Travesuras de la nieve

por Germán Arciniegas

Ilustró Eduardo Vernazza

ESTA noche de anteanoche fue una noche para reír. Reían los americano« de tanto absurdo, y los italianos de sus propias costumbres sicilianas. La responsable de toda esta hilaridad fue Rosa Griego, amiga
nuestra de Montclair, que lleva en su sangre italiana el genio del teatro. Rosa, cada vez que puede, va a Italia, y regresa con un saco de historias que suele llevar a la escena. La de anoche, que se representaba en el teatro de la escuela, la tomó Rosa de la vida real y la puso sobre las tablas casi sin retoque. Como otras obras suyas, seguramente irá de este teatro de la escuela, a los de fuera de Broadway, en Nueva York...

La historia, en Sicilia, es obvia. Cuando una mujer que deja muchos hijos va a morir, desde el lecho de muerte dicta sus últimas órdenes. Rosaría Pavone estaba para salir a América, con su marido y sus hijos, cuando su madre, moribunda, le dijo: “A María la casarás con Alfio Cipolla”. María tenía entonces sei3 años, y Alfio diez. Pasaron catorce desde la muerte de la madre de Rosaría. Había llegado la hora de casar a María. Alfio, desde su pueblecito cerca de Palermo, esperaba que le llegara la noticia de los Estados Unidos: que la hora era llegada, y debería ir a casarse con María. De esto no había ni que hablar con los prometidos. Si la boda no ocurría, Rosaría Pavone pasaría el resto de su vida bajo la maldición de su madre. María tenía veinte años. Apenas comenzaba a ver el mundo y lo primero que vio fue al hijo de Mrs. Shephard. Ahí mismo le juró su amor. Alfio Cipolla recibió —recibieron sus padres— una carta de América: La hora ha llegado... Creyó que era su hora, y se vino. De cómo se desenreda este lío en el seno de una familia siciliana que mantiene en Nueva York todos los terrores y costumbres de la isla embrujada, es asunto que corre por cuenta de Rosa Griego... Ahora, en Montclair, reían los sicilianos de los sicilianos, y los americanos de los sicilianos... como si la tormenta no rondara fuera de la escuela.

Porque mientras el teatro corría, la nieve embestía a Montclair, a Nueva York, a todo el Oriente de los Estados Unidos. Una furiosa tempestad que dejó blancas las calles y los jardines, blancas las carreteras y las ciudades. El aire se puso rucio, y el viento lo alborotaba. Cuando salimos de la escuela, un palmo de nieve sobre los automóviles. En las aceras la nieve daba más arriba de los tobillos. Nevó toda la noche, nevó en medio país. Nevó todo el domingo. Para los niños, el lunes fue otro domingo. Cerradas las escuelas, resbalaron por los parques los trineos, y frente a las casas se hicieron grandes muñecos de nieve, con corbatas y gorros rojos o verdes, último destino de las decoraciones de la Navidad.

Cuando en la mañana se levantan las persianas y se ve que todo lo han cubierto las harinas del cielo, que el paisaje es de una belleza inmaculada, que todo parece nuevo y perfecto, quien vive en Montclair, donde de veras estas hermosuras nunca se pierden, quien, digo, vive en Montclair, no tiene que pensar dos veces lo que debe hacer. Viste una gruesa blusa de lana, calza unas botas de caucho, baja al sótano, toma una pala de una vara de ancho, y sale a limpiar la acera. Mientras el viento muerde las orejas, golpea en las narices y quema los ojos, todos los caballeros, o las señoras de la cuadra, cavan con la pala en la nieve para dejar libre el paso a los peatones, para que la salida del garaje a la calle no quede cerrada al automóvil. En media hora de labor se cumple esa tarea. Los neoyorquinos escapan a estas obligaciones, pero, en cambio, allá la nieve se vuelve mazamorra y no existen los encantos de los pinos que parecen bizcochos de novia, del paisaje de papel. También desaparecen, allá, algunos riesgos. Un viejo de estos contornos, de trabajar con la pala, cayó herido en el corazón, y quedó muerto entre la nieve.

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

Luego, las señoras o los caballeros, si no están muy seguros de que a pesar de las cadenas o de las llantas de nieve les patinen los automóviles, van al supermercado a comprar la leche, los huevos, el pan y las verduras... Pero como ya el aire no está turbio, y se considera que el viento da fuerza y vigor, es lindo hacer todas estas cosas por calles de porcelana, caminando con relativa seguridad por las aceras que han limpiado las palas de los vednos. (ALA)

 

Germán Arciniegas (Colombia)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
(Exclusivo para EL DIA)

 

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