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Judas Iscariote
Roberto Arlt

 

Monti era un hombre activo y noble, excitable como un espadachín, enjuto como un hidalgo. Su penetrante mirada no desmentía la irónica sonrisa del labio fino, sombreado por sedosas hebras de bigote negro. Cuando se encolerizaba enrojecíansele los pómulos y su labio temblaba hasta el hundido mentón.

El escritorio y depósito de papel de su comercio eran tres habitaciones que alquilaba a un judío peletero, y dividido de la hedionda trastienda del hebreo por un corredor siempre lleno de chiquilines pelirrojos y mugrientos.

La primera pieza era algo así como escritorio y exposición de papel fino. Sus ventanas daban a la calle Rivadavia, y los transeúntes al pasar veían correctamente alineadas desde la vereda en una estancia de pino tea resmas de papel salmón, verde, azul y rojo, rollos de papel impermeable, veteado y duro, bloques de papel de seda y papel llamado de manteca, cubos de etiquetas con policromas flores, mazos de papel floreado, de superficie rugosa y estampados búcaros pálidos.

En el muro azulado, una estampa del golfo de Nápoles lucía el esmalte azul del mar inmóvil en la costa parda, sembrada de cuadritos blancos: las casas.

Allí, cuando Monti estaba de buen humor, cantaba con limpia y entonada voz.

Me agradaba escucharle. Lo hacía con sentimiento; se comprendía que cantando evocaba los

parajes y momentos de ensueño transcurridos en su patria.

Cuando Monti me recibió de corredor a comisión, entregándome un muestrario de papeles clasificados por su calidad y precio, dijo:

—Bueno, ahora a vender. Cada kilo de papel son tres centavos de comisión.

¡Duro principio!

Recuerdo que durante una semana caminé seis horas por día inútilmente. Aquello era inverosímil.

No vendí un kilo de papel en el trayecto de cuarenta y cinco leguas. Desesperado entraba a verdulerías, a tiendas y almacenes, rondaba los mercados, hacía antesala a farmacéuticos y carniceros, pero inútilmente.

Unos me enviaban lo más cortésmente posible al diablo, otros decíanme pase la semana que viene, otros argüían: "¡Yo ya tengo corredor que hace tiempo me sirve!", otros no me atendían, algunos opinaban que mi mercadería era excesivamente cara, varios demasiado ordinaria y algunos raros, demasiado fina.

A mediodía, llegado al escritorio de Monti, me dejaba caer en una pilastra formada de resmas de papel y permanecía en silencio, atontado de fatiga y desaliento.

Mario, otro corredor, un gandul de dieciséis años, alto como un álamo, todo piernas y brazos, se burlaba de mis estériles diligencias.

¡Era truhán el tal Mario! Parecía un poste de telégrafo rematando en una cabeza pequeña, cubierta de un fabuloso bosque de cabellos crespos. Caminaba a trancos enormes, con una cartera de cuero rojo bajo el brazo. Cuando llegaba al escritorio tiraba la cartera a un rincón y se sacaba el sombrero, un hongo redondo, tan untado de grasa, que con él pudiera lubricarse el eje de un carro. Vendía endiabladamente y siempre estaba alegre.

Hojeando una libreta mugrienta leía en alta voz la larga lista de pedidos recogidos, y dilatando su boca de ballenato se reía hasta el fondo rojo de la garganta, y dos hileras de dientes saledizos.

Para simular que la alegría le hacia doler el estómago, se lo cogía con ambas manos.

Por encima del casillero de la escribanía, Monti nos observaba sonriendo irónico. Abarcaba su amplia frente con la mano, se restregaba los ojos como disipando preocupaciones y nos decía después:

—No hay que desanimarse, diábolo. Quiere ser inventor y no sabe vender un kilo de papel.

Luego indicaba:

—Hay que ser constante. Toda clase de comercio es así. Hasta que a uno no lo conocen no quieren tener trato. En un negocio le dicen que tienen. No importa. Hay que volver hasta que el comerciante se habitúe a verlo y acabe por comprar. Y siempre gentile, porque es así —y cambiando de conversación agregaba—: Venga esta tarde a tomar café. Charlaremos un rato.

Cierta noche en la calle Rojas entré en una farmacia. El farmacéutico, bilioso sujeto picado de viruelas, examinó mi mercadería, después habló y parecióme un ángel por lo que dijo:

—Mándeme cinco kilos de papel de seda surtido, veinte kilos de papel parejo especial y hágame veinte mil sobres, cada cinco mil con este impreso: "Acido bórico", "Magnesia calcinada", "Cremor tártaro", "Jabón de campeche". Eso sí, el papel tiene que estar el lunes bien temprano aquí.

Estremecido de alegría anoté el pedido, saludé con una reverencia al seráfico farmacéutico y me perdí por las calles. Era la primera venta. Había ganado quince pesos de comisión.

Entré al mercado de Caballito, ese mercado que siempre me recordaba los mercados de las novelas de Carolina Invernizio. Un obeso salchichero con cara de vaca, a quien había molestado inútilmente otras veces, me gritó al tiempo de enarbolar su cuchillo sobre un bloque de tocino:

—Che, mándeme doscientos kilos recorte especial, pero mañana bien temprano, sin falta, y a treinta y uno.

Había ganado cuatro pesos, a pesar de rebajar un centavo por kilo.

Infinita alegría, dionisiaca alegría inverosímil, ensanchaba mi espíritu hasta las celestes esferas...

y entonces, comparando mi embriaguez con la de aquellos héroes danunzianos que mi patrón criticaba por sus magníficos empaques, pensé:

"Monti es un idiota."

De pronto sentí que apretaban mi brazo; volvíme brusco y me encontré frente a Lucio, aquel insigne Lucio que formaba parte del club de Los Caballeros de Media Noche.

Nos saludamos efusivamente. Después de la noche azarosa no le había vuelto a ver, y ahora estaba frente a mí sonriendo y mirando como de costumbre a todos lados. Reparé que estaba bien trajeado, mejor calzado y enjoyado, luciendo en los dedos anillos de oro falso y una piedra pálida en la corbata.

Había crecido; era un recio pelafustán disfrazado de dandy. Complemento de esta figura de jaquetón adecentado, era un fieltro aludo, hundido graciosamente sobre la frente hasta las cejas.

Fumaba en boquilla de ámbar, y como hombre que sabe tratar a los amigos, después de los primeros saludos me invitó a tomar un bock en una cervecería próxima.

Sentados ya, y habiendo sorbido su cerveza de un solo trago, el amigo Lucio dijo con voz enronquecida:

—¿Y de qué trabajás vos?

—¿Y vos?... Te veo hecho un dandy, un personaje.

Le torció la boca una sonrisa.

—Yo... yo me he acoplado.

—Entonces vas bien... has progresado enormemente... pero como yo no tengo tu suerte, soy papelero... vendo papel.

—¡Ah! ¿vendés papel, por alguna casa?

—Sí, para un tal Monti que vive en Flores.

—¿Y ganás mucho?

—Mucho no, pero para vivir.

—¿Así que te regeneraste?

—Claro.

—Yo también trabajo.

—¡Ah, trabajás!

—Sí, trabajo, ¿a que no sabes de qué?

—No, no sé.

—Soy agente de investigaciones.

—¿Vos... agente de investigaciones? ¡Vos!

—Sí, ¿por qué?

—No, nada. ¿Así que sos agente de investigaciones?

—¿Por qué te extraña?

—No... de ninguna manera... siempre tuviste aficiones... desde chico...

—Ranún... pero mirá, che, Silvio, hay que regenerarse; así es la vida, la struggle for life de Darwin...

—¡Que te has vuelto erudito! ¿Con qué se come eso?

—Yo me entiendo, che, ésa es la terminología ácrata; así que vos también te regeneraste, trabajás, y te va bien.

—Arregular, como decía el vasco; vendo papel.

—¿Te has regenerado entonces?

—Parece.

—Muy bien; otro medio, mozo... otros dos medios quería decir, disculpá, che.

—¿Y qué tal es ese trabajo de investigaciones?

—No me preguntés, che, Silvio; son secretos profesionales. Pero hablando de bueyes perdidos, ¿te acordás de Enrique?

—¿Enrique Irzubeta?

—Sí.

—De Irzubeta sólo sé que después que nos separamos, ¿te acordás?...

—¡Cómo no me voy a acordar!

—Después que nos separamos supe que Grenuillet los pudo desalojar y que se fueron a vivir a Villa del Parque, pero a Enrique no lo vi más.

—Cierto; Enrique se fue a trabajar a una agencia de autos en el Azul.

—¿Y ahora sabés dónde está?

—Estará en el Azul, ¡qué embromar!

—No, no está en el Azul; está en la cárcel.

—¿En la cárcel?

—Como yo estoy acá, él está en la cárcel.

—¿Qué hizo?

