CUANDO sólo tenia diez años, Michael Kierkegaard, el padre de Soren, maldijo a Dios. El horror de la blasfemia pesó sobre su
conciencia hasta el final de sus días. El remordimiento y el horror
le acompañaron siempre. Pensaba que a la vuelta de cada esquina, en la calle sin esperanza que deberla recorrer, le esperaba
un castigo. El debería ver morir, uno a uno, pensaba, a todos sus
hijos. Venía de una familia pobre, de pastores de Jutlandia, pero
trasladado a Copenhague hizo fortuna, y a los cuarenta años dejó
los negocios y se entregó a la filosofía, a la religión. Era vivaz,
polémico, brillante, triste. Cuando enviudó, a poco se casó con
quien había sido la sirvienta de la casa. Cinco meses después le
nacía el primer hijo. A la maldición original se agregaba ahora el
pesar de una nueva falta. El día en que lo reveló a Soren, muchos
años después, Soren sintió que un terremoto le enseñaba abismos que
él no había soñado. Padre e hijo pesaban sus actos por escrúpulos, y
del fondo de esta sensibilidad atormentada surgió la filosofía de Soren, cuyo diario de confesiones podría recordar en ciertos
instantes a las de San Agustín. A Copenhague hay que verla no sólo
caminando por entre las tiendas de porcelanas, sino siguiendo en
un mapa viejo los paseos de este poeta extraño, que de salto en
salto, reconociendo en la existencia humana todas las con
traducciones y desvíos, llegó a ese estremecimiento religioso que
agita los tupidos follajes de su selva literaria.
“El hombre —pensaba Soren— no se distingue de las especies animales
únicamente por las ventajas que comúnmente se enumeran, sino que se
diferencia cualitativamente en este sentido: que el ser particular,
el Individuo, es más que la especie”. Soren, individualizó al
hombre dentro del rebaño, y encuentra en la suma del cristianismo,
en el Hombre Dios, el desgarramiento dialéctico en que se traban el
infinito ascenso del hombre que se hace Dios, y el descenso sin
mesura del Dios que se hace Hombre. En ese espejo ha de mirarse el
nuevo filósofo, que no es sino una criatura hecha a imagen y
semejanza de Dios. Estos dramas no parecen ni de un danés, ni de un
protestante. Son como para San Agustín el africano, o como para don
Miguel de Unamuno... Don Miguel, con su Cristo de carne y hueso —el
Cristo español— podía avecinarse a estas cosas. Por eso, aún en
Dinamarca, cuando se habla de Kierkezaard, con frecuencía se
nombra a Miguel de Unamuno. Sartre no se menciona en el mismo nivel.
Sartre, ateo, es otra cosa.
Las cuestiones que Soren suscitaba en Copenhague no eran como
para asegurarle una paz ciudadana. Conflictivo consigo mismo, lo era
con sus compatriotas. El rigor de su pensamiento, aun aceptando
toda, las contradicciones de las diversas etapas del hombre,
resultaba incómodo. Lo ridiculizaron en la caricatura, le tiraron
piedras en la calle, le motejaron de loco. Cuando murió el obispo Mynster, por quien tenía Soren la más grande admiración y afecto,
se le rindieron homenajes nacionales, se ordenó que se le consagrase
un monumento, se le hicieron funerales de inusitada pompa. Soren se indigno. “Eso” era la iglesia
oficial: pompa, hijo, esplendor: todo lo que Cristo no conoció, todo
lo que Jesús había condenado. Escribió entonces un articulo en que figuraba un predicador
—seria el mismo— que al subir al pulpito, ante un concurso dorado
en que se hallarían los reyes, los nobles, la clerecía, se detendría
unos instantes antes de comenzar, y luego, apasionadamente,
coléricamente, lanzaría sus imprecaciones: ¿Qué es esto? ¿Es esto
cristianismo? Estas pompas, ¿no son salivazos que se arrojan —otra
vez— al rostro de Cristo? Espantado el público, prorrumpiría en
gritos de “¡Abajo el orador!”, a los cuales él respondería: ¡Os
emplazo ante el tribunal de Dios! |
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Ilustró Eduardo Vernazza
(Uruguay) |
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