Un escondrijo en Amsterdam

por Germán Arciniegas

Ilustró Eduardo Vernazza

 

Son pocas las personas que quieren visitar hoy, en Ámsterdam. la casa de Remtrandt. Lo que a todos atrae es la del escondrijo. La casa en sí es tan insignificante que, si no tuviera la historia que tiene, seria la última que nadie pensara en visitar. Es la casa anónima, la del burgués de abajo, la que se pierde en el desierto de las cosas iguales. Al menos, al otro lado del canal están las casas rojas, donde las muchachas de alquiler se exhiben en las ventanas. De este lado, es el mundo cualquiera. La casa, estrecha como todas, con el espacio indispensable para una oficina y una escalera de buque que da acceso a los pisos altos. Cientos de miles de casas como ésta alojan a los pequeños burgueses de Ámsterdam. Cuando la guerra, eran cientos de miles de casas silenciosas. En cada una habitaba el miedo. Por la calle pasaban los soldados alemanes. De cuando en cuando, por el cielo, los aviones. Se oían los derrumbamientos. Espiando desde arriba, se alcanzaban a ver pasar les tranvías, mujeres en bicicletas. Muy cerca, se oían las campanas de un carillón. No se oía correr el agua del canal, que no corría... Y así, semanas, meses, años. Desde la casa cualquiera.

 


 

En la casa estaba instalado un negocio. Un negocio tan común que ni siquiera lo vigilaban. Las cosas han cambiado muy poco. Entramos, como siempre se ha entrado, por la puerta angosta. Subimos por la escalera como si fuéramos a un gallinero. Siempre es así. En el segundo piso hay dos cuartos que eran los almacenes, los depósitos. Luego un pequeño espacio, ancho como un corredor, con un anaquel al fondo. Para los archivos. Se ve que el negocio era en pequeño, pues con veinte libros de correspondencia bastaba para tener toda la historia de los clientes. Sobre el estante, clavado a la pared, un mapa. De esos mapas inútiles que se tienen a manera de ilustración ocasional. El estante, sin embargo, se ha convertido hoy en la puerta que da acceso a la historia. A toda la historia de una época. Porque es un estante que gira, y al girar se entra al escondrijo. En dos años, en los dos años en que más vigilada estuvo Holanda por la más implacable de las policías, no hubo agente de la Gestapo a quien se le hubiera ocurrido hacer girar el mueble. Sólo el 4 de agosto de 1944 se descubrió el secreto. Ese día llegaron los que mandaban. Crujieron las escaleras bajo las botas alemanas. Bruscamente se hizo girar el anaquel que hasta ese día había girado como sobre goznes de seda. Y ante los ojos atónitos de los policías se vio un grande espacio: tres habitaciones, un granero, un servicio sanitario, ¡todo escondido! Las siete personas sorprendidas quedaron mudas. A empellones salieron del escondrijo. Fueron a dar a los campos de concentración. Con la punta de las botas, con las bayonetas, a patadas, a cuchilladas, se revolvieron trapos muebles, papeles, camas. De todo no quedó sino un montón de basura. De la basura, tiempo después, dos manos amigas sacaron unos cuadernos manuscritos: los ejercicios de una niña. ¡Era el diario de Ana Frank!

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

Hoy se sube de nuevo la escalera recogiendo el ruido de los pasos. ¡Como en el 42! Se hace girar en silencio e! anaquel, se entra al escondrijo. A la catacumba. Se ven pesadas en el muro las mismas láminas que Ana pegó cuando llegaron en fuga. Por la ventana que estuvo velada por dos años se ven las mismas calles, los mismos techos, la misma torre. Lo que a veces, en la noche, apagadas las luces, veían los siete judíos desde su ratonera. Y otra vez se hace un silencio inmenso en torno. Silencio de pasmo. De terror ante la barbarie que de tiempo en tiempo sale de las entrañas de la tierra para espantar a los simples seres humanos indefensos. — Amsterdam.

Primer relato de La Sirenita

Hace ya muchos meses que la Sirenita perdió la cabeza. Como la vemos hoy, aunque nada lo denuncie, es una belleza restaurada. La familia del escultor conservaba el molde original y, fundida la cabecita nueva y ajustada a la obra decapitada, quedó como si nada hubiese ocurrido.

Eso no es así. La Sirenita tiene hoy dos historias. La una viene del cuento de Anderson, y ésta es la historia honorable. La otra —la de la misteriosa hazaña del ladrón desconocido — ha colocado a la divina imagen de Copenhague en la crónica de policía. Ahora se dice que todo se descubrió. Y en secreto cuentan que la cabecita perdida se encuentra en la Prefectura. Que todo se sabe. Hasta el punto en que las informaciones se han filtrado, lo informaré en este relato, si el espacio lo permite.