—Nada, che: la struggle for life..., la lucha por la vida quiere decir, es un término que le aprendí a un gallego panadero que le gustaba fabricar explosivos. ¿Vos no fabricás explosivos? No te enojés; como eras tan aficionado a las bombas de dinamita...

Irritado de sus preguntas insidiosas, le miré con fijeza.

—¿Estás por meterme preso?

—No, hombre, ¿por qué? ¿No se te puede dar una broma?

—Es que parece que querés sonsacarme algo.

—Pucha... qué rico tipo sos, ¿no te regeneraste ya?

—Bueno, ¿qué decías de Enrique?

—Te voy a contar: una hazaña gloriosa entre nosotros, una cosa notable.

"Resulta, ahora no me acuerdo si era en la agencia del Chevrolet o del Buick, donde Enrique estaba de empleado, que le tenían confianza... bueno, para engatusar siempre fue un maestro éste. Él trabajaba en el escritorio, no sé cómo, el caso es que del talonario de cheques robó uno y lo falsificó en seguida por cinco mil novecientos cincuenta y tres pesos. ¡Lo que son las cosas!

"La mañana que piensa ir a cobrarlo, el dueño de la agencia le da dos mil cien pesos para depositar en el mismo banco. Este loco se embolsa la plata, va al garaje de la agencia, saca un auto, y tranquilamente se presenta al banco, presenta el cheque, y ahora es lo raro, en el banco le pagaron el cheque falsificado."

—¡Lo pagaron!

—Es increíble, ¡qué falsificación sería! Bueno, él siempre tuvo aptitudes. ¿Te acordás cuando falsificó la bandera de Nicaragua?

—Sí, desde chico sirvió... pero seguí.

—Bueno, le pagaron... ahora andá a saber si Enrique estaba nervioso: sale con el coche, a dos cuadras del mercado, en un cruce, se lleva por delante un sulky... y tuvo suerte, la vara lo único que hizo fue romperle un brazo, si lo agarra un poco más al medio le atraviesa el pecho. Quedó desmayado. Lo llevan a un sanatorio, da la casualidad que el dueño de la agencia supo en seguida el accidente, y se fue al sanatorio como gato al bofe. El hombre le pide al médico las ropas de Enrique, porque debía de haber dinero o una boleta de depósito... date cuenta de la sorpresa del tipo... en vez de sacar una boleta le encuentra ocho mil cincuenta y tres pesos. En eso Enrique reacciona, le pregunta de dónde son esos miles, y no supo qué contestar; van al banco y allí en seguida se enteraron de todo.

—Es colosal.

—Increíble. Yo leí toda la crónica de eso en El Ciudadano, un diario de allí.

—¿Y ahora está preso?

—A la sombra, como él decía... pero andá a saber el tiempo que lo han condenado. Tiene la ventaja de ser menor de edad, y además la familia conoce a gente de influencia.

—Es curioso: va a tener un gran porvenir el amigo Enrique.

—Envidiable. Con razón que lo llamaban el Falsificador.

Después callamos. Recordaba a Enrique. Me parecía volver a estar con él, en la covacha de los títeres. En el muro rojo el rayo de sol iluminaba su demacrado perfil de adolescente soberbio.

Con voz enronquecida, Lucio comentó:

—La struggle for life, che, unos se regeneran y otros caen; así es la vida... pero me voy, tengo que tomar servicio... si querés verme acá tenés mi dirección —y me entregó una tarjeta.

Cuando después de una aparatosa despedida me encontré lejos, solo en las calles iluminadas, todavía en mis oídos sonaba su enronquecida voz:

"La struggle for life, che... unos se regeneran, otros caen... ¡así es la vida!"

Ahora me dirigía a los comerciantes con el aplomo de un experto corredor, y con la certeza de que debían ser estériles mis fatigas, porque ya "había vendido" me aseguré en breve tiempo una clientela mediocre, compuesta de fiesteros de feria, farmacéuticos a quienes hablaba del ácido pícrico y otras zarandajas, libreros y dos o tres almaceneros, la gente de menos provecho y la más taimada para mercar.

Con el objeto de no perder el tiempo, había dividido las parroquias de Caballito, Flores, Vélez Sársfield y Villa Crespo en zonas que recorría sistemáticamente una vez por semana.

Muy temprano dejaba el lecho, y a grandes pasos me dirigía a los barrios prefijados. De aquellos días conservo el recuerdo de un inmenso cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas, de fábricas de muros rojos, y adornando los confines: surtidores de verdura, cipreses y arboledas en torno de las cúpulas blancas de la necrópolis.

Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso.

Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.

Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu y de mí brotaba una inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.

Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde traficaba.

Recuerdo...

¡Aquellos almacenes, aquellas carnicerías del arrabal!

Un rayo de sol iluminaba en lo oscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de sogas junto a los mostradores de estaño. El piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible aserra a los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas... y afuera... afuera estaba el cielo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de su azulidad la infinita dulzura de la primavera.

Nada me preocupaba en el camino sino el espacio, terso como una porcelana celeste en el confín azul, con la profundidad de golfo en el zenit, un prodigioso mar alto y quietísimo, donde mis ojos creían ver islotes, puertos de mar, ciudades de mármol ceñidas de bosques verdes y navíos de mástiles florecidos deslizándose entre armonías de sirenas hacia las fúricas ciudades de la alegría.

Caminaba así, estremecido de sabrosa violencia.

Parecíame escuchar los rumores de una fiesta nocturna; en lo alto los cohetes derramaban verdes cascadas de estrellas, abajo reían los ventrudos genios del mundo y los simios hacían juegos malabares en tanto que reían las diosas escuchando la flauta de un sapo.

Con estos festivos rumores cantando en los orejas, con aquellas visiones bogando ante los ojos, disminuía las distancias sin advertirlo.

Entraba a los mercados, conversaba con "puesteros", vendía o discutía con los clientes disconformes de las mercaderías recibidas. Solían decirme, sacando de debajo del mostrador unas virutas de papel que podrían servir para fabricar serpentinas:

—¿Y con estas tiras de papel qué quiere envolver usted?

Yo replicaba:

—Oh, el "recorte" no va a ser grande como un lienzo. De todo hay en la viña del Señor.

Estas razones especiosas no satisfacían a los mercaderes, que tomando por testigos a sus cofrades, juraban no comprarme un kilo más de papel.

Entonces yo fingía indignarme, decía algunas palabras no evangélicas y con desparpajo entraba tras el mostrador y comenzaba a revolver el bulto y a entresacar pliegos que con un poco de buena voluntad podían servir para amortajar a una res.

—¿Y esto?... ¿Por qué no enseñan esto? Se creen ustedes que el recorte se lo voy a elegir. ¿Por qué no compran recorte especial?

Así eran las disputas con los individuos carniceros y ciudadanos vendedores de pescado, gente ruda, jaquetona y amiga de líos.

También agradábame en las mañanas de primavera "corretear" por las calles recorridas de tranvías, vestidas con los toldos del comercio. Complacíame el espectáculo de los grandes almacenes interiormente sombrosos, las queserías frescas como granjas con enormes pilones de manteca en los estantes, las tiendas con multicolores escaparates y señoras sentadas junto a los mostradores frente a livianos rollos de telas; y el olor a pintura en las ferreterías, y el olor a petróleo en las despensas, se confundía en mi sensorio como el fragante aroma de una extraordinaria alegría, de una fiesta universal y perfumada, cuyo futuro relator fuera yo.

En las gloriosas mañanas de octubre me he sentido poderoso, me he sentido comprensivo como un dios.

Si fatigado entraba a una lechería a tomar un refresco, lo sombroso del paraje, lo semejante del decorado, hacíame soñar en una Alhambra inefable y veía los cármenes de la Andalucía distante, veía los terruños empinados al pie de la sierra, y en lo hondo de los socavones la cinta de planta de los arroyuelos. Una voz mujeril acompañábase con una guitarra, y en mi memoria el viejo zapatero andaluz reaparecía diciendo:

—José, zi era ma lindo que una rroza.

Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros y al mundo me galvanizaban el nervio azul del alma.

No era yo, sino el dios que estaba dentro de mí, un dios hecho con pedazos de montaña, de bosques, de cielo y de recuerdo.

Cuando había vendido una cantidad suficiente de papel, emprendía el retorno, y como los kilómetros se hacían largos de recorrer a pie, placíame soñar en cosas absurdas, verbigracia, que yo había heredado setenta millones de pesos o en cosas de esa naturaleza. Se evaporaban mis quimeras, cuando al entrar al escritorio, Monti me comunicaba indignado:

—El carnicero de la calle Remedios devolvió el recorte.

—¿Por qué?

—¡Qué sé yo!... Dijo que no le gustaba.

—Mal rayo lo parta al tío ése.

Es indescriptible el sentimiento de fracaso que producía ese bulto de papel sucio, abandonado en el patio oscuro, con las ataduras renovadas, lleno de barro en los cantos, manchado de sangre y de grasa, debido a que el carnicero lo había revuelto despiadadamente con las manos pringosas.

