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El 8 de marzo no se festeja
Gabriela Arguedas
Profesora universitaria
Escritora
Feminista
Costa Rica

No es una fiesta, no es motivo para un carnaval o un regalo. Hay una diferencia profunda entre un festejo y una conmemoración. El 8 de marzo no es la fecha para que se despliegue toda la furiosa competencia mercantil de rebajas, ramos florales y tarjetas coloridas con frases de lugares comunes.

 

La tendencia, cada vez más enajenante, de eliminar el contenido histórico de las fechas conmemorativas sólo sirve a un propósito: la asimilación, y por ende, la desaparición. Cuando algo pierde su contenido simbólico, deja un espacio hueco en el que luego se puede colocar cualquier cosa, por absurda o insultante que sea. Y es precisamente eso lo que no quiero que suceda con el 8 de marzo. No es un día para celebrar el esencialismo o para que algunos tengan ocasión de pasarse de listos. El 8 de marzo es un día para que la memoria reviva y la dignidad se sacuda.

 

En un artículo de Ana María Portugal se aborda el muy discutido origen histórico de esta fecha conmemorativa. Según explica, investigaciones elaboradas por historiadoras feministas ubican los hechos que marcaron esta fecha en el año 1857, cuando el sindicato de costureras de la compañía textil en Lower East Side, Nueva York, convocó a una marcha en el mes de marzo para demandar una jornada laboral limitada a 10 horas. En 1867, tuvo lugar otra manifestación, en esa misma ciudad, de mujeres trabajadoras, que seguían bajo condiciones de profunda explotación laboral. En todas estas manifestaciones la represión policial fue sumamente violenta.

 

En 1908 las mujeres del Partido Socialista Norteamericano fundaron unas jornadas de reflexión y acción denominadas Woman's Day (Día de la Mujer). Sus reivindicaciones iniciales fueron la defensa incansable del derecho de las mujeres al sufragio, a gozar de derechos en el trabajo y a luchar en contra de la guerra. Fue en 1910, en Copenhague, durante la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas donde se presentó una propuesta del Partido Socialista Norteamericano, para instaurar el Día Internacional de la Mujer. Esta propuesta finalmente fue aprobada, en mucho gracias al apoyo brindado por Clara Zetkin.

Hoy, al cumplirse 100 años de esta conmemoración, las condiciones laborales de la gran mayoría de mujeres en el mundo entero siguen siendo deplorables. La división sexual del trabajo perdura y mantiene a muchas mujeres y niñas en una situación que bien podemos llamar de esclavitud. Las mujeres que han logrado incorporarse al mercado de trabajo formal ganan un 70% del salario de los hombres, a pesar de realizar las mismas funciones y de estar, en muchos casos, mejor calificadas. Los derechos laborales de las mujeres se sostienen en el papel, a punta de uñas y dientes, pero en la vida cotidiana es todavía más difícil, al punto que ya parecen sólo un puñado de buenas intenciones.

 

Y de la violencia, no es necesario decir mucho. Sólo basta con mirar los titulares en los diarios. Los femicidios aumentan a un ritmo tenebroso. Y el ensañamiento de los agresores se usa como materia prima para el amarillismo de algunos medios de comunicación. Así terminan cada día más mujeres Nuestra América y en el resto del mundo: como carne de portada.

 

Tal parece que las mujeres seguimos a prueba, como si tuviéramos la obligación de ganarnos cada día nuestra condición de humanas y de ciudadanas. No cabe duda que los aires conservadores y sexistas siguen cargando la atmósfera con sus discursos de odio y sus falacias.

 

Y si reclamamos, la reacción no se hace esperar. Olympe de Gouges no es la única que ha perdido su cabeza por contestataria. ¿Cuántas cabezas más han de caer, para que ya digamos “basta”? ¿Cuánto cinismo se necesita para volver la mirada hacia otro lugar y no ver ante nuestros ojos el desastre causado por una sociedad que sigue violentando el derecho de las mujeres a la vida y a la autodeterminación?

 

¿Qué hace falta para que nuestros países comprendan que jamás saldrán de la pobreza económica y simbólica, si no comienza por respetar, sin medias tintas, la vida de las mujeres?

Gabriela Arguedas

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