Mirador
Montaigne, nuestro primer enamorado por Germán Arciniegas Ilustró Eduardo Vernazza
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No hay conquistas porque todo se tiene en común, sobre la tierra y se derrama la abundancia. Hay guerras, sí, no por disputarse la tierra, sino porque pelear es un ejercicio de varones. Pero la derrota moral no existe. Puede haber más cobardía en el triunfador que abuse de su triunfo, que en el prisionero, que jamás cede. Lo único que pide el vencedor al vencido es que reconozca que está vencido. Nunca lo logra. En un siglo no ha habido uno sólo que no prefiera la muerte a una confesión de entrega. Cree que no lo han abatido los hombres sino la muerte, y que puede morir pero no ser vencido. Y Montaigne hace así el elogio legendario de las derrotas: "Ni estas cuatro victorias hermanas, las más bellas que el sol haya iluminado —Salamina, Platea, Micala, Sicilia —, osarán jamás oponer toda su gloria reunida a la gloria de la derrota del rey Leónidas v los suyos, al paso de las "Termópilas". Versalles o el Palacio del pueblo Es domingo, y vengo de Versalles. Llego molido, tan molido como si hubiera sido uno de aquellos borrachos vociferantes que, a pie, cantando, se fueron de París al palacio —once kilómetros de furiosa marcha— con el ánimo de comerse viva a María Antonieta en un cierto día de octubre de 1789. Calculamos que en este domingo, que ha sido un domingo cualquiera, cien mil personas visitaron el palacio y los jardines. Agradecemos desde el fondo del alma a los reyes que, aún a costa de los mayores sacrificios de Francia, construyeron estas bellezas que han venido a parar a manos de todo el pueblo del mundo. Si Versalles fue hasta el día de la revolución la corona de todas las monarquías, hoy es la plaza del pueblo de todas las naciones. Si en octubre de 1789 hubiera habido tanta gente en el patio, en las gaterías, en las escaleras, como la que he visto hoy, ni el rey ni la reina llegan a la guillotina: habrían muerto asfixiados en su propia casa. Y aun sin revolución. Bastaría que hubieran dicho hoy "gentes de paz reunidas con inocentes propósitos; Ahí viene María Antonieta”. y de mera curiosidad la hubieran apretado contra la pared y dejado como una calcomanía. Para el tipo medio del curioso que llega de Suecia, de los Estados Unidos o de la Argentina a visitar hoy esas galerías, la jornada es tan heroica como las del año de la Revolución. Versalles tiene, detrás de su fachada de seiscientos metros las dos alas formidables que avanzan sobre el patio real. Siguiendo por el interior sus deslumbrantes galerías, se caminan fácilmente dos kilómetros. Dos kilómetros en medio de las mayores apreturas, empinándose para ver los muebles de tapicería detrás de las apretadas filas de curiosos, o quebrando la nuca para contemplar los techos en busca de oro, pinturas y un poco de aire, o estirando el cuello para mirar el jardín a través de las ventanas. Los guías de los grupos organizados levantan el brazo para indicar con un pañuelo de color el camino. Quien se pierda o descarríe Dios sabe cómo volverá a París. Una voz potente se hace oír en inglés, para indicar que por aquella puertecilla pudo escapar María Antonieta. En seguida se riega la noticia en sueco, en alemán, en español, en turco, en hebreo: "que por allí salió María Antonieta”. Todos se empinan, los padres trepan en sus hombros a los niños, las señoras meten el codo para llegar hasta el cordón que protege el fondo de la habitación. Jamás otra fuga en la historia ha tenido uní atracción tan grande como esta. Cuando Versalles no era este palacio del pueblo, en la plaza del frente, donde estaban las pesebreras, maniobraban dos mil caballos y 200 carrozas. Hoy se ve una costra de automóviles. Sin una grieta, sin un vacío. Lo del pasado era fluido, y cada soldado, cada ministro, cada dama, cada clérigo, iba lo mismo por los patios que por les salones, con sus encajes, sus terciopelos, sus rasos, sus plumas; sus brillantes, sus oros. Alegres asambleas de mariposas y escarabajos. A esto han sucedido estos pantalones de las turistas, estos jóvenes descamisados, estas indumentarias de la nueva revolución que camina sobre el recuento de los Luises, los Napoleones y las Pampadoures— Y así, hasta donde alcanzan a divisar los ojos, perdiéndose en los distantes Jardines de Le Notre remando como bogas del Caribe en las aguas del gran Canal ... París |
Germán Arciniegas (Colombia)
Ilustró
Eduardo Vernazza (Uruguay)
(Exclusivo para EL DIA) Suplemento Dominical huecograbado 13 de
enero de 1965
Editado por el editor de Letras Uruguay
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