Este género de devoluciones se repetía con demasiada frecuencia.

Previniéndome de posteriores incidentes solía advertir al comprador.

—Mire: el recorte son las sobras del papel parejo. Si quiere le mando recorte especial, son ocho centavos más por kilo, pero se aprovecha todo.

—No importa, che —decía el matarife—, mande el recorte.

Mas cuando se le entregaba el papel, pretendía que se le rebajara algunos centavos por kilo, o si no devolver los pedazos muy rotos, que sumando dos o tres kilos hacían perder lo ganado; o no pagarlo, que era perderlo todo...

Acontecían percances divertidísimos, por los que Monti y yo acabamos por echarnos a reír para no llorar de rabia.

Teníamos entre los clientes un chanchero que exigía se le entregaran los fardos de papel en su casa en un día por él determinado y a una hora prefijada, lo que era imposible; otro que devolvía la carga insultando al carretero, si no se le extendía recibo en la forma estipulada por la ley, lo que era superfluo; otro no pagaba el papel sino una semana después que comenzaba a consumirlo.

No hablemos de la ralea de los feriantes turcos.

Si yo les pedía noticias de Al Motamid, no me comprendían o se encogían de hombros, cortando un pedazo de bofe para el gato de una comadre descarada.

Después para venderles había que perder una mañana, y eso con el objeto de enviar a distancias inverosímiles, en calles de suburbios desconocidos, un mísero paquete de veinticinco kilos, donde se ganaban setenta y cinco centavos.

El carretero, un hombre taciturno de cara sucia, al atardecer cuando regresaba con su caballo cansado y el papel que no se había entregado, decía:

—Éste no se entregó —y arrojaba el fardo al pavimento con gesto malhumorado— porque el carnicero estaba en los mataderos y la mujer dijo que no sabía nada y no lo quiso recibir. Este otro no vive en el número, porque allí es una fábrica de alpargatas. De esta calle no me supo dar razón nadie.

Nos deslenguábamos en reniegos contra esa chusma que no reconocía formalidades, ni compromisos de ningún género.

Otras veces acaecía que Mario y yo recogíamos un pedido del mismo individuo y cuando se le enviaba lo encargado lo rechazaba, porque decía que había comprado la mercadería a un tercero que se la ofreció más barata. Algunos tenían la desvergüenza de decir que no habían encargado nada, y por lo general, si no las había, inventaban las razones.

Cuando creía haber ganado sesenta pesos en una semana recibía sólo veinticinco o treinta.

Pero ¡y la gentecilla! ¡Los comerciantes al por menor, los tenderos y los farmacéuticos! ¡Cuánta quisquillosidad, qué de informaciones y exámenes previos!

Para comprar la insignificancia de mil sobres con el impreso de magnesia o ácido bórico, no lo hacían sino después de verlos frecuentemente y exigiendo de antemano que se les entregara muestra de papel, tipos de imprenta y al fin decían:

—Veremos, pásese la otra semana.

He pensado muchas veces que se podría escribir una filogenia y psicología del comerciante al por menor, del hombre que usa gorra tras el mostrador y que tiene el rostro pálido y los ojos fríos como láminas de acero.

¡Ah, por qué no es suficiente exponer la mercadería!

Para vender hay que empaparse de una sutilidad "mercurial", escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios y malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque "así es la vida".

Si en la dedicación se estuviera solo... mas hay que comprender que en el mismo lugar donde disertamos sobre la ventaja de entablar negocios con nosotros, han pasado muchos vendedores ofreciendo la misma mercadería en distintas condiciones, a cual más ventajosa para el comerciante.

¿Cómo se explica que un hombre escoja a otro entre muchos, para beneficiarse beneficiándole?

No parecerá entonces exagerado decir que entre un individuo y el comerciante se han establecido vínculos materiales y espirituales, relación inconsciente o simulada de ideas económicas, políticas, religiosas y hasta sociales, y que una operación de venta, aunque sea la de un paquete de agujas, salvo perentoria necesidad, eslabona en sí más dificultades que la solución del binomio de Newton.

Pero ¡si fuera esto solo!

Además, hay que aprender a dominarse, para soportar todas las insolencias de los burgueses menores.

Por lo general, los comerciantes son necios astutos, individuos de baja extracción, y que se han enriquecido a fuerza de sacrificios penosísimos, de hurtos que no puede penar la ley, de adulteraciones que nadie descubre o todos toleran.

El hábito de la mentira arraiga en esta canalla acostumbrada al manejo de grandes o pequeños capitales y ennoblecidos por los créditos que les conceden una patente de honorabilidad y tienen por eso espíritu de militares, es decir, habituados a tutear despectivamente a sus inferiores, así lo hacen con los extraños que tienen necesidad de aproximarse a ellos para poder medrar.

¡Ah!, y cómo hieren los gestos despóticos de esos tahúres enriquecidos, que inexorables tras las mirillas del escritorio anotan sus ganancias; cómo crispan en ímpetus asesinos esas jetas innobles que responden:

—Déjese de joder, hombre, que nosotros compramos a casas principales.

Sin embargo, se tolera, y se sonríe y se saluda... porque "así es la vida".

A veces, terminado mi recorrido, y si quedaba en camino, iba a echar un parrafito con el cuidador de carros de la feria de Flores.

Ella era como otras tantas.

Al fondo de la calle de casas con fachadas encaladas, cubierta por un océano de sol, ésta se presentaba inopinadamente.

El viento traía agrio olor a verduras, y los toldos de los puestos sombreaban los mostradores de estaño dispuestos paralelamente a la vereda, en el centro de la calzada.

Aún tengo el cuadro ante los ojos.

Se compone de dos filas.

Una formada por carniceros, vendedores de puercos, hueveros y queseros, y otra de verduleros. La columna se prolonga chillona de policromía, churrigueresca de tintas, con sus hombres barbudos en mangas de camiseta junto a las cestas llenas de hortalizas.

La fila comienza en los puestos de pescadores, con los cestos ocres manchados por el rojo de los langostinos, el azul de los pejerreyes, el achocolatado de los mariscos, la lividez plomiza de los caracoles y el blanco zinc de las merluzas.

Los perros rondan arrebatándose el triperío de desecho, y los mercaderes con los velludos brazos desnudos y un delantal que les cubre el pecho, cogen a pedido de las compradoras el pescado por la cola, de una cuchillada le abren el vientre, con las uñas le hurgan hasta el espinazo destripándolo, y después de un golpe seco lo dividen en dos.

Más allá las mondongueras raen los amarillentos mondongos en el estaño de sus mostradores, o cuelgan de los ganchos inmensos hígados rojos.

Diez gritos monótonos repiten:

—Pejerreye fresco... fresco, señora.

Otra voz grita:

—Aquí... aquí está lo bueno. Vengan a ver esto.

Pedazos de hielo cubiertos de aserrín rojo se derriten a la sombra lentamente encima del lomo de los pescados encajonados.

Entrando, preguntaba en el primer puesto.

—¿El Rengo?

Con las manos apoyadas en la cadera, inflado el delantal sucio sobre el vientre, los feriantes gritaban con voces gangosas o chillonas:

—Rengo, vení, Rengo.

Y porque le estimaban, al llamarle se reían con gruesas carcajadas, mas el Rengo reconociéndome desde lejos, para gozar de su popularidad caminaba despacio, cojeando ligeramente. Cuando frente a un puesto encontraba a alguna criada conocida, se tocaba el ala del sombrero con el cabo del rebenque.

Detenido charlaba, charlaba sonriendo, mostrando los torcidos dientes con una perenne sonrisa picaresca; de pronto se iba, guiñando el ojo de soslayo a los peones de carniceros que, con los dedos de las manos le hacían obscenos gestos.

—Rengo... che, Rengo... vení —gritaban de otro lado.

El pelafustán volvía su cara angulosa a un costado, diciendo que aguardáramos, y a fuerza de codo se abría paso entre las mujeres apeñuscadas frente a los puestos, y las hembras que no le conocían, las viejas codiciosas y regañonas, las jóvenes mujeres biliosas y avaras, las mozuelas linfáticas y pretenciosas, miraban con desconfianza agria, con fastidio mal disimulado, esa cara triangular enrojecida por el sol, bronceada por la desvergüenza.

Era un bigardón a quien agradaba tocar el trasero de las mujeres apiñadas.

—Rengo... vení, Rengo.

El Rengo gozaba de popularidad. Además, como a todos los personajes de la historia, le agradaba tener amigas, saludarse con las vecinas, bañarse en esta atmósfera de chirigota y grosería que entre comerciante bajo y comadre pringosa se establece de inmediato.

Cuando hablaba de cosas sucias, su cara roja resplandecía como si la hubieran cardado con tocino, y el círculo de mondongueras, verduleros y vendedoras de huevos se regocijaba de la inmundicia con que las salpicaban las chuscadas del jaquetón.

