una bagazza que andaba con todos los hombres?

¿Qué has hecho de mi vida vos...?

— ¡María, callate! —respondió con voz cavernosa don Gaetano.

—Sí, ¿quién te sacó el hambre y te vistió...? Yo, strunzo... yo te di de comer —y la mano de la mujer se levantó como si quisiera castigar la mejilla del hombre.

Don Gaetano retrocedió tembloroso.

Ella dijo con amargura en que temblaba un sollozo, un sollozo pesado de salitre:

—¿Qué has hecho de mi vida... puerco? Estaba en mi casa como clavel en la maceta, y no tenía necesidad de casarme con vos, strunzo...

Los labios de la mujer se torcieron convulsivamente, como si masticara un odio pegajoso, terrible.

Yo salí para echar a los curiosos del dintel del comercio.

—Dejalos, Silvio —me gritó imperativa—, que oigan quién es este sinvergüenza —y redondos los ojos verdes, dando la sensación de que su rostro se aproximaba, como en el fondo de una pantalla, prosiguió más pálida:

—Si yo fuera diferente, si anduviera por ahí vagando, viviría mejor... estaría lejos de un marrano como vos.

Callóse y reposó.

Ahora don Gaetano atendía a un señor de sobretodo, con grandes lentes de oro cabalgando en la fina nariz enrojecida por el frío.

Exaltada por su indiferencia, pues el hombre debía de estar habituado a esas escenas y prefería ser insultado a perder sus beneficios, la mujer vociferó:

—No le haga caso, señor, ¿no ve que es un napolitano ladrón?

El señor anciano volvióse asombrado a mirar a la furia, y ella:

—Le pide veinte pesos por un libro que costó cuatro —y como don Gaetano no volvía las espaldas, gritó, hasta que el rostro se le congestionó:

—¡Sí, sos un ladrón, un ladrón! —y le escupió su despecho, su asco.

El señor anciano dijo, calándose los lentes:

—Volveré otro día —y salió indignado. Entonces doña María tomó un libro y bruscamente lo arrojó a la cabeza de don Gaetano, después otro y otro.

Don Gaetano pareció ahogarse de furor. De pronto arrancóse el cuello, la corbata negra y arrojóla al rostro de su mujer; luego se detuvo un momento como si hubiera recibido un golpe en las sienes y después echó a correr, salió hasta la calle, los ojos saltándole de las órbitas, y parándose en medio de la vereda, moviendo la rapada cabeza desnuda, señalándola como un loco a los transeúntes, los brazos extendidos, le gritó con voz desnaturalizada por el coraje:

—¡Bestia... bestia... bestión...!

Satisfecha, ella se allegó a mí:

—¿Has visto cómo es? No vale... ¡canalla! Te aseguro que a veces me dan ganas de dejarlo —y tornando al mostrador se cruzó de brazos, permaneciendo abstraída, la cruel mirada fija en la calle.

De pronto:

—Silvio.

—Señora.

—¿Cuántos días te debe?

—Tres, contando hoy, señora.

—Tomá —y, alcanzándome el dinero, agregó—: No le tengas fe, porque es un estafador... Estafó a una compañía de seguros; si yo quisiera, estaría en la cárcel.

Me dirigí a la cocina.

—¿Qué te parece esto, Miguel...?

—El infierno, don Silvio. ¡Qué vida! ¡Dío Fetente! Y el viejo, amenazando la altura con el puño, exhaló un largo suspiro, después inclinó la cabeza sobre el fuentón y siguió mondando patatas.

—¿Pero a qué vienen esos burdeles?

—Yo no sé... no tienen hijos... él no sirve...

—Miguel.

—Diga, señora.

La voz estridente ordenó:

—No hagas comida; hoy no se come. A quien no le guste, que se mande a mudar.

Fue el golpe de gracia. Algunas lágrimas corrieron por el ruinoso semblante del viejo famélico.

Pasaron unos instantes.

—Silvio.