Todo comenzó a fijarse en torno a un estudiante de química, Hans Michelsen, muchacho amigo del deporte, pero con no disimuladas inclinaciones a la filosofía, y, cosa menos grave, a la literatura, a la poesía. Hans viene de una familia hebrea antigua en Copenhague. Hans padre ha tenido un negocio importante de porcelanas en la calle mejor de la ciudad, en Ostergade. Es la calle por donde no pasan los automóviles. Lógicamente, Hans el mozo ha debido seguir la tradición, y vender porcelanas. No ha sido así. Lo natural, hoy, en los hijos, es no hacer lo que han hecho sus padres, ni sus abuelos. Sonia Hansun, una chiquilla que siempre se ha considerado la amiga de Hans, le decía a un periodista, explicándole: “Hans no quiso volver nunca al negocio de su padre porque alguna vez, por descuido, dejó caer una porcelana de la Sirenita'’. El viejo se airó. Cosas de comerciantes... Este cuanto de Sonia se ha tenido por falso. Sonia riñe con Hans y lo de la Sirenita rota, remotamente, podría comprometer a Hans en lo del robo. ¿Por qué?

Cuando se mencionó primero a Hans Michelsen en lo del crimen, corrieron muchos chismes y se habló de sus amores con Sonia. Se trataban desde chicos, y Sonia le provocaba de continuo. Hace unos años — no muchos antes de que un día apareciera la Sirenita sin cabeza—, Hans y Sonia — dieciocho y quince años — se fueron de vacaciones. Pasaron una semana de vagabundeo entre pinos y playas. Ahora, descubrieron los amigos de Hans unos poemas suyos que han querido publicar. Hans no lo ha permitido, indignado. Con todo, los periodistas agarraron en la prefectura uno. Lo traduzco:
“Mujercita del aire — no del mar — leve, leve, leve. Mira el reloj de arena. Ya el del sol perdió la raya. Llega la noche, rueda sobre el mar el sol. ¡Reposa! ¡Descansa! Oyeme al menos. Caballito del mar: no busques más tesoros submarinos. El tipo de Nápoles se llevó los corales. Te me vas de los dedos entre el agua y la espuma. Fece-cito que no he pescado. ¡Válgame Dios! Cuando corres, te llevas el cielo de tus ojos, verde. Cielitos verdes, cielitos verdes. El desierto no son sino las diez huellas de tus pies en la arena. Arenas, que ya no corren en las ampollas de vidrio de ningún tiempo posible. Te quiero con gustito de sal en los labios, y te ríes de mí con el filo de los dientes. Me provocas palmoteándote los pechos con las manos mojadas. Me provocas. Te secas el oro sacudiendo al viento la cabeza. Me provocas. Sacas los hombros entre el agua que te pone a flote y te esconde, jugando con tus hombros y tus brazos y tu cuerpo, y entre el avance y la fuga, nadando, me provocas. Sólo te interesa que te llame por tu nombre — Capricho. Capricho: mira en la otra orilla una piedra enorme, sin un filo. Suave y bien hecha como un huevo. Una piedra para sentarse a ver r,ada. A no ver morir el sol, a no verlo nacer. A ver pasar los recuerdos y dejarlos hundirse. Volver al fondo del mar. Si a Capricho se le antojara esta vez. .. Si fuera a reposar sobre la piedra, con la mirada ausente. A recordar las estrellas de la noche, metidas en las ramas de los pinos”.


Se dice que Sonia leyó el poema y pensó que ya lo difícil del camino estaba superado. Sin embargo, luego se vio que Hans, más que de Sonia, estaba enamorado de la Sirenita. Muchas veces, en la noche, después de beber y tocar música con Sonia y con sus amigos, se supo que Hans se iba a la playa, y pasaba horas cerca de la esta-tuita que ha creado el encanto de Copenhague para los turistas. Una noche, Hans y Sonia llegaron a la casa de ésta. Ella abrió la puerta, e invitó a Hans para que pasaran juntos el resto de la noche. Hans no aceptó, besó en la frente a Sonia, y se fue a la orilla del mar. Se decía que estaba escribiendo una obra de teatro. Otra noche, Sonia, Hans y Joe Taylor, un mozo americano, llegaron a casa de aquélla. Sonia invitó a Joe, se despidieron de Hans, y Joe y Sonia pasaron unas horas de amor. Cuatro días más tarde los diarios publicaron la noticia que estremeció al mundo: un ladrón había robado la cabeza de la Sirenita. — (ALA) — Copenhague.

 

Germán Arciniegas (Colombia)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
(Exclusivo para EL DIA)

Suplemento dominical (Huecograbado) del diario El Día (Montevideo, Uruguay) s/f

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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