Llamaban:

—Rengo... vení, Rengo.

Y los fornidos carniceros, los robustos hijos de napolitanos, toda la barbuda suciedad que se gana la vida traficando miserablemente, toda la chusma flaca y gorda, aviesa y astuta, los vendedores de pescado y de fruta, los carniceros y mantequeras, toda la canalla codiciosa de dinero se complacía en la granujería del Rengo, en la desvergüenza del Rengo, y el Rengo olímpico, desfachatado y milonguero, semejante al símbolo de la feria franca, en el pasaje sembrado de tronchos, berzas y cáscaras de naranja, avanzaba contoneándose, y prendida a los labios esta canción obscena.

Y es lindo gozar de garrón.

Se adornaba el cuello que dejaba libre su elástico negro, con un pañuelo rojo. Grasiento sombrero aludo le sombreaba la frente y en vez de botines calzaba alpargatas de tela violeta y adornadas de arabescos rosados.

Con un látigo que nunca abandonaba recorría rengueando de un lado a otro la fila de carros, para hacer guardar compostura a los caballos que por desaburrirse se mordisqueaban ferozmente.

El Rengo, además de cuidador, tenía sus cascabeles de ladrón, y siendo "macró" de afición no podía dejar de ser jugador de hábito. En substancia, era un pícaro afabilísimo, del cual se podía esperar cualquier favor y también alguna trastada.

Él decía haber estudiado para jockey y haberle quedado ese esguince en la pierna porque de envidia los compañeros le espantaron el caballo un día de prueba, pero yo creo que no había pasado de ser bostero en alguna caballeriza.

Eso sí, conocía más nombres y virtudes de caballos que una beata santos del martirologio. Su memoria era un almanaque de Gotha de la nobleza bestial. Cuando hablaba de minutos y segundos se creía escuchar a un astrónomo, cuando hablaba de sí mismo y de la pérdida que había tenido el país al perder un jockey como él, uno sentíase tentado a llorar.

¡Qué vago!

Si iba a verle, abandonaba los puestos donde conferenciaba con ciertas barraganas, y cogiéndome

de un brazo decía a vía de introito:

—Pasá un cigarrillo, que... —y encaminándonos a la fila de carros, subíamos al que estaba mejor entoldado para sentarnos y conversar largamente.

Decía:

—Sabés, lo amuré al turco Salomón. Se dejó olvidada en el carro una pierna de carnero, lo llamé al

Pibe (un protegido) y le dije: "Rajando esto a la pieza."

Decía:

—El otro día se viene una vieja. Era una mudanza, un bagayito de nada... Y yo andaba seco, seco...

Un mango, le digo, y agarro el carro del pescador.

"¡Qué trotada, hermano! Cuando volví eran las nueve y cuarto, y el matungo sudado que daba miedo. Agarro y lo seco bien, pero el gallego debe haber junado, porque hoy y ayer se vino una punta de veces a la fila, y todo para ver si estaba el carro. Ahora, cuando tenga otro viaje le meto con el de la mondonguera."

Y observando mi sonrisa, agregó;

—Hay que vivir, che, date cuenta: la pieza diez mangos, el domingo le juego una redoblona a Su

Majestad, Vasquito y la Adorada... y Su Majestad me mandó al brodo.

Mas reparando en dos vagos que estaban rondando con disimulo en torno de un carro al extremo de la fila, puso el grito en el cielo:

—¿Che, hijos de una gran puta, qué hacen allí?

Y enarbolando el látigo fue corriendo hacia el carro. Después de revisar cuidadosamente los arneses se volvió rezongando:

—Estoy arreglado si me roban un cabezal o unas riendas.

En los días lluviosos acostumbraba a pasar las mañanas en su compañía.

Bajo la capota del carro, el Rengo improvisaba estupendas poltronas con bolsas y cajones. Sabíase dónde estaba porque bajo el arco del toldo se escapaban nubes de humo. Para entretenerse, el Rengo cogía el mango de un látigo como si fuera una guitarra, entornaba los ojos, chupaba con más energía el cigarrillo y con voz arrastrada, a momentos hinchada de coraje, en otros doliente de voluptuosidad, cantaba:

Tengo un bulín más, "sofica"

que da las once antes de hora

y que yo se lo alquilé;

y que yo se lo alquilé

para que afile ella sola.

Con el sombrero sobre la oreja, el cigarro humeándole bajo las narices, y la camiseta entreabierta sobre el pecho tostado, el Rengo parecía un ladrón, y a veces solía decirme:

—¿No es cierto, che, Rubio, que tengo pinta de "chorro"?

Sino, contaba en voz baja, entre las largas humaradas de su cigarro, historias del arrabal, recuerdos de su niñez transcurrida en Caballito.

Eran memorias de asaltos y rapiñas, robos en pleno día, y los nombres de Cabecita de Ajo, el Inglés, y los dos hermanos Arévalo, estaban continuamente trabados en estos relatos.

Decía el Rengo con melancolía:

—¡Sí me acuerdo! Yo era un pibe. Siempre estaban en la esquina de Méndez de Andés y Bella Vista, recostados en la vidriera del almacén de un gallego. El gallego era un "gil". La mujer dormía con otros y tenía dos hijas en la vida. ¡Sí me acuerdo! Siempre estaban allí, tomando el sol y jodiendo a los que pasaban. Pasaba alguno de rancho y no faltaba quien gritara: "¿Quién se comió la pata e'chancho?"

"El del rancho", contestaba el otro. ¡Si eran unos "grelunes"! En cuanto te "retobabas", te fajaban. Me acuerdo. Era la una. Venía un turco. Yo estaba con un matungo en la herrería de un francés que había frente al boliche. Fue en un abrir y cerrar de ojos. El rancho del turco voló al medio de la calle, quiso sacar el revólver, y zas, el Inglés de un castañazo lo volteó. Arévalo "cachó" la canasta y Cabecita de Ajo el cajón. Cuando vino el cana sólo estaba el rancho y el turco, que lloraba con la nariz revirada. El más desalmado fue Arévalo. Era lungo, moreno y tuerto. Tenía unas cuantas mujeres. La última que hizo fue la de un cabo. Estaba ya con la captura recomendada. Lo "cacharon" una noche con otros muchos de la vida en un cafetín que había antes de llegar a San Eduardo. Lo registraron y no llevaba armas. Un cabo le pone la cadena y se lo lleva. Antes de llegar a Bogotá, en lo oscuro, Arévalo saca una faca que tenía escondida en el pecho bajo la camiseta y envuelta en papel de seda, y se la enterró hasta el mango en el corazón. El otro cayó seco, y Arévalo rajó; fue a esconderse en la casa de una hermana que era planchadora, pero al otro día lo "cacharon". Dicen que murió tísico de la paliza que le dieron con la "goma".

Así eran las narraciones del Rengo. Monótonas, oscuras y sanguinosas. Terminadas sus historias antes de que fuera la hora reglamentaria para deshacerse la feria, el Rengo me invitaba:

—Vení, Rubio, ¿vamos a requechar?

—Vamos.

Con la bolsa al hombro, el Rengo recorría los puestos y los feriantes, sin necesidad de que él les pidiera, gritábanle:

—Vení, Rengo, tomá.

Y él recogía grasa, huesos carnudos; de los verduleros, quien no le daba un repollo le daba patatas o cebollas, las hueveras un poco de manteca, las mondongueras un chirlo de hígado, y el Rengo jovial, con el sombrero inclinado sobre una oreja, el látigo a la espalda, y la bolsa en la mano, cruzaba soberbio como un rey ante los mercaderes, y hasta los más avaros y hasta los más viles no se atrevían a negarle una sobra, porque sabían que él podía perjudicarles en distintas formas.

Terminado, decía:

—Vení a comer conmigo.

—No, que en casa me esperan.

—Vení, no seas otario, hacemos un bife y papas fritas. Después le meto a la viola, y hay vino, un vinito San Juan que da las doce antes de hora. Me compré una damajuana, porque plata que no se gasta se "escolaza".

Bien sabía por qué el Rengo insistía en que almorzara con él. Necesitaría consultarme acerca de sus inventos —porque sí—, el Rengo con toda su vagancia tenía ribetes de inventor; el Rengo, que según propio decir se había criado "entre las patas de los caballos", en sus horas de siesta compaginaba dispositivos e invenciones para despojar de su dinero al prójimo. Recuerdo que un día, explicándole los prodigios de la galvanoplastia, el Rengo quedóse tan admirado que durante muchos días trató de persuadirme para que instaláramos en sociedad una fábrica de moneda falsa. Cuando le pregunté de dónde sacaría el dinero, repuso:

—Yo conozco a uno que tiene plata. Si querés te lo hago conocer y nos arreglamos. Y... ¿vamos o no

vamos?

—Vamos.

Súbitamente el Rengo dirigía una mirada investigadora en redor, para gritar después con voz desapacible:

—¡Pibe!