—Señora.

—Tomá, son cincuenta centavos. Te vas a comer por ahí.

Y arropándose los brazos en los repliegues de la pañoleta verde, recobró su fiera posición habitual.

En las mejillas lívidas dos lágrimas blancas resbalaban lentamente hacia la comisura de su boca.

Conmovido, murmure:

—Señora...

Ella me miró, y sin mover el rostro, sonriendo con una sonrisa convulsiva por lo extraña, dijo:

—Andá, y te volvés a las cinco.

Aprovechando la tarde libre resolví ir a verlo al señor Vicente Timoteo Souza, a quien había sido recomendado por un desconocido, que se dedicaba a las ciencias ocultas y demás artes teosóficas.

Presioné el llamador del timbre y permanecí mirando la escalera de mármol, cuya alfombra roja retenida por caños de bronce mojaba el sol a través de los cristales de la pesada puerta de hierro.

Reposadamente descendió el portero, trajeado de negro.

—¿Qué quiere?

—¿El señor Souza está?

—¿Quién es usted?

—Astier.

—As...

—Sí, Astier. Silvio Astier.

—Aguarde, voy a ver —y después de examinarme de pies a cabeza desapareció tras la puerta del recibimiento, cubierta de luengas cortinas blancoamarillas.

Esperaba afanado, con angustia, sabedor que una resolución de aquel gran señor llamado Vicente Timoteo Souza podía cambiar el destino de mi mocedad infortunada.

Nuevamente la pesada puerta se entreabrió y, solemne, me comunicó el portero:

—El señor Souza dice que se allegue dentro de media hora.

—Gracias... gracias... hasta luego —y me retiré pálido. Entré en una lechería próxima a la casa y, sentándome junto a una mesa, pedí al mozo un café.

"Indudablemente —pensé—, si el señor Souza me recibe es para darme el empleo prometido.

"No —continué—, no tenía razón para pensar mal de Souza... Vaya a saber todas las ocupaciones que tenía para no recibirme..."

¡Ah, el señor Timoteo Souza!

Fui presentado a él una mañana de invierno por el teósofo Demetrio, que trataba de remediar mi situación.

Sentados en el hall, alrededor de una mesa tallada, de ondulantes contornos, el señor Souza, brillantes las descañonadas mejillas y las vivaces pupilas tras de los espejuelos de sus quevedos, conversaba. Recuerdo que vestía un velludo déshabillé con alamares de madreperla y bocamangas de nutria, especializando su cromo del rastaquouère, que por distraerse puede permitirse la libertad de conversar con un pobre diablo.

Hablábamos, y refiriéndose a mi posible psicología, decía:

—Remolinos de cabello, carácter indócil...; cráneo aplanado en el occipucio, temperamento razonador...; pulso trémulo, índole romántica...

El señor Souza, volviéndose al teósofo impasible, dijo:

—A este negro lo voy a hacer estudiar para médico. ¿Qué le parece, Demetrio?

El teósofo, sin inmutarse.

—Está bien... aunque todo hombre puede ser útil a la humanidad, por más insignificante que sea su posición social.

—Je, je; usted siempre filósofo —y el señor Souza volviéndose a mí, dijo:

—A ver... amigo Astier, escriba lo que se le ocurra en este momento.

Vacilé; después anoté con un precioso lapicero de oro que deferente el hombre me entregó:

"La cal hierve cuando la mojan."

—¿Medio anarquista, eh? Cuide su cerebro, amiguito... cuídelo, que entre los 20 y 22 años va a sufrir un surmenage.

Como ignoraba, pregunté:

—¿Qué quiere decir surmenage?

Palidecí. Aun ahora cuando le recuerdo, me avergüenzo.

—Es un decir —reparó—. Todos nuestros sentimientos es conveniente que sean dominados —y prosiguió:

—El amigo Demetrio me ha dicho que ha inventado usted no sé qué cosas.

