Los volcanes de Copenhague

por Germán Arciniegas

Ilustró Eduardo Vernazza

CUANDO sólo tenia diez años, Michael Kierkegaard, el padre de Soren, maldijo a Dios. El horror de la blasfemia pesó sobre su conciencia hasta el final de sus días. El remordimiento y el horror le acompañaron siempre. Pensaba que a la vuelta de cada esquina, en la calle sin esperanza que deberla recorrer, le esperaba un castigo. El debería ver morir, uno a uno, pensaba, a todos sus hijos. Venía de una familia pobre, de pastores de Jutlandia, pero trasladado a Copenhague hizo fortuna, y a los cuarenta años dejó los negocios y se entregó a la filosofía, a la religión. Era vivaz, polémico, brillante, triste. Cuando enviudó, a poco se casó con quien había sido la sirvienta de la casa. Cinco meses después le nacía el primer hijo. A la maldición original se agregaba ahora el pesar de una nueva falta. El día en que lo reveló a Soren, muchos años después, Soren sintió que un terremoto le enseñaba abismos que él no había soñado. Padre e hijo pesaban sus actos por escrúpulos, y del fondo de esta sensibilidad atormentada surgió la filosofía de Soren, cuyo diario de confesiones podría recordar en ciertos instantes a las de San Agustín. A Copenhague hay que verla no sólo caminando por entre las tiendas de porcelanas, sino siguiendo en un mapa viejo los paseos de este poeta extraño, que de salto en salto, reconociendo en la existencia humana todas las con traducciones y desvíos, llegó a ese estremecimiento religioso que agita los tupidos follajes de su selva literaria.

“El hombre —pensaba Soren— no se distingue de las especies animales únicamente por las ventajas que comúnmente se enumeran, sino que se diferencia cualitativamente en este sentido: que el ser particular, el Individuo, es más que la especie”. Soren, individualizó al hombre dentro del rebaño, y encuentra en la suma del cristianismo, en el Hombre Dios, el desgarramiento dialéctico en que se traban el infinito ascenso del hombre que se hace Dios, y el descenso sin mesura del Dios que se hace Hombre. En ese espejo ha de mirarse el nuevo filósofo, que no es sino una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Estos dramas no parecen ni de un danés, ni de un protestante. Son como para San Agustín el africano, o como para don Miguel de Unamuno... Don Miguel, con su Cristo de carne y hueso —el Cristo español— podía avecinarse a estas cosas. Por eso, aún en Dinamarca, cuando se habla de Kierkezaard, con frecuencía se nombra a Miguel de Unamuno. Sartre no se menciona en el mismo nivel. Sartre, ateo, es otra cosa.

Las cuestiones que Soren suscitaba en Copenhague no eran como para asegurarle una paz ciudadana. Conflictivo consigo mismo, lo era con sus compatriotas. El rigor de su pensamiento, aun aceptando toda, las contradicciones de las diversas etapas del hombre, resultaba incómodo. Lo ridiculizaron en la caricatura, le tiraron piedras en la calle, le motejaron de loco. Cuando murió el obispo Mynster, por quien tenía Soren la más grande admiración y afecto, se le rindieron homenajes nacionales, se ordenó que se le consagrase un monumento, se le hicieron funerales de inusitada pompa. Soren se indigno. “Eso” era la iglesia oficial: pompa, hijo, esplendor: todo lo que Cristo no conoció, todo lo que Jesús había condenado. Escribió entonces un articulo en que figuraba un predicador —seria el mismo— que al subir al pulpito, ante un concurso dorado en que se hallarían los reyes, los nobles, la clerecía, se detendría unos instantes antes de comenzar, y luego, apasionadamente, coléricamente, lanzaría sus imprecaciones: ¿Qué es esto? ¿Es esto cristianismo? Estas pompas, ¿no son salivazos que se arrojan —otra vez— al rostro de Cristo? Espantado el público, prorrumpiría en gritos de “¡Abajo el orador!”, a los cuales él respondería: ¡Os emplazo ante el tribunal de Dios!

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

No siempre era trágico el nuevo filósofo. Su obra, impregnada de sus propias experiencias, que puede leerse con el diario íntimo de su vida en una mano, y en la otra sus libros más sustanciales. En ella está toda la gama de las experiencias de un hombre que ha sido un seductor, un esteta, un religioso. Cada libro, corre en precipitada corriente de imágenes múlltiples. Como hablaba imprecando desde el pulpito, anotaba burlón en su Diapsamalta (Diapsamalta es una palabra que indica la música que se intercalaba entre psalmo y psalmo cuando se leían en la Sinagoga los de David): “Sucedió que una vez prendió el fuego en los escenarios de un teatro, y el bufón salió para anunciarlo al público. Pensando que se trataba de un chiste, le aplaudieron. El bufón insistió, y entonces las carcajadas fueron incontenibles. Así, pienso, perecerá el mundo: en medio de la alegría general de las gentes de espíritu que imaginarán estar asistiendo a una farsa”. — (ALA)

 

Germán Arciniegas (Colombia)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Copenhague  (Exclusivo para EL DIA)

Publicado en el Suplemento dominical (Huecograbado) del diario "El Día" (Montevideo, Uruguay) s/f

 

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