El Pibe, que estaba riñendo con otros vagos de su calaña, reaparecía:

No tenía diez años de edad, y menos de cuatro pies de estatura, pero en su rostro romboidal como el de un mogol, la miseria y toda la experiencia de la vagancia habían lapidado arrugas indelebles.

Tenía la nariz chata, los labios belfos, y además era enormemente cabelludo, de una lana rizada y tupida entre cuyos aros desaparecían las orejas. Todo este cromo aborigen y sucio se ataviaba con un pantalón que le llegaba hasta los tobillos, y una blusa negra de lechero vasco.

El Rengo le ordenó imperativamente:

—Agarrá eso.

El Pibe se echó la bolsa a la espalda y rápidamente marchó.

Era criado, cocinero, mucamo y ayudante del Rengo.

Éste lo recogió como se recoge un perro, y en cambio de sus servicios lo vestía y alimentaba; y el

Pibe era fidelísimo servidor de su amo.

—Fijate —me contaba—, el otro día, al abrir la cartera una mujer en un puesto, se le caen cinco pesos. El Pibe los tapa con el pie y después lo alza. Vamos a casa y no había ni "medio" de carbón.

"—Andá a ver si te fían.

"—No hace falta —me contesta el loco, y pela los cinco mangos.

—Caramba, no es malo.

—Y de ahí para la "biaba". ¿Además no sabés lo que hace?

—Contá.

—¡Pero date cuenta!... Una tarde veo que sale.

"—¿Adónde vas? —le digo.

"—A la iglesia.

"—Me cazzo, ¿a la iglesia?

"—'Manyá'.

"Y me empieza a contar que de la caja que hay metida en la pared a la entrada, para la limosna, había visto asomar la colita de un peso. Resulta que lo habían entrado apretado, y él con un alfiler lo sacó. Y se había hecho un ganchito con un alfiler para ir a pescar dentro de la caja todos los pesos que haya. ¿Te das cuenta?..."

El Rengo se ríe, y si dudo que el Pibe haya inventado ese anzuelo, no dudo en cambio que sea el pescador, mas no se lo digo, y palmoteándole en la espalda, exclamo:

—¡Ah, Rengo, Rengo!...

Y el Rengo se ríe con una risa que le tuerce los labios descubriéndole los dientes.

Algunas veces en la noche.

Piedad, quién tendrá piedad de nosotros.

Sobre esta tierra quién tendrá piedad de nosotros. Míseros, no tenemos un Dios ante quien postrarnos y toda nuestra pobre vida llora.

¿Ante quién me postraré, a quién hablaré de mis espinos y de mis zarzas duras, de este dolor que surgió en la tarde ardiente y que aún es en mí?

Qué pequeñitos somos, y la madre tierra no nos quiso en sus brazos y henos aquí acerbos, desmantelados de impotencia.

¿Por qué no sabemos de nuestro Dios?

¡Oh! Si Él viniera un atardecer y quedamente nos abarcara con sus manos las dos sienes.

¿Qué más podríamos pedirle? Echaríamos a andar con su sonrisa abierta en la pupila y con lágrimas suspendidas de las pestañas.

Un día jueves a las dos de la tarde, mi hermana me avisó que un individuo estaba a la puerta esperándome.

Salí, y con la consiguiente sorpresa, encontré al Rengo, más decentemente trajeado que de costumbre, pues había reemplazado su pañuelo rojo por un modesto cuello de tela, y a las floreadas alpargatas las sustituía un flamante par de botines.

—¡Hola! ¿Vos por acá?

—¿Estás desocupado, Rubio?

—Sí, ¿por qué?

—Entonces salí, tenemos que hablar.

—Cómo no, esperame un momento.

Y entrando rápidamente me puse el cuello, cogí el sombrero y salí. De más está decir que inmediatamente sospeché algo, y aunque no podía imaginarme el objeto de la visita del Rengo, resolví estar en guardia.

Una vez en la calle examinando su semblante reparé que tenía algo importante que comunicarme, pues observábame a hurtadillas, mas me retuve en la curiosidad, limitándome a pronunciar un significativo:

—¿Y?...

—Hace días que no venís a la feria —comentó.

—Sí... estaba ocupado... ¿Y vos?

El Rengo tornó a mirarme. Como caminábamos por una vereda sombreada, diose a hacer observaciones acerca de la temperatura; después habló de la pobreza, de los trastornos que le traían los cotidianos trabajos; también me dijo que en la semana última le habían robado un par de riendas, y cuando agotó el tema, deteniéndome en medio de la vereda, y cogiéndome de un brazo, lanzó este ex abrupto:

—¿Decime, che Rubio, sos de confianza o no sos?

—¿Y para preguntarme eso me has traído hasta acá?

—¿Pero sos o no sos?

—Mirá, Rengo, decime, ¿me tenés fe?

—Sí... yo te tengo... pero decí, ¿se puede hablar con vos?

—Claro, hombre.

—Mirá, entonces entremos allá, vamos a tomar algo. Y el Rengo encaminándose al despacho de bebidas de un almacén, pidió una botella de cerveza al lavacopas, nos sentamos a una mesa en el

rincón más oscuro, y después de beber, el Rengo dijo, como quien se descarga de un gran peso:

—Tengo que pedirte un consejo, Rubio. Vos sos muy "centífico". Pero por favor, che... te recomiendo, Rubio...

Le interrumpí:

—Mirá, Rengo, un momento. Yo no sé lo que tenés que decirme, pero desde ya te advierto que sé guardar secretos. No pregunto ni tampoco digo.

El Rengo depositó su sombrero encima de la silla. Cavilaba aún, y en su perfil de gavilán la irresolución mental movíale ligeramente por reflejo los músculos sobre las mandíbulas. En sus pupilas ardía un fuego de coraje, después mirándome reciamente, se explicó:

—Es un golpe maestro, Rubio. Diez mil mangos por lo menos.

Le miré con frialdad, esa frialdad que proviene de haber descubierto un secreto que nos puede

beneficiar inmensamente, y repliqué para inspirarle confianza:

—No sé de qué se trata, pero es poco.

La boca del Rengo se abrió lentamente.

—Te pa-re-ce po-co. Diez mil mangos lo menos, Rubio... lo menos.

—Somos dos —insistí.

—Tres —replicó.

—Peor que peor.

—Pero la tercera es mi mujer.

Y de pronto sin que me explicara su actitud, sacó una llave, una pequeña llave aplastada y poniéndola encima de la mesa, dejóla allí abandonada. Yo no la toqué.

Concentrado le miraba a los ojos, él sonreía como si la locura de un regocijo le ensanchara el alma, a momentos empalidecía; bebió dos vasos de cerveza uno tras otro, enjugóse los labios con el dorso de la mano y dijo con una voz que no parecía suya:

—¡Es linda vida!

—Sí, la vida es linda, Rengo. Es linda. Imaginate los grandes campos, imaginate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían; nosotros cruzaríamos como grandes bacanes las ciudades al otro lado del mar.

—¿Sabés bailar, Rubio?

—No, no sé.

—Dicen que allí los que saben bailar el tango se casan con millonarias.., y yo me voy a ir, Rubio, me voy a ir.

—¿Y el vento?

Me miró con dureza, después una alegría le demudó el semblante, y en su rostro de gavilán se dilató una gran bondad.

—Si supieras cómo la he "laburado", Rubio. ¿Ves esta llave? Es de una caja de fierro.

Introdujo la mano en un bolsillo, y sacando otra llave más larga, continuó:

—Esta es la de la puerta del cuarto donde está la caja. La hice en una noche, Rubio, meta lima.

"Laburé" como un negro.

—¿Te las trajo ella?

—Sí, la primera hace un mes que la tengo hecha, la otra la hice antiyer. Meta esperarte en la feria, y vos que no venías.

—¿Y ahora?

—¿Querés ayudarme? Vamos a medias. Son diez mil mangos, Rubio. Ayer los puso en la caja.

—¿Cómo sabés?

—Fue al banco. Trajo un mazo bárbaro. Ella lo vio y me dijo que todos eran colorados.

—¿Y me das la mitad?

—Sí, a medias, ¿te animás?

Me incorporé bruscamente en la silla, fingiendo estar poseído por el entusiasmo.

—Te felicito, Rengo, lo que pensaste es maravilloso.

—¿Te parece, Rubio?

—Ni un maestro hubiera planeado como vos lo has hecho este asunto. Nada de ganzúa. Todo limpio.

—¿Cierto, eh...?

—Limpio, hermano. A la mujer la escondemos.

—No hace falta, ya tengo alquilada una pieza que tiene sótano; los primeros días la "escabullo" allí.

Después, vestida de hombre, me la llevo al norte.

—¿Querés que salgamos, Rengo?

—Sí, vamos...

La cúpula de los plátanos nos protegía de los ardores del sol. El Rengo, meditando, dejaba humear su cigarrillo entre los labios.

—¿Quién es el dueño de la casa? —le pregunté.

—Un ingeniero.