Por los cristales de la mampara penetraba gran claridad solar, y un súbito recuerdo de miseria me entristeció de tal forma que vacilé en responderle, pero con voz amarga lo hice.

—Sí, algunas cositas... un proyectil señalero, un contador automático de estrellas...

—Teoría... sueños... —me interrumpió restregándose las manos—. Yo lo conozco a Ricaldoni, y con todos sus inventos no ha pasado de ser un simple profesor de física. El que quiere enriquecerse tiene que inventar cosas prácticas, sencillas.

Me sentí laminado de angustia.

Continuó:

—El que patentó el juego del diábolo, ¿sabe usted quién fue?... Un estudiante suizo, aburrido de invierno en su cuarto. Ganó una barbaridad de pesos, igual que ese otro norteamericano que inventó el lápiz con gomita en un extremo.

Calló, y sacando una petaca de oro con un florón de rubíes en el dorso, nos invitó con cigarrillos de tabaco rubio.

El teósofo rehusó inclinando la cabeza, yo acepté. El señor Souza continuó:

—Hablando de otras cosas. Según me comunicó el amigo aquí presente, usted necesita un empleo.

—Sí, señor, un empleo donde pueda progresar, porque donde estoy...

—Sí... sí... ya sé, la casa de un napolitano... ya sé... un sujeto. Muy bien, muy bien... creo que no habrá inconvenientes. Escríbame una carta detallándome todas las particularidades de su carácter, francamente y no dude de que yo lo puedo ayudar. Cuando yo prometo, cumplo.

Levantóse del sillón con negligencia.

—Amigo Demetrio... mayor gusto... venga a verme pronto, que quiero enseñarle unos cuadros.

Joven Astier, espero su carta —y sonriendo, agregó:

—Cuidadito con engañarme.

Una vez en la calle, dije estusiasmado al teósofo:

—Qué bueno es el señor Souza... y todo por usted... muchas gracias.

—Vamos a ver... vamos a ver.

Dejé de evocar, para preguntar qué hora era al mozo de la lechería.

—Dos menos diez.

¿Qué habrá resuelto el señor Souza?

En el intervalo de dos meses habíale escrito frecuentemente encareciéndole mi precaria situación, y después de largos silencios, de breves esquelas que no firmaba y escritas a máquina, el hombre dineroso se dignaba recibirme.

"Sí, ha de ser dándome un empleo, quizá en la administración municipal o en el gobierno. Si fuera cierto, ¡qué sorpresa para mamá!", y al recordarla, en esa lechería con enjambres de moscas volando en torno de pirámides de alfajores y pan de leche, ternura súbita me humedeció los ojos.

Arrojé el cigarrillo y pagando lo consumido me dirigí a la casa de Souza.

Con violencia latían mis venas cuando llamé.

Retiré inmediatamente el dedo del botón del timbre, pensando:

"No vaya a suponer que estoy impaciente porque me reciba y esto le disguste."

¡Cuánta timidez hubo en el circunspecto llamado! Parecía que el apretar el botón del timbre, quería decir:

"Perdóneme si le molesto, señor Souza... pero tengo necesidad de un empleo..."

La puerta se abrió.

—El señor... —balbucié.

—Pase.

De puntillas subí la escalera tras el fámulo. Aunque las calles estaban secas, en el quitabarros del dintel había frotado la suela de mis botines para no ensuciar nada allí.

En el vestíbulo nos detuvimos. Estaba oscuro.

El criado junto a la mesa ordenó los tallos de unas flores en su búcaro de cristal.

Se abrió una puerta, y el señor Souza compareció en traje de calle, centelleante la mirada tras los espejuelos de sus quevedos.

—¿Quién es usted? —me gritó en dureza.

Desconcertado, repliqué:

—Pero señor, yo soy Astier...

—No lo conozco, señor; no me moleste más con sus cartas impertinentes. Juan, acompáñelo al señor.

Después, volviéndose, cerró fuertemente la puerta tras mis espaldas.

