Tepozotlán de los jesuitas

Crónica de Germán Arciniegas

(Exclusivo para EL DIA)

Ilustró Eduardo Vernazza

Los últimos en llegar a América fueron los jesuitas. Primero hicieron acto de presencia franciscanos, agustinos, dominicanos, mercedarios... y los de las órdenes antiguas. Cuando Colón llegó a Guanahaní, la de Ignacio no existía. Pasaron, cincuenta años, o un siglo, antes de que vinieran los de la Compañía de Jesús a seguir las huellas de los del seráfico de Asís. Pero llegaban como lo que eran: como soldados, con el espíritu batallador que les dio el aguerrido fundador y general de la compañía real. Y en Tepozotlán dieron la batalla de, oro cuyo resplandeciente triunfo publican hoy, a siglos de distancia, unos altares que son el pasmo de los visitantes. De la capital de México se va a Teotihuacán a ver la grandeza serena de los aztecas, o a Tepozotlán a confundirse ante el gigantismo churrigueresco de los jesuitas. Son las dos excursiones que más tientan a los turistas.

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Entrar a la iglesia de San Martín de Tepozotlán es acercarse a una de las maravillas del Nuevo Mundo Las pirámides de Teotihuacán pertenecen al Viejo Mundo. En América hay un Viejo Mundo y un Nuevo Mundo superpuestos. El Nuevo Mundo, en este caso, es también un mundo de nuevos ricos. Jamás la Compañía de Jesús batió tanto oro como en Quito o en Tepozotlán. Los pálidos hijos de Iñigo se movían en uno y otro caso como negras mariposas entre las ramas doradas de esta América frondosa, para confusión de la austeridad que dio vida a sus constituciones. La Compañía llegó de esa manera al Dorado, y como en la Compañía siempre hubo propósitos descomunales, paralizó en sus altares los crepúsculos de América. En Tepozotlán cada altar es una ceiba, un eucaliptus de oro que se siente comprimido dentro de la grandeza de un templo de las más grandes proporciones. El ímpetu del jesuita ha reflejado siempre en su arquitectura estas ambiciones. En la iglesia de Jesús, en Roma, las altísimas bóvedas resultaron bajas para lo que la Compañía esperaba, y se recubrieron con unas pinturas de aérea perspectiva que empujaban hasta el infinito la materia como para dejar roto, abierto al cielo, el cañón de las naves. En Tepozotlán, el empuje del oro contenido en las alturas, trata de romper el dique que lo aprieta. Es un borbotón de riqueza que se subleva sintiéndose metido en camisa de fuerza. Todo esto es sintomático de las hazañas fabulosas de la nueva conquista que los jesuitas emprendían en América. Así se concibieron las misiones del Paraguay, así la iglesia de Quito. Había en ello más la voluntad de crear un imperio católico, más la inteligencia aplicada a sobresalir para enseñorearse de las demás ordenes, que una serena pausa de grandeza. El gigantismo de Miguel Ángel admite la serena actitud del David, su aire tranquilo a su fiereza. El gigantismo del jesuita es sin reposo, es en constante beligerancia, camina empujando este mascarón de melcochas radiantes como el sol. Cada altar es una custodia que crece como una catedral. Y el aguerrido San Ignacio que impuso la sotana negra, y la flor de luto del bonete, se eleva en el centro de un altar como jamás ni Papa ni rey se vio en trono de parecidos resplandores.

No se sorprenden numerosos aportes indígenas en Tezopotlán como en otras iglesias mexicanas. Aquí el laberinto es español. Lo churrigueresco es jesuítico. Es una suma dorada de silogismos decorativos, profusa, difusa, a veces confusa, siempre apabullante. Es una catarata que arrolla. Es necesario mirar con atención para descubrir los santos, la virgen, el Señor, que más que entre nichos están entre frondas. Hay sólo vuelos de ángeles que abren sus alas de colores, alas de iris, alas de mariposas. En esas alas quizás triunfó —esta vez sí— algo de la fantasía de los indios, coincidiendo con la paradisíaca visión de Fra Angélico, que también les daba a los ángeles alas de pájaros tropicales... Cuando, naturalmente, aún no había venido al mundo San Ignacio.