—¡Ah!, ¿es ingeniero?

—Sí, pero batí, Rubio, ¿te animás?

—Por qué no... sí, hombre... ya estoy aburrido de caminar vendiendo papel. Siempre la misma vida: estarse reventando para nada. Decime, Rengo, ¿tiene sentido esta vida? Trabajamos para comer y comemos para trabajar. "Minga" de alegría, "minga" de fiestas, y todos los días lo mismo, Rengo. Esto "esgunfia" ya.

—Cierto, Rubio, tenés razón... ¿Así que te animás?

—Sí.

—Entonces esta noche damos el golpe.

—¿Tan pronto?

—Sí, él sale todas las noches. Va al club.

—¿Es casado?

—No, vive solo.

—¿Lejos de acá?

—No, una cuadra antes de Nazca. En la calle Bogotá. Si querés, vamos a ver la casa.

—¿Es de altos?

—No, baja, tiene jardín al frente. Todas las puertas dan a la galería. Hay una lonja de tierra a lo largo.

—¿Y ella?

—Es sirvienta.

—¿Y quién cocina?

—La cocinera.

—Entonces tiene plata.

—¡Hay que ver la casa! ¡Tiene cada mueble adentro!

—¿Y a qué hora vamos esta noche?

—A las once.

—¿Y va a estar ella sola?

—Sí, la cocinera en cuanto termina se va a su casa.

—¿Pero es seguro eso?

—Seguro. El farol está a media cuadra, ella va a dejar la puerta abierta, nosotros entramos y directo al escritorio, sacamos la "guita", ahí mismo la partimos y yo me la llevo para el refugio.

—¿Y la cana?

—La cana... la cana "cacha" a los que están prontuariados. Yo trabajo de cuidador de carros, además nos ponemos guantes.

—¿Querés un consejo, Rengo?

—Dos.

—Bueno, atendeme. Lo primero que tenemos que hacer es no dejarnos ver hoy por allá. Puede reconocernos algún vecino y nos mandan al "muere". Además no hay objeto si vos conocés la casa. Perfectamente. Segundo: ¿A qué horas sale el ingeniero?

—Nueve y media a diez, pero podemos espiar.

—Abrir la caja es cuestión de diez minutos.

—Ni eso, ya está probada la llave.

—Te felicito por la precaución... Así que a las once podemos ir.

—Sí.

—¿Y dónde nos vemos nosotros?

—En cualquier sitio.

—No, hay que ser precavidos. Yo voy a estar en Las Orquídeas a las diez y media. Vos entrás, pero no me saludás ni nada. Te sentás a otra mesa, y a las once salimos, yo te sigo, entrás a la casa y entro yo, después cada uno que tire por su lado.

—En esa forma evitamos sospechas. Está bien pensado... ¿Tenés revólver vos?

—No.

De pronto el arma lució en su mano, y antes que lo evitara, la introdujo en mi bolsillo.

—Yo tengo otra.

—No hace falta.

—Nunca uno sabe lo que puede pasar.

—¿Y vos serías capaz de matar?

—Yo... la pregunta, ¡claro!

—¡Eh!

Algunas personas que pasaron nos hicieron callar. Del cielo celeste descendía una alegría que se filtraba en tristeza dentro de mi alma culpable. Recordando una pregunta que no le hice, dije:

—¿Y cómo sabrá ella que vamos esta noche?

—Le doy la seña por teléfono.

—¿Y el ingeniero no está de día en la casa?

—No, si querés le hablo ahora.

—¿De dónde?

—De esa botica.

El Rengo entró a comprar una aspirina y poco después salió. Ya se había comunicado con la mujer.

Sospeché el enjuague, y aclarando, repuse:

—Vos contabas conmigo para este asunto, ¿no?

—Sí, Rubio.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—Ahora todo está listo.

—Todo.

—¿Tenés guantes vos?

—Sí.

—Yo me pongo unas medias, es lo mismo.

Después callamos.

Toda la tarde caminamos al azar, perdido el pensamiento, sobrecogidos por desiguales ideas.

Recuerdo que entramos a una cancha de bochas.

Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

Imágenes adormecidas hacía mucho tiempo, semejantes a nubes se levantaron en mi conciencia, el resplandor solar que hería las pupilas, un gran sueño se apoderaba de mis sentidos y a instantes hablaba precipitadamente sin ton ni son.

El Rengo me escuchaba abstraído.

De pronto una idea sutil se bifurcó en mi espíritu, yo la sentí avanzar en la entraña cálida, era fría como un hilo de agua y me tocó el corazón.

"¿Y si lo delatara?"

Temeroso de que hubiera sorprendido mi pensamiento, miré sobresaltado al Rengo, que a la sombra del árbol, con los ojos adormecidos miraba la cancha, donde las bochas estaban esparcidas.

Aquél era un lugar sombrío, propicio para elaborar ideas feroces.

La calle Nazca ancha se perdía en el confín. Junto al muro alquitranado de un alto edificio, el bodeguero tenía adosado su cuarto de madera pintado de verde, y en el resto del terreno se extendían paralelas las franjas de tierra enarenada.

Varias mesas de hierro se hallaban en distintos puntos.

Nuevamente pensé:

"¿Y si lo delatara?"

Con la barbilla apoyada en el pecho y el sombrero echado encima de la frente, el Rengo se había dormido. Un rayo de sol le caía sobre una pierna, con el pantalón manchado de lamparones de grasa.

Entonces un gran desprecio me envaró el espíritu, y cogiéndole bruscamente de un brazo, le grité:

—Rengo.

—Eh... eh... ¿qué hay?

—Vamos, Rengo.

—¿A dónde?

—A casa. Tengo que preparar la ropa. Esta noche damos el golpe y mañana rajamos.

—Cierto, vamos.

Una vez solo, varios temores se levantaron en mi entendimiento. Yo vi mi existencia prolongada entre todos los hombres. La infamia estiraba mi vida entre ellos y cada uno de ellos podía tocarme con un dedo. Y yo, ya no me pertenecía a mí mismo para nunca jamás.

Decíame:

"Porque si hago eso destruiré la vida del hombre más noble que he conocido.

"Si hago eso me condeno para siempre.

"Y estaré solo, y seré como Judas Iscariote.

"Toda la vida llevaré una pena.

"¡Todos los días llevaré una pena!..."

Y me vi prolongado dentro de los espacios de vida interior, como una angustia, vergonzosa hasta para mí.

Entonces sería inútil que tratara de confundirme con los desconocidos. El recuerdo, semejante a un diente podrido, estaría en mí, y su hedor me enturbiaría todas las fragancias de la tierra, pero a medida que ubicaba el hecho en la distancia, mi perversidad encontraba interesante la infamia.

"¿Por qué no?... Entonces yo guardaré un secreto, un secreto salado, un secreto repugnante, que me impulsará a investigar cuál es el origen de mis raíces oscuras. Y cuando no tenga nada que hacer, y esté triste pensando en el Rengo, me preguntaré: '¿Por qué fui tan canalla?', y no sabré responderme, y en esta rebusca sentiré cómo se abren en mí curiosos horizontes espirituales."

Además, el negocio éste puede ser provechoso.

En realidad —no pude menos de decirme— soy un locoide con ciertas mezclas de pillo; pero Rocambole no era menos: asesinaba... yo no asesino. Por unos cuantos francos le levantó falso testimonio a "papá" Nicolo y lo hizo guillotinar. A la vieja Fipart que le quería como una madre la estranguló y mató... mató al capitán Williams, a quien él debía sus millones y su marquesado. ¿A quién no traicionó él?

De pronto recordé con nitidez asombrosa este pasaje de la obra:

Rocambole olvidó por un momento sus dolores físicos. El preso cuyas espaldas estaban acardenaladas por la vara del Capataz, se sintió fascinado: parecióle ver desfilar a su vista como un torbellino embriagador, París, los Campos Elíseos, el Boulevard de los Italianos, todo aquel mundo deslumbrador de luz y de ruido en cuyo seno había vivido antes.

Pensé:

"¿Y yo?... ¿yo seré así...? ¿No alcanzaré a llevar una vista fastuosa como la de Rocambole?"

Y las palabras que antes le había dicho al Rengo sonaron otra vez en mis orejas, pero como si las pronunciara otra boca:

"Sí, la vida es linda, Rengo... Es linda. Imaginate los grandes campos, imaginate las ciudades del otro lado del mar. Las hembras que nos seguirían, y nosotros cruzaríamos como grandes 'bacanes' las ciudades que están al otro lado del mar".

Despacio, se desenroscó otra voz en mi oído:

"Canalla... sos un canalla."

Se me torció la boca. Recordé a un cretino que vivía al lado de mi casa y que constantemente decía con voz nasal: "Si yo no tengo la culpa."

"Canalla... sos un canalla...

"Si yo no tengo la culpa."

"¡Ah!, canalla... canalla..."