Y otra vez más triste, bajo el sol, emprendí el camino hacia la caverna.

Una tarde, después que se insultaron hasta enronquecer, la mujer de don Gaetano, comprendiendo que éste no abandonaría el comercio como otras veces, resolvió marcharse.

Salió hasta la calle Esmeralda y volvió al departamento con un lío blanco. Después, para perjudicar al marido que tarareaba insultante un couplet a la puerta de la caverna, se dirigió a la cocina y nos llamó a Dío Fetente y a mí. Me ordenó, pálida de rabia:

—Sacá esa mesa, Silvio.

Tenía los ojos más verdes que nunca y dos manchas de carmín en las mejillas. Sin cuidarse de que el borde de su pollera se ensuciaba en la humedad del cuchitril, inclinábase aderezando los enseres que se llevaría.

Yo, tratando de no mancharme de grasa, retiré la mesa, una tabla pringosa con cuatro patas podridas. Allí preparaba sus bodrios el lacerado Dío Fetente.

Dijo la mujer:

—Poné las patas para arriba.

Comprendí su pensamiento. Quería convertir el trasto en una angarilla

No me equivoqué:

—Dío Fetente barrió con la escoba muchas telas de araña del fondo de la mesa. Y después de cubrirla con un repasador, la mujer depositó en las tablas un bulto blanco, las ollas rellenas de platos, cuchillos y tenedores, ató con un piolín el calentador Primus a una pata de la mesa y, congestionada de trajinar, dijo, viendo casi todo terminado:

—Que se vaya a comer a la fonda ese perro.

Acabando de arreglar los paquetes, Dío Fetente, inclinado sobre la mesa, parecía un cuadrumano con gorra, y yo, con los brazos en jarras, cavilaba pensando de dónde don Gaetano nos proporcionaría nuestra magra pitanza.

—Vos agarrá adelante.

Dío Fetente, resignado, cogió el borde del tablero y yo también.

—Caminá despacio —gritó la mujer, cruel.

Tumbando una pila de libros pasamos frente a don Gaetano.

—Andate, puerca... andate —vociferó él.

Ella rechinó los dientes con furor.

—¡Ladrón! ... Mañana va a venir el juez —y entre dos gestos de amenaza nos alejamos.

Eran las siete de la tarde y la calle Lavalle estaba en su más babilónico esplendor. Los cafés a través de las vidrieras veíanse abarrotados de consumidores; en los atrios de los teatros y cinematógrafos aguardaban desocupados elegantes, y los escaparates de las casas de modas con sus piernas calzadas de finas medias y suspendidas de brazos niquelados, las vidrieras de las ortopedias y joyerías mostraban en su opulencia la astucia de todos esos comerciantes halagando con artículos de malicia la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero.

Los transeúntes se desarrimaban a nuestro paso, no fuera los mancháramos con la mugre que llevábamos.

Avergonzado, pensaba en la traza de pícaro que tendría; y para colmo de infortunio como pregonando su ignominia los cubiertos y platos tintineaban escandalosamente. La gente se detenía a mirarnos pasar, regocijada con el espectáculo. Yo no detenía los ojos en nadie, tan humillado me sentía, y soportaba, como la mujer gorda y cruel que rompía la marcha, las cuchufletas que nuestra aparición provocaba.

Varios fiacres nos escoltaban ofreciéndonos los cocheros sus servicios, pero doña María, sorda a todos, caminaba adelante de la mesa, cuyas patas se iluminaban al pasar frente a las vidrieras. Por fin los cocheros desistieron de su persecución.

A momentos Dío Fetente volvía a mí su rostro barbudo sobre la bufanda verde. Gruesas gotas de sudor corríanle por las mejillas sucias, y en sus ojos lastimeros brillaba una perfecta desesperación canina.

En la plaza Lavalle descansamos. Doña María hizo depositar la angarilla en el suelo, y examinando escrupulosamente su carga, revisé el hatillo y acomodó las ollas, cuyas tapas reaseguró con las cuatro puntas del repasador.