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Desde que se aproxima el visitante al pueblo de Tepozotlán, va caminando por unas calles que amorosamente ha restaurado el gobierno actual de México. Se levantó la capa de asfalto para que volviera a rodarse por los empedrados de otras épocas, mosaicos de firme belleza original. En la iglesia, las imágenes sin narices, los ángeles sin cabeza, los capiteles desportillados, han recobrado su forma primitiva. Todo está resplandeciente y entero como en el siglo XVIII. Hemos asistido a un auto sacramental de Calderón de la Barca, en el interior de la Iglesia, y parecía de encantamiento ver salir al rey, al rico, a la bella, al pordiosero al labrador, a los jueces, a los ángeles, para enseñar sus grandezas y miserias en el más áureo escenario que conoció jamás teatro alguno.

Levantar de su abandono a Tepozotlán no era fácil. La iglesia y el colegio de los jesuitas, más que por la reforma de Juárez, fueron arruinados por el descuido. La pólvora que se empleó para quemar su historia no fue de las tropas del Benemérito, sino de las fiestas de la parroquia. El doctor Francisco de la Maza, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad, trató en vano de conocer los nombres de los artistas que levantaron los altares de oro. “El artista, en la época del virreinato —dice— salvo en excepcionales ocasiones, queda ignorado como en la Edad Media. Hay que recurrir a los “libros de fábricas" de los archivos, cuando existen, pues estos libros eran los primeros en ser destruidos, desde antes de la Reforma, para vender su recio papel para cohetes"...

Para el campesino de Tepozotlán que quemaba los cohetes lo importante era la imagen del santo que hacia llover, o del santo que impedía la caída de la piedra o el granizo, y no el nombre del artista. San Isidro labrador traía el agua, pero si a San Isidro se le iba la mano, San Fandila detenía el granizo. Eran, dice el doctor de la Maza, “los favores y excesos de Tlaloc, que anda disfrazado en el retablo de labrador y de fraile agustino".

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Tepozotlán es una cortina de oro que, si se levanta, deja ver lindas cosas de la colonia. El mismo doctor de la Maza cuenta cómo entran y salen de la escena dos de las más grandes figuras que un día pasaron por acá: el doctor Carlos de Sigüenza y Góngora, y don Joaquín Fernández de Lizardi. Sigüenza y Góngora tomó el hábito en Tepozotlán y publicó entonces su Primavera Indiana. “Después fue expulsado de la Compañía en Puebla, por nocturnas correrías que le honran”, dice el historiador. Fernández de Lizardi. que se educó en Tepozotlán cuando ya la Compañía andaba en el destierro, aprendió allí sus primeras letras y pasó a ser el primer autor de la picaresca americana. A lo mejor, Fernández de Lizardi se documentó con los cuentos y enredos que dejaron los clérigos disolutos. Idos los jesuitas, el colegio se tranformó en “Seminario de Instrucción, retiro voluntario y corrección para el clero secular de la Diócesis". En otras palabras: cárcel.

Tepozotlán es la lámpara de Aladino de la Colonia. La fachada del templo dice en piedra lo que dentro recuerdan en oro los altares. Todo eso es un lujo cristiano. Se sale de la iglesia, y por jardines y claustros —más si es de noche y hay luna llena— la poesía camina a nuestro lado. Y como de lo viejo quedan también las sombras, entre las sombras se agazapan los recuerdos burlones del desenfadado autor del Periquillo Sarmiento.

Tepozotlán. México.

 

Crónica de Germán Arciniegas

(Exclusivo para EL DIA)

Ilustró Eduardo Vernazza

 

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIII Nº 1674 (Montevideo, 14 de febrero de 1964)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

                     Germán Arciniegas Letras Uruguay

                                                      Eduardo Vernazza Letras Uruguay

 

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