"No me importa... y seré hermoso como Judas Iscariote. Toda la vida llevaré una pena... una pena... La angustia abrirá a mis ojos grandes horizontes espirituales... ¡pero qué tanto embromar!

¿No tengo derecho yo...? ¿acaso yo?... Y seré hermoso como Judas Iscariote... y toda la vida llevaré una pena... pero... ¡ah!, es linda la vida, Rengo... es linda... y yo... yo a vos te hundo, te degüello... te mando al 'brodo' a vos... sí, a vos... que sos 'pierna'... que sos 'rana'... yo te hundo a vos... sí, a vos, Rengo... y entonces... entonces seré hermoso como Judas Iscariote... y tendré una pena... una pena... ¡Puerco!"

Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja.

Levanté la cabeza y próximo al zenit entre sábanas de nubes, vi relucir débilmente una estrella.

Diría una salpicadura de agua trémula en una grieta de porcelana azul.

Me encontraba en el barrio sindicado por el Rengo.

Las aceras estaban sombreadas por copudos follajes de acacias y ligustros. La calle era tranquila, románticamente burguesa, con verjas pintadas ante los jardines, fuentecillas dormidas entre los arbustos y algunas estatuas de yeso averiadas. Un piano sonaba en la inquietud del crepúsculo, y me sentí suspendido de los sonidos, como una gota de rocío en la ascensión de un tallo. De un rosal invisible llegó tal ráfaga de perfume, que embriagado vacilé sobre mis rodillas, al tiempo que leía en una placa de bronce:

ARSENIO VITRI — Ingeniero

Era la única indicando dicha profesión, en tres cuadras a lo largo.

A semejanza de otras casas, el jardín florecido extendía sus canteros frente a la sala, y al llegar al camino de mosaico que conducía a la puerta vidriada de la mampara se cortaba; luego continuaba formando escuadra a lo largo del muro de la casa ladera. Encima de un balcón una cúpula de cristal protegía de la lluvia el alféizar.

Me detuve y presioné el botón del timbre.

La puerta de la mampara se abrió, y encuadrada por el marco, vi una mulata cejijunta y de mirada aviesa, que de mal modo me preguntó lo que quería.

Al interrogarle si estaba el ingeniero, me respondió que vería, y tornó diciéndome quién era, y qué es lo que deseaba. Sin impacientarme le respondí que me llamaba Fernán González, de profesión dibujante.

Volvió a entrar la mulata, y ya más apaciguada, me hizo pasar. Cruzamos ante varias puertas con las persianas cerradas, de pronto abrió la hoja de un estudio, y frente a un escritorio a la izquierda de una lámpara con pantalla verde, vi una cabeza canosa inclinada; el hombre me miró, le saludé, y me hizo señal de que entrara. Después dijo:

—Un momento, señor, y soy con usted.

Le observé. Era joven a pesar de su cabello blanco.

Había en su rostro una expresión de fatiga y melancolía. El ceño era profundo, las ojeras hondas, haciendo triángulo con los párpados, y el extremo de los labios ligeramente caídos acompañaba a la postura de esa cabeza, ahora apoyada en la palma de la mano e inclinada hacia un papel.

Adornaban el muro de la estancia, planos y diseños de edificios lujosos; fijé los ojos en una biblioteca, llena de libros, y había alcanzado a leer el título: Legislación de agua, cuando el señor Vitri me preguntó:

—¿En qué puedo servirle, señor?

Bajando la voz le contesté:

—Perdóneme, señor, ante todo, ¿estamos solos?

—Supongo que sí.

—¿Me permite una pregunta quizá indiscreta? Usted no está casado, ¿no?

—No.

Ahora mirábame seriamente, y su rostro enjuto iba adquiriendo paulatinamente, por decirlo así, una reciedumbre que se difundía en otra más grave aún.

Apoyado en el respaldar del sillón, había echado la cabeza hacia atrás; sus ojos grises me examinaban con dureza, un momento se fijaron en el lazo de mi corbata, después se detuvieron en mi pupila y parecía que inmóviles allá en su órbita, esperaban sorprender en mí algo inusitado.

Comprendí que debía dejar los circunloquios.

—Señor, he venido a decirle que esta noche intentarán robarle.

Esperaba sorprenderlo, pero me equivoqué.

—¡Ah!, sí... ¿y cómo sabe usted eso?

—Porque he sido invitado por el ladrón. Además usted ha sacado una fuerte suma de dinero del banco y la tiene guardada en la caja de hierro.

—Es cierto...

—De esa caja, como de la habitación en que está, el ladrón tiene la llave.

—¿La ha visto usted? —y sacando del bolsillo el llavero me mostró una de guardas excesivamente

gruesas.

—¿Es ésta?

—No, es la otra —y aparté una exactamente igual a la que el Rengo me había enseñado.

—¿Quiénes son los ladrones?

—El instigador es un cuidador de carros llamado Rengo, y la cómplice su sirvienta. Ella le sustrajo

las llaves a usted de noche, y el Rengo hizo otras iguales en pocas horas.

—¿Y usted qué participación tiene en el asunto?

—Yo... yo he sido invitado a esta fiesta como un simple conocido. El Rengo llegó a casa y me propuso que le acompañara.

—¿Cuándo le vio a usted?

—Aproximadamente hoy a las doce de la mañana.

—Antes, ¿no estaba usted en antecedentes de lo que ese sujeto preparaba?

—De lo que preparaba, no. Conozco al Rengo; nuestras relaciones se establecieron vendiendo yo papel a los feriantes.

—Entonces usted era su amigo... esas confianzas sólo se hacen a los amigos.

Me ruboricé.

—Tanto como amigo no... pero siempre me interesó su psicología.

—¿Nada más?

—No, ¿por qué?

—Decía... ¿pero a qué hora debían venir ustedes esta noche?

—Nosotros espiaríamos hasta que usted saliera para el club, después la mulata nos abriría la puerta.

—El golpe está bien. ¿Cuál es el domicilio de ese sujeto llamado Rengo?

—Condarco 1375.

—Perfectamente, todo se arreglará. ¿Y su domicilio?

—Caracas, 824.

—Bien, venga esta noche a las 10. A esa hora todo estará bien guardado. Su nombre es Fernán González.

—No, me cambié de nombre por si acaso la mulata conociera ya, por intermedio del Rengo, mi posible participación en el asunto. Yo me llamo Silvio Astier.

El ingeniero apretó el botón del timbre, miró en redor; momentos después se presentó la criada.

El semblante de Arsenio Vitri conservábase impasible.

—Gabriela, el señor va a venir mañana a la mañana a buscar ese rollo de planos —y le señaló un manojo abandonado en una silla—, aunque yo no esté se lo entrega.

Luego levantóse, me estrechó fríamente la mano y salí acompañado de la criada.

El Rengo fue detenido a las nueve y media de la noche. Vivía en un altillo de madera, en una casa de gente modesta. Los agentes que le esperaban supieron por el Pibe que el Rengo había venido, "revolvió el bagayo y se fue". Como ignoraban cuáles eran los lugares que acostumbraba frecuentar, presentáronse inopinadamente a la dueña de la casa, se dieron a conocer como agentes de policía y entraron por una empinada escalera hasta el cuarto del Rengo. Allí en apariencia no había nada que valiera la pena. Sin embargo, cosa inexplicable y absurda, colgadas en un clavo a la vista de todo el que entrara, encontrábanse las dos llaves: la de la caja de hierro y la de la puerta del escritorio. En un cajón de querosene, con algunos trapos viejos, hallaron un revólver y en el fondo, oculto casi, recortes de periódicos. Referían un asalto cuyos autores no había individualizado la policía.

Como las noticias de los periódicos trataban del mismo delito, se supuso con razón que el Rengo no era ajeno a esa historia, y precaucionalmente fue detenido el Pibe, es decir, se le envió con un agente a la comisaría de la sección.

En la buhardilla había también una mesa de pino tea blanca, con un cajón lateral. Allí encontróse cierto torno de relojero, y un juego de limas finas. Algunas denotaban uso reciente.

Secuestradas todas las pruebas del delito, la encargada de la casa fue nuevamente llamada.

Era una vejezuela descarada y avara; envolvíase la cabeza con un pañuelo negro cuyas puntas se ataba bajo la barbilla. Sobre la frente le caían vellones de pelos blancos, y su mandíbula se movía con increíble ligereza cuando hablaba. Su declaración hizo poca luz en torno del Rengo. Ella le conocía desde hacía tres meses. Pagaba puntualmente y trabajaba a la mañana.

Interrogada acerca de las visitas que recibía el ladrón, dio datos oscuros; eso sí, recordaba "que el domingo pasado una negra vino a las tres de la tarde y salió a las seis junto con Antonio".

Descartada toda posibilidad de complicidad, se le ordenó absoluta discreción, que la vejezuela prometió por temor a posteriores compromisos, y los dos agentes tornaron al altillo para esperar al Rengo, ya que fue explícito deseo del ingeniero que el Rengo fuera detenido fuera de su casa, para atenuar la pena que merecía.