Lustradores de botas y vendedores de diarios habían hecho un círculo en torno nuestro. La prudente presencia de un agente de policía nos evitó posibles complicaciones y nuevamente emprendimos camino. Doña María iba a la casa de una hermana que vivía en las calles Callao y Viamonte.

A instantes volvía su rostro pálido, me miraba, una sonrisa leve le rizaba el labio descolorido, y decía:

—¿Estás cansado, Silvio? —y una sonrisa aligerábame de vergüenza; era casi una caricia que aliviaba el corazón del espectáculo de su crueldad—. ¿Estás cansado, Silvio?

—No, señora —y ella, tornando a sonreír con una sonrisa extraña que me recordaba la de Enrique Irzubeta cuando se escurrió entre los agentes de policía, animosamente avanzaba camino.

Ahora íbamos por calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitrales cubiertos de amplios cortinados.

Pasamos junto a un balcón iluminado.

Un adolescente y una niña conversaban en la penumbra; de la sala anaranjada partía la melodía de un piano.

Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y de congoja.

Pensé.

Pensé en que yo nunca sería como ellos... nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de la aristocracia.

Todo el corazón se me empequeñeció de envidia y congoja.

—Ya estamos cerca —dijo la mujer.

Un amplio suspiro dilató nuestros pechos.

Cuando don Gaetano nos vio entrar a la caverna, levantando los brazos al cielo, gritó alegremente:

—¡A comer al hotel, muchachos!... ¿Eh, te gusta don Miguel? Después vamos por ahí. Cerrá, cerrá la puerta, strunzo.

Una sonrisa maravillosamente infantil demudó la sucia cara de Dío Fetente.

Algunas veces en la noche, yo pensaba en la belleza con que los poetas estremecieron al mundo, y todo el corazón se me anegaba de pena como una boca con un grito.

Pensaba en las fiestas a que ellos asistieron, las fiestas de la ciudad, las fiestas en los parajes arbolados con antorchas de sol en los jardines florecidos, y de entre las manos se caía mi pobreza.

Ya no tengo ni encuentro palabras con qué pedir misericordia.

Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma.

Busco un poema que no encuentro, el poema de un cuerpo a quien la desesperación pobló súbitamente en su carne, de mil bocas grandiosas, de dos mil labios gritadores.

A mis oídos llegan voces distantes, resplandores pirotécnicos, pero yo estoy aquí solo, agarrado por mi tierra de miseria como con nueve pernos.

Tercer piso, departamento 4, Charcas 1600. Tal era la dirección donde debía entregar el paquete de libros.

Extrañas y singulares son esas lujosas casas de departamentos.

Por fuera, con sus armoniosas líneas de metopas que realzan la suntuosidad de las cornisas complicadas y soberbias y con sus ventanales anchurosos protegidos de cristales ondulados, hacen soñar a los pobres diablos en verosímiles refinamientos de lujo y poderío; por dentro, la oscuridad polar de sus zaguanes profundos y solitarios espanta el espíritu del amador de los grandes cielos adornados de Walhallas de nubes.

Me detuve junto al portero, un atlético sujeto que metido en su librea azul leía con aire de suficiencia un periódico.

Como un cancerbero me examinó de pies a cabeza; después, satisfecho de comprobar hipotéticamente que yo no era un ladronzuelo, con una indulgencia que únicamente podía nacerle de la soberbia gorra azul con trancellín de oro sobre la visera, me dio permiso para entrar, dándome por toda indicación:

—El ascensor, a la izquierda.

Cuando salí de la jaula de hierro me encontré en un corredor oscuro, de cielo raso bajo.

Una lámpara esmerilada difundía su claridad mortecina por el mosaico lustroso.

La puerta del departamento indicado era de una sola hoja, sin cristales, y parecía por su pequeña y redonda cerradura de bronce la puerta de una monumental caja de acero.

