El teatro en el arrabal

por Germán Arciniegas

Ilustró Eduardo Vernazza

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

La barriada de Aubervílliers está dentro del limite escabrosa que envuelve a las zonas industriales y a esa población que las grandes ciudades no alcanzan a absorber, o lanzan a la periferia, para que se defienda como pueda. Aubervílliers era, hace siglos, una aldea distante de París. Hoy, agregada al cuerpo de la metrópoli, mantiene sus propias autoridades. Sus calles son las mismas de París. Una boca del tren subterráneo absorbe y lanza a la gente de la barriada para que se confunda con la de los veinte o más municipios unidos que forman esta capital del mundo. Hace un par de noches fuimos a la inauguración del teatro de Aubervílliers. Por un error cualquiera nos desviamos de la arteria principal. Erramos, perdidos, por calles solitarias, contorneando fábricas, en un dédalo silencioso y extraño donde crecen en la noche y en una especie de desierto lunar esos vacíos del mundo industrial cargados de anuncios siniestros. Ahí crecen las amenazan las amarguras, los descontentos... o las nuevas formas de vida. Los trabajos son más duros, las noches más profundas. Colocados en las encrucijadas, los que es sienten con alguna responsabilidad moral, inventan salidas, buscan la ventana. Hagamos un teatro —pensaron algunos. Lo hicieron. A verlo hemos venido.

El teatro del municipio de Aubervílliers tiene escenario giratorio, equipos eléctricos, butacas de cuero, que difícilmente se conocen en los buenos teatros de París. El vasto hall de paredes de vidrio es una sala de exposiciones y un bar. Para los efectos musicales, para los trucos de luz, para mover las decoraciones, se dispone de cuanto ofrecen las invenciones más recientes. Si este teatro de arrabal se inaugura en el centro de París, seria hoy la novedad del día. Los adalides, ah proyectarlo, desplegaron esta bandera: descentralizar el teatro de París. Así lograron mover al municipio a que hiciera su mayor inversión de cultura.

Esto, que se está haciendo hoy en todo el mundo, es volver sobre las fórmulas más antiguas. Ha sido el teatro, desde Grecia, el vehículo que mejor se presta para que lleguen la poesía, la lección de la tragedia y el drama, el simple gusto de divertirse, a la entraña del pueblo. En España, sabían más de Lope y Calderón los analfabetos que aprendían en el teatro sus versos, que los mismos letrados. En Italia, en la Píazza Navona, corregían los pobres diablos que asistían a las representaciones de los clásicos, al cómico que alterara una palabra. En las misiones de los franciscanos y de los jesuitas, en la América del siglo XVI o del XVII, se llegaba más fácilmente a impresionar a los catecúmenos, con autos sacramentales y comedias representados en los patios de los monasterios, que enseñándoles el catecismo. La invención es tan vieja como las máscaras, y sin embargo, parece completamente nueva...

Se estrenó el teatro con una obra de Max Frish —“Andorra”— que por primera vez se representa en Francia. Del revolucionario dramaturgo suizo, seguidor de Brecht, que empieza a ser famoso en el mundo, es lo primero que se presenta en París. Los críticos de “Le Monde” o de “Le Fígaro” han tenido que ir al arrabal de Aubervilliers para explicar a sus lectores el contenido y alcance de este admirable alegato sobre la persecución a los judíos en el mundo. Al revés de lo que se hace en “El Vicario”, los personajes de Frísch son simbólicos, y se presentan en un país imaginario: Andorra.

En el drama todo ocurre dentro de la intimidad casi aldeana de unos personajes: el maestro, el médico, el soldado, que sólo alcanzan a reflejar las reacciones elementales de unas pobres gentes presionadas por el temor que desde lejos hacen llegar los agentes del nazismo. La victima es un muchacho que se cree que es judío, pero cuya eliminación puede ser útil al soldado que quiere abusar de su novia. Todas las cobardías de los de arriba, de los que no quieren perder sus prerrogativas, de quienes se prestan a las cobardes embestidas colectivas contra el hombre indefenso y solitario, toman cuerpo en este drama simbólico que en cierto modo es el drama de nuestra época.

El drama de Frísch va a hacer un largo camino para llegar al centro de París. Ya se ha representado en el Japón y en el Brasil, en Zurich y en Viena, y ahora llega a París entrando por un arrabal. Frisch mismo puede ser más conocido en México, donde pasó un año, que en Francia. A pasos lentos, va caminando. Si mañana aparece en las carteleras del resplandeciente centro de París, no hay que olvidar que esta lección de justicia entrará traída de los barrios trabaiadores.

 

Germán Arciniegas (Colombia)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
(Exclusivo para EL DIA) s/f

 

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