DEL fabuloso Hotel Astor, que durante sesenta años
ha sido una lámpara de Broadway, podríamos decir que fue, con la
Torre Singer, la imagen esplendorosa de Nueva York que despertó en
su tiempo, en Europa o en la América Latina, los mayores
entusiasmos. Era — mañana lo van a demoler — el penacho
aristocrático de la industria hotelera, con su espléndida fachada de
Renacimiento francés, su gigantesco vestíbulo de mármoles y oro, su
inmensa sala de baile, sus comedores fastuosos, lámparas, espejos,
alfombras criados de librea. En la noche, señoras que entraban con
abrigos de armiño y lucían collares de diamantes en la cena,
caballeros de frac, orquestas. Hay muchas cosas de la Europa
monárquica, de las épocas que llegan hasta comienzos del siglo,
individualmente definidas, que ya en la democracia toman una nueva
dirección. Un hotel de lujo sirve hoy para las funciones que fueron
de los palacios reales. En las salas del Aster se pavoneaban los
nobles que llegaban a Nueva York hace medio siglo, y como fue Mozart
acogido en los palacios reales, aquí Toscaniní vivió durante muchos
años. En esto, el hotel sigue la norma general. Ahora, cuando
celebramos el centenario de una figura que tiene dimensiones
históricas, nos dirigimos a una casa vieja, la casa en donde nació,
y descubrimos una lápida. Dentro de poco, en los hospitales de
maternidad habrá catálogos en bronce con los nombres de los
notables que allí nacieron. La misma suerte está reservada para
recoger las listas de los muertos. En el caso del Hotel Astor, si
pudiera reducirse a una lápida semejante algo de su historia, se
descubriría la bella crónica de las posadas de nuestro tiempo. Por
desgracia, para que el cuento tuviera todo su encanto, habría que
ver el Astor como es hoy y ya no será mañana. Cómo se ha conservado
con sus esplendores de comienzos del siglo, y no convertido, como va
a convertirse, en una torre de vidrio de cuarenta pisos.
Hace apenas un par de años, un incendio destruyó la sala de baile
del Astor. Entonces nadie pensó que pudiera llegarse nunca a cambiar
el tono del hotel. Volver a decorarlo, con sus ninfas y cupidos de
estuco, sus guirnaldas de oro, espejos y arañas de cristal dignos
de Versalles, costó un millón de dólares. En estos momentos, les
están notificando a los clientes más viejos que deben salir de casa;
pronto se verá como hormigas a los mozos cargando baúles para
colocarlos en los camiones, y empezarán las grúas y los taladros a
producir el ruido y el polvo de las demoliciones. Entonces, las
cornisas de oro y las ninfas y los cupidos irán rodando al basurero,
y todo será despojo donde una vez fue una gloria sentarse en el
vestíbulo para ver desfilar las mujeres que salían para la ópera,
los ujieres que parecían unos príncipes y los caballeros de frac que
parecían unos sirvientes. La Belle Epoque..
❖
La última vez que entré al Astor fue no hace muchos meses, a la cena
que ofreció Alfred Knopf en el comedor de Versalles. Knopf celebraba
los cincuenta años de la fundación de su casa, y aquel marco le
pareció apropiado para la ocasión. Pero los doscientos invitados que
asistíamos a la fiesta tuvimos todos la impresión de estar en otra
época, de ser unos intrusos que se colaban en los templos de la
vieja burguesía. No nos sentimos en un comedor, sino en un teatro. En
un teatro espléndido, sólido, que resistía con sus techos de oro y
sus luces a las tentaciones y acometidas de la nueva época. Nadie se
imaginó que detrás de las cortinas ya estaban fisgándonos los
demoledores, un poco fastidiados porque no se apuraban los criados a
pasar los vinos, porque no caía nadie en la cuenta de que si nos
demorábamos mucho, las palas mecánicas iban a echarnos a la basura,
entre ninfas, cupidos y cadáveres de cosas. — (ALA). |
|
Ilustró Eduardo Vernazza
(Uruguay) |
|