Pacem In Terris Crónica de Germán Arciniegas (Especial para EL DIA) Ilustró Eduardo Vernazza Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXIII Nº 1653 (Montevideo, 20 de setiembre de 1964) |
París — Para celebrar los ochocientos años de Nuestra Señora de París se ha ofrecido un concierto singular. Por primera vez en la historia de la música se ha escrito una sinfonía tomando la letra de un documento pontificio. El documento, la encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII. Así como escribió Beethoven un himno a la alegría en la Novena Sinfonía, o el canto a la libertad en Fidelio, ahora David Milhaud canta los Derechos Humanos. Lo extraordinario en la fiesta de Notre Dame está en haber reunido elementos humanos venidos de fuentes muy diversas. A la letra del pontífice católico, le ha puesto la música un judío: Milhaud; ha dirigido la orquesta Charles Munch, un protestante. Milhaud escribió la sinfonía en un lugar muy remoto: Aspen, región del Colorado, y la fechó al estilo judío: 16 av., del año 5723. El Papa Juan, que continúa uniendo a la gente después de muerto fue el hijo de unos padres campesinos de Sotto il Monte. Escribió la encíclica en latín, lengua sagrada, para tratar en ella de los problemas de hoy, de las mismas cosas de que hablan los periódicos. Se refirió a las ciencias y a la técnica, habló de los judíos perseguidos, de los negros segregados, de la riqueza mal distribuida, y, sobre todo, de la tabla de los derechos humanos, derechos que reclama una humanidad sometida a pruebas quizás nunca antes experimentadas. Si el latín es lengua como oficial de la Iglesia de Cristo, ha de poder expresar las nuevas angustias, como sirvió hace ochocientos años para las oraciones. Y es curioso: cuando se lee en ese y latín del campesino de Sotto il Monte lo que él dice de la estabilidad de los trabajadores, o cuando presenta el caso doloroso de los refugiados políticos, la queja social se eleva a un plano religioso, se le reconoce un puesto al lado de las oraciones, se le da un soplo de gracia. Se ven florecer todas esas cosas vulgares y menudas de la angustia cotidiana en las manos del Papa que les presenta a Dios, y al juicio de los hombres. Por eso la encíclica reclama el complemento musical, vibra en las naves de Notre Dame, se alza por encima de los discursos de los demagogos, estremece las piedras que juntaron aquí los obreros hace ochocientos años. * Nadie olvidó —jamás podría olvidarse—, el lugar en que se ha tocado y se ha cantado la nueva sinfonía. Lo ha recordado el órgano, desentrañando algunas de las páginas más antiguas en la historia musical de Notre Dame. Se tocó E semine Rosa, de Pérotin-le-Grand, el organista de la catedral por allá en el año de 1200. Es una página dedicada al nacimiento de la Virgen, la rosa mística que trajo al mundo el sol de la Justicia. Se recitó la Tapicería de Nuestra Señora de Charles Péguy ... Toda llena de luz, así, en esta noche del 30 de mayo, la iglesia retenía su mística grandeza de siglos. Los abanicos de piedra de las naves, las columnas grandiosas, desnudas, sin imágenes, sin estrías, las ventanas graciosas de las altas galerías, hacían del templo lo que Ruskin llamaba una lámpara —esa noche encendida — de la arquitectura. De fuera se verían los vitrales, y las rosas en laberintos de colores... Al terminar la ceremonia, el organista Pierre Cochereau improvisó unas aclamaciones sobre el tema de los laúdes carolingios. Es decir: había una vibración grandiosa que hizo pasar las palabras de Juan XXIII a través de una selva de siglos, agitada por vientos de místicos combates. * Lo triste que había en la tabla de los Derechos del Hombre era esa fría incorporación a los textos internacionales. Aquel clamor de justicia que más íntimamente afecta al hombre abandonado, se convertía en tinta negra sobre papel de imprenta. Juan XXIII desentrañó la ciencia, dio ese calor, privilegio de su palabra, e impuso a la consideración de todos los hombres algo que no era en sus manos un texto internacional, sino una voz humana. Judíos y moros y cristianos, blancos y amarillos y negros, oyeron las resonancias intimas de la encíclica. Pero aún se necesitaba algo más: lo que se acaba de hacer en Notre Dame. Poner esos acentos en una escala musical. Millares de personas estaban en el templo, pero además había millones que seguían en toda Europa las ceremonias. Recién publicada la encíclica hubo país en donde no se permitió su publicación, y era país cristiano. Hoy, la encíclica es coro, un coro potente que apenas encuentra escenario adecuado en la más hermosa de las iglesias medievales, y eco en los corazones de todos los hombres de buena voluntad. |
Crónica de Germán Arciniegas
Ilustró Eduardo Vernazza
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXIII Nº 1653 (Montevideo, 20 de setiembre de 1964)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Eduardo Vernazza Letras Uruguay
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