Quizá pensó también que yo no era ajeno a la decisión del Rengo.

Los pesquisas creían que éste no vendría; posiblemente cenara en algún restaurante de las afueras, y se embriagara para darse coraje, pero se equivocaron.

Esos días el Rengo había ganado dinero con unas redoblonas. Después que se separó de mí volvió al altillo para salir más tarde hacia un prostíbulo que conocía. Casi a la hora de cerrarse los comercios entró en una valijería y compró una valija.

Después se dirigió a su cuarto, bien ajeno a lo que le esperaba. Subió la escalera tarareando un tango, cuyos tonos hacían más distintos los golpeteos intermitentes de la valija entre los peldaños.

Cuando abrió la puerta, la dejó en el suelo.

Introdujo después una mano en el bolsillo para sacar la caja de fósforos y en ese instante un golpe terrible en el pecho lo hizo retroceder, en tanto que otro polizonte lo cogía del brazo.

No es de dudar que el Rengo comprendió de lo que se trataba, porque haciendo un esfuerzo desesperado se desprendió.

Los vigilantes, al intentar seguirle, tropezaron con la valija y uno de ellos rodó por la escalera, cayéndole del bolsillo el revólver, que se descargó.

El estampido llenó de espanto a los moradores de la casa, y equivocadamente se atribuyó ese tiro al Rengo, que no había alcanzado a trasponer la puerta de la calle.

Entonces sucedió una cosa terrible.

El hijo de la vejezuela, carnicero de oficio, enterado por su madre de lo que ocurría, cogió su bastón y se precipitó en persecución del Rengo.

A los treinta pasos le alcanzó. El Rengo corría arrastrando su pierna inútil, de pronto el bastón cayó sobre su brazo, volvió la cabeza y el palo resonó encima de su cráneo.

Aturdido por el golpe, intentó defenderse aún con una mano, pero el pesquisa que había llegado le hizo una zancadilla y otro bastonazo que le alcanzó en el hombro, terminó por derribarle. Cuando le pusieron cadenas el Rengo gritó con un gran grito de dolor.

—¡Ay, mamita!

Después otro golpe le hizo callar y se le vio desaparecer en la calle oscura amarradas las muñecas por las cadenas que retorcían con rabia los agentes marchando a sus costados.

Cuando llegué a la casa de Arsenio Vitri, Gabriela no estaba ya.

Su detención se efectuó pocos momentos después que yo salí.

Un oficial de policía llamado al efecto instruyó el sumario frente al ingeniero. La mulata al principio negóse a confesar nada, más cuando mintiendo se le dijo que el Rengo había sido detenido, echóse a llorar.

Los testigos del acto no olvidarían jamás esa escena.

La mujer oscura, arrinconada, con los ojos brillantes miraba a todos los costados, como una fiera que se prepara para saltar.

Temblaba extraordinariamente; pero cuando se insistió en que el Rengo estaba detenido y que sufriría por su causa, suavemente echóse a llorar; con un llanto tan delicado que el ceño de los circustantes se acentuó... de pronto levantó los brazos, sus dedos se detuvieron en el nudo de sus cabellos, arrancó de allí una peineta y desparramando su cabellera por la espalda, dijo juntando las manos, mirando como enloquecida a los presentes:

—Sí, es cierto... es cierto... vamos... vamos a donde está Antonio.

En un carruaje la condujeron a la comisaría.

Arsenio Vitri me recibió en su escritorio. Estaba pálido y sus ojos no me miraron al decirme:

—Siéntese.

Inesperadamente, con voz inflexiva me preguntó:

—¿Cuánto le debo por sus servicios?

—¿Cómo...?

—Sí, ¿cuánto le debo...?, porque a usted sólo se le puede pagar.

Comprendí todo el desprecio que me arrojaba a la cara.

Palideciendo, me levanté:

—Cierto, a mi sólo se me puede pagar. Guárdese el dinero que no le he pedido. Adiós.

—No, venga, siéntese... ¿dígame, por qué ha hecho eso?

—¿Porqué?

—Sí, ¿por qué ha traicionado a su compañero?, y sin motivo. ¿No le da vergüenza tener tan poca dignidad a sus años?

Enrojecido hasta la raíz del cabello, le respondí.

—Es cierto... Hay momentos en nuestra vida en que tenemos necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo qué sé... de destrozar para siempre la vida de un hombre... y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos.

Vitri no me miraba ahora a la cara. Sus ojos estaban fijos en el lazo de mi corbata y su semblante iba adquiriendo sucesivamente una seriedad que se difundía en otra más terrible.

Proseguí

—Usted me ha insultado, y sin embargo no me importa.

—Yo podía ayudarlo a usted —murmuró.

—Usted podía pagarme, y ni eso ahora, porque yo por mi quietud me siento, a pesar de toda mi canallería, superior a usted —e irritándome súbitamente, le grité—. ¿Quién es usted?... Aún me

parece un sueño haberle delatado al Rengo.

Con voz suave, replicó:

—¿Y por qué está usted así?

Un gran cansancio se apoderaba de mí rápidamente, y me dejé caer en la silla.

—¿Por qué? Dios lo sabe. Aunque pasen mil años no podré olvidarme de la cara del Rengo. ¿Qué será de él?

Dios lo sabe; pero el recuerdo del Rengo estará siempre en mi vida, será en mi espíritu como el recuerdo de un hijo que se ha perdido. Él podrá venir a escupirme en la cara y yo no le diré nada.

Una tristeza enorme pasó por mi vida. Más tarde recordaría siempre ese instante.

—Si es así —balbució el ingeniero, y de pronto incorporándose, con los ojos brillantes fijos en el lazo de mi corbata, murmuró como soñando—: usted lo ha dicho. Es así. Se cumple con una ley brutal que está dentro de uno. Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; pero ¿quién le dijo a usted que es una ley? ¿dónde aprendió eso?

Repliqué:

—Es como un mundo que de pronto cayera encima de nosotros.

—¿Pero usted había previsto que algún día llegaría a ser como Judas?

—No, pero ahora estoy tranquilo. Iré por la vida como si fuera un muerto. Así veo la vida, como un

gran desierto amarillo.

—¿No le preocupa esa situación?

—¿Para qué? Es tan grande la vida. Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos tan desdichados.

Una sonrisa pueril apareció en el rostro de Vitri. Dijo:

—¿Le parece a usted?

—Sí, alguna vez sucederá eso... sucederá, que la gente irá por la calle preguntándose los unos a los otros: ¿Es cierto esto, es cierto?

—Usted, dígame, ¿usted nunca ha estado enfermo?

Comprendí lo que él pensaba y sonriendo continué:

—No... ya sé lo que usted cree... pero escúcheme... yo no estoy loco. Hay una verdad, sí... y es que yo sé que siempre la vida va a ser extraordinariamente linda para mí. No sé si la gente sentirá la fuerza de la vida como la siento yo, pero en mí hay una alegría, una especie de inconsciencia llena de alegría.

Una súbita lucidez me permitía ahora discernir los móviles de mis acciones anteriores, y continué:

—Yo no soy un perverso, soy un curioso de esta fuerza enorme que está en mí...

—Siga, siga...

—Todo me sorprende. A veces tengo la sensación de que hace una hora que he venido a la tierra y de que todo es nuevo, flamante, hermoso. Entonces abrazaría a la gente por la calle, me pararía en medio de la vereda para decirles: ¿Pero ustedes por qué andan con esas caras tan tristes? Si la vida es linda, linda... ¿no le parece a usted?

—Sí...

—Y saber que la vida es linda me alegra, parece que todo se llena de flores... dan ganas de arrodillarse y darle las gracias a Dios, por habernos hecho nacer.

—¿Y usted cree en Dios?

—Yo creo que Dios es la alegría de vivir. ¡Si usted supiera! A veces me parece que tengo un alma tan grande como la iglesia de flores... y me dan ganas de reír, de salir a la calle y pegarle puñetazos amistosos a la gente...

—Siga...

—¿No se aburre?

—No, siga.

—Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla... regalarla... acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres!, ¿saben?, tienen que jugar a los piratas... hacer ciudades de mármol... reírse... tirar fuegos artificiales.

Arsenio Vitri se levantó, y riendo dijo:

—Todo eso está muy bien, pero hay que trabajar. ¿En qué puedo serle útil?

Reflexioné un instante, luego:

—Vea; yo quisiera irme al sur... al Neuquén... allá donde hay hielos y nubes... y grandes montañas... quisiera ver la montaña...

—Perfectamente; yo le ayudaré y le conseguiré un puesto en Comodoro; pero ahora váyase porque tengo que trabajar. Le escribiré pronto... ¡Ah!, y no pierda su alegría; su alegría es muy linda...

Y su mano estrechó fuertemente la mía. Tropecé con una silla... y salí.

De "El juguete rabioso" - Autor: Roberto Arlt

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