Don Aparicio
Cuento de José María Arguedas

Diez días permaneció Don Aparicio en Lambra. Llegó a la Capital de la Provincia, en la mañana, seguido de dos mayordomos que montaban en buenos caballos. Don Aparicio vino en su potro negro, el "Halcón", y con su apero de fiesta. No tomó la entrada de Lambra, por el barrio de Challwa; se desvió en la altura y bajó a Alk'amare; así tuvo que pasar por la calle central.


Cuatrocientos anillos de plata brillaban en las piezas trenzadas del apero; los grandes estribos estaban cruzados por fajas de plata; calzaban sus roncadoras, hechas a fuego, de plata pura, y con una gran aspa de acero. El potro pulía su andar en la calle, el jinete lo gobernaba; sobre el empedrado, el potro negro braceaba majestuosamente; su cuello, ancho y poderoso en la parte naciente, se arqueaba con gallarda suavidad; y las pequeñas orejas se movían en tijera, vibraban con el latido de la sangre bullente del animal, que se contenía.
 

La gente se agolpaba en la calle para verlos pasar; salían a los balcones. El andar del potro y el sonido de las roncadoras del señor de Lambra eran conocidos en el pueblo.
 

Don Aparicio tenía puesto su más fino poncho de vicuña. El poncho no flameaba con el viento ni el andar del potro, su peso era el justo; una punta levantada sobre el hombro del jinete dejaba ver el pellón azul sanpedrano de flecos atorzalados, y la montura de cajón, ribeteado de plata.
 

Los mayordomos seguían de cerca al patrón.
 

-Este Aparicio, educado en Lima, nada ha aprendido.
 

-Le gusta que lo vean. ¡A las mujeres las engaña con ese aire de dueño!
 

-A las mujeres de bajo pelo. Las educadas en Lima no se impresionan con las antiguallas.


Conseguía que estuvieran pendientes de él.

 

Algunas señoritas sentían desprecio por sus costumbres. "¡Es un bruto, como sus antepasados pueblerinos", decían. Sin embargo, casi todas miraban pasar al potro, y a su dueño, que saludaba inclinando la cabeza. Su expresión intranquila trascendía. Para tomar la calle en que estaba su casa debía doblar a la izquierda, en una esquina. Hincaba las espuelas y hacía levantarse al caballo sobre las patas traseras; el potro saltaba corto, varias veces; y entonces, el rostro del joven se animaba.


Sus mayordomos también herían a sus caballos y alborotaban; los herrajes de las bestias sacaban fuego del empedrado.

 

Cuento de José María Arguedas
de "Diamante y pedernales"

"Antología" - Selección de textos para uso escolar

Rafael Katzenstein

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