Llamé, y una criada de sayas negras y delantal blanco me hizo entrar a una salita tapizada de papel azul, surcada de lívidos floripones de oro.

A través de los cristales cubiertos de gasa moaré penetraba una azulada claridad de hospital.

Piano, niñerías, bronces, floreros, todo lo miraba. De pronto un delicadísimo perfume anunció su presencia; una puerta lateral se abrió y me encontré ante una mujer de rostro aniñado, liviana melenita encrespada junta a las mejillas y amplio escote. Un velludo batón color cereza no alcanzaba a cubrir sus pequeñas chinelas blanco y oro.

—Qu' y a t-il, Fanny?

—Quelques livres pour Monsieur...

—¿Hay que pagarlos?

—Están pagos.

—Qui...

—C'est bien. Donne le pourboire au garçon.

De una bandeja la criada cogió algunas monedas para entregármelas, y entonces le respondí:

—Yo no recibo propinas de nadie.

Con dureza la criada retrajo la mano, y entendió mi gesto la cortesana, creo que sí, porque dijo:

—Très bien, très bien, et tu ne reçois pas ceci?

Y antes de que lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud, la mujer riendo me besó en la boca, y la vi aún cuando desaparecía riendo como una chiquilla por la puerta entornada.

Dio Fetente se ha despertado y comienza a vestirse, es decir, a ponerse los botines. Sentado al borde del camastro, sucio y barbudo, mira en rededor con aire aburrido. Alarga el brazo y coge la gorra, entrándosela en la cabeza hasta las orejas; luego se mira los pies, los pies encalcetados de groseras medias rojas, y después, hundiendo el dedo meñique en la oreja, lo sacude rápidamente produciendo un ruido desagradable. Termina por decidirse y se pone los botines; luego, encorvado, camina hacia la puerta del cuartujo, se vuelve, mira por el suelo, y hallando una colilla de cigarro la levanta, sopla el polvo adherido y la enciende. Sale.

En los mosaicos de la terraza escucho cómo arrastra los pies. Yo me dejo estar. Pienso, no, no pienso, mejor dicho, recibo de mi adentro una nostalgia dulce, un sufrimiento más dulce que una incertidumbre de amor. Y recuerdo a la mujer que me ha dado un beso de propina.

Estoy colmado de imprecisos deseos, de una vaguedad que es como neblina, y adentrándose en todo mi ser, lo torna casi aéreo, impersonal y alado. Por momentos el recuerdo de una fragancia, de la blancura de un pecho, me atraviesa unánime, y sé que si me encontrara otra vez junto a ella desfallecería de amor; pienso que no me importaría pensar que ha sido poseída por muchos hombres y que si me encontrara otra vez junto a ella, en esa misma sala azul, yo me arrodillaría en la alfombra y pondría la cabeza sobre su regazo, y por el júbilo de poseerla y amarla haría las cosas más ignominiosas y las cosas más dulces.

Y a medida que se destrenza mi deseo, reconstruyo los vestidos con que la cortesana se embellecerá, los sombreros armoniosos con que se cubrirá para ser más seductora, y la imagino junto a su lecho, en una semidesnudez más terrible que el desnudo.

Y aunque el deseo de mujer me surge lentamente, yo desdoblo los actos y preveo qué felicidad sería para mí un amor de esa índole, con riquezas y con gloria; imagino qué sensaciones cundirían en mi organismo si de un día para otro, riquísimo, despertara en ese dormitorio con mi joven querida calzándose semidesnuda junto al lecho, como lo he visto en los cromos de los libros viciosos.

Y de pronto, todo mi cuerpo, mi pobre cuerpo de hombre clama al Señor de los Cielos.

"¡Y yo, yo, Señor, no tendré nunca una querida tan linda como esa querida que lucen los cromos de los libros viciosos!"

Una sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de esa gente que no vomitaba más que palabras de ganancia o ferocidad. Me contagiaron el odio que a ellos les crispaba las jetas y momentos hubo en que percibí dentro de la caja de mi cráneo una neblina roja que se movía con lentitud.

Cierto cansancio terrible me aplastaba los brazos. Veces hubo en que quise dormir dos días con sus dos noches. Tenía la sensación de que mi espíritu se estaba ensuciando, de que la lepra de esa gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar allí sus cavernas oscuras. Acostábame rabioso, despertaba taciturno. La desesperación me ensanchaba las venas, y sentía entre mis huesos y mi piel el crecimiento de una fuerza antes desconocida a mis sensorios. Así permanecía horas enconado, en una abstracción dolorosa. Una noche doña María encolerizada me ordenó que limpiara la letrina porque estaba asquerosa. Y obedecí sin decir palabra. Creo que yo buscaba motivos para multiplicar en mi interior una finalidad oscura.

Otra noche, don Gaetano, riéndose, al querer yo salir, me puso una mano sobre el estómago y otra sobre el pecho para cerciorarse de que no le robaba libros, llevándolos ocultos en esos lugares. No pude indignarme ni sonreír. Era necesario eso, sí, eso; era necesario que mi vida, la vida que durante nueve meses había nutrido con pena un vientre de mujer, sufriera todos los ultrajes, todas las humillaciones, todas las angustias.

Allí comencé a quedarme sordo. Durante algunos meses perdí la percepción de los sonidos. Un silencio afilado, porque el silencio puede adquirir hasta la forma de una cuchilla, cortaba las voces en mis orejas.

No pensaba. Mi entendimiento se embotó en un rencor cóncavo, cuya concavidad día a día hacíase más amplia y acorazada. Así se iba retobando mi rencor.

Me dieron una campana, un cencerro. Y era divertido, ¡vive Dios!, mirar un pelafustán de mi estatura dedicado a tan bajo menester. Me estacionaba a la puerta de la caverna en las horas de mayor tráfico en la calle, y sacudía el cencerro para llamar a la gente, para hacer volver la cabeza a la gente, para que la gente supiera que allí se vendían libros, hermosos libros... y que las nobles historias y las altas bellezas había que mercarlas con el hombre solapado o con una mujer gorda y pálida. Y yo sacudía el cencerro.

Muchos ojos me desnudaron lentamente. Vi rostros de mujeres que ya no olvidaré jamás. Vi sonrisas que aún me gritan su befa en los ojos...

¡Ah!, cierto es que estaba cansado... ¿mas no está escrito: "ganarás el pan con el sudor de tu frente"?

Y fregué el piso, pidiendo permiso a deliciosas doncellas para poder pasar el trapo en el lugar que ellas ocupaban con sus piececitos, y fui a la compra con una cesta enorme; hice recados...

Posiblemente, si me hubiera escupido a la cara, me limpiara tranquilo con el revés de la mano.

Cayó sobre mí una oscuridad cuyo tejido se espesaba lentamente. Perdí en la memoria los contornos de los rostros que yo había amado con recogimiento lloroso; tuve la noción de que mis días estaban distanciados entre sí por largos espacios de tiempo... y mis ojos se secaron para el llanto.

Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia.

"Sufrirás", me decía, "sufrirás... sufrirás... sufrirás..."

"Sufrirás... sufrirás..."

"Sufrirás...", y la palabra se me caía de los labios. Así maduré todo el invierno infernal.

Una noche, fue en el mes de julio, precisamente en el momento en que don Gaetano cerraba la puertecilla de la cortina metálica, doña María recordó que se había olvidado en la cocina un atado de ropa que trajera esa tarde la lavandera. Entonces dijo:

—Che, Silvio, vení, vamos a traerla.

Mientras don Gaetano encendía la luz, la acompañé. Recuerdo con exactitud.

El bulto estaba en el centro de la cocina, sobre una silla. Doña María, dándome las espaldas, cogió la oreja de trapo del bulto. Yo, al volver los ojos, vi unos carbones encendidos en el brasero. Y en aquel brevísimo intervalo pensé:

"Eso es...", y sin vacilar, cogiendo una brasa, la arrojé a un montón de papeles que estaba a la orilla de una estantería cargada de libros, mientras doña María se ponía a caminar.

Después don Gaetano hizo girar la llave del conmutador, y nos encontramos en la calle.

Doña María miró el cielo constelado.

—Linda noche... va a helar...

Yo también miré a lo alto.

—Sí, es linda la noche.

Mientras Dío Fetente dormía, yo, incorporado en mi yacija, miraba el círculo blanco de luz que por el ojo de buey se estampaba en el muro desde la calle.

En la oscuridad yo sonreía libertado... libre... definitivamente libre, por la conciencia de hombría que me daba mi acto anterior. Pensaba, mejor dicho, no pensaba, anudaba delicias.

"Ésta es la hora de las cocottes."

Una cordialidad fresca como un vasito de vino hacíame fraternizar en todas las cosas del mundo, a esas horas despiertas. Decía:

"Ésta es la hora de las muchachitas... y de los poetas... pero qué ridículo soy... y sin embargo, yo te besaría los pies."

"Vida, vida, qué linda que sos, vida... ¡ah!, ¿pero vos no sabés?, yo soy el muchacho... el dependiente... sí, de don Gaetano... y sin embargo yo amo todas las cosas más hermosas de la Tierra... quisiera ser lindo y genial... vestir uniformes resplandecientes... y ser taciturno... vida, qué linda que sos. Vida... qué linda... Dios mío, qué linda que sos."

Encontraba placer en sonreír despacio. Pasé dos dedos en horqueta por las crispaciones de mis mejillas. Y el graznido de las bocinas de los automóviles se estiraba allá abajo, en la calle Esmeralda, como un ronco pregón de alegrías.

Después incliné la cabeza sobre mi hombro y cerré los ojos, pensando: "¿Qué pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?"

Después, lentamente, se disipó la liviana embriaguez.

Vino una seriedad sin ton ni son, una de esas seriedades que es de buen gusto ostentarla en los parajes poblados. Y yo sentía ganas de reírme de mi seriedad intempestiva, paternal. Pero como la seriedad es hipócrita, necesita hacer la comedia de la "conciencia" en el cuartujo, y me dije:

"Acusado... Usted es un canalla.., un incendiario. Usted tiene bagaje de remordimiento para toda la vida. Usted va a ser interrogado por la policía y los jueces y el diablo... póngase serio, acusado...

Usted no comprende que es necesario ser serio... porque va a ir de cabeza a un calabozo."

Pero mi seriedad no me convencía. Sonaba tan a tacho de lata vacía. No, ni en serio podía tomar esa mistificación. Yo ahora era un hombre libre, y ¿qué tiene que ver la sociedad con la libertad? Yo ahora era libre, podía hacer lo que se me antojara... matarme si quería... pero eso era algo ridículo... y yo... yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida. Y repetí:

"Sí, vida... vos sos linda, vida... ¿sabés? De aquí en adelante adoraré a todas las cosas hermosas de la Tierra... cierto... adoraré a los árboles, y a las casas y a los cielos... adoraré todo lo que está en vos... además... decíme, vida ¿no es cierto que yo soy un muchacho inteligente? ¿Conociste vos alguno que fuera como yo?"

Después me quedé dormido.

El primero en entrar a la librería esa mañana fue don Gaetano. Yo le seguí. Todo estaba como lo habíamos dejado. La atmósfera con un relente de moho, y allá en el fondo, en el lomo de cuero de los libros, una mancha de sol que se filtraba por el tragaluz.

Me dirigí a la cocina. La brasa se había extinguido, aún húmeda de agua, con la que hiciera un

charco al lavar los platos Dío Fetente.

Y fue el último día que trabajé allí.

De "El juguete rabioso" - Autor: Roberto Arlt

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