El collar de la Princesa

por Germán Arciniegas

Ilustró Eduardo Vernazza

Cuando ía princesa Irina era la bella que a los veintiún años habría podido seducir a Rasputín —de esto hace cincuenta años— era deslumbrante. A lo que le dio la naturaleza agregó cuanto le regalaban en joyas, lo mismo el zar Nicolás, su tío, todos sus parientes. Únicamente los 29 diamantes del collar que le obsequió el tío el día de sus bodas valen un cuarto de millón de dólares. La pobre princesa, ya sin el palacio del príncipe Youssoupoff, en que vivieron ella y el príncipe hasta la subida de los comunistas al poder, ha tenido que vender muchos de sus aderezas para apenas alcanzar a llevar una vida de multimillonaria. A tamañas desgracias se suma la de haber perdido ahora el pleito del millón y medio de dólares que los príncipes soñaron agarrarle a la televisión americana por haber presentado como ellos no lo querían la participación que tuvieron en la muerte de Rasputín. Creo que no habrá un niño en el mundo entero, un niño con entrañas y el corazón en su puesto, que no se ahogue en lágrimas oyendo el cuento de la princesa. Se escribirá así:

“Había una vez, en el maravilloso imperio de los Zares, una princesa bellísima que llevaba diamantes en los dedos, en las orejas, en el pelo, en las zapatillas, y en el más bello collar que imaginaron los grandes de Oriente. Se casó con el príncipe mas ágil y hermoso de la corte, y fueron tan felices que el príncipe pudo matar un día a garrotazos a un brujo que no moría ni con los venenos más activos del mundo, ni a balazos. Pero el príncipe era esforzadísimo. Ningún otro en esa corte en donde había los jayanes más rudos del mundo habría podido como él, romperle la cabeza al brujo. Todo el mundo se emborrachó de entusiasmo, y en Petrogrado corrieron aquella noche dos ríos: uno de vodka y otro que era el Neva. Como hacía un frío ruso, el no que corría más era el de vodka; el Neva estaba duro.

“Aunque en nuestro idioma no decimos Irina sino Irene, hagámonos los rusos y hablemos de la princesa Irina. Por los lados de Odessa, donde vivían, la fama del príncipe que había matado al brujo se extendía por todas partes, y aún perdura

Cuando pasaban entre mantas de armiño, en un trineo mucho más hermoso que el de Santa Claus, los mujiks les sonreían con sus dientes de marfil entre barbas de azabache y de nieve, se calentaban las manos aplaudiéndolos, y se calentaban las entrañas bebiendo vodka con pólvora. Siempre a su salud. Que Dios nos los guarde — se decían — por si viene otro brujo al palacio de los zares.

“Pero sobrevino una época maldita en que hasta los herreros subieron al poder y se hicieron zares. Los príncipes tuvieron que salir con tanta prisa, que apenas alcanzaron a llevarse diez collares, veinte diademas, cuarenta anillos, treinta pares de zarcillos, cien broches de esmeraldas y rubíes, y el collar que el zar le había regalado a la princesa. (Así se cuentan a los niños todas las historias de las princesas). Y vivieron desde entonces los príncipes en la extraña ciudad de París. Allí se contaba por los porteros, y en las embajadas, la leyenda del príncipe azul que reventó al brujo, la leyenda de la princesa que resplandecía en la Corte. - Decían que el tío, Nicolás, con el golpe que sufrió al caer del trono, no alcanzó a darle otro collar a Irina — uno de rubíes — en memoria de los garrotazos que el príncipe dio al brujo en su cabeza de piedra.

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

“Entonces se le ocurrió a un abogado misericordioso inducir al príncipe para que reverdeciera sus tesoros sacándole un millón y medio de dólares a unos americanos porque habían contado mal la historia de los garrotazos con que mató al brujo. Hasta el periódico de Moscú alimentó la ilusión de que el príncipe pudiera pasar así los últimos años como había pasado los primeros. Fue la primera vez que el periódico de los de abajo habló en favor de los que fueron de arriba. Como se trataba de sacar e! oro a unos americanos cualquieras para unos rusos cualquieras, hasta los de la revolución encendieron velas a los iconos esperando que el príncipe ganara el pleito. Lo perdió. Estos jueces de ahora no conocen lo que valen las princesas. Y el mismo día en que se le iba de entre las manos a la princesita, ya muy vieja, el millón y medio de los dólares soñados, en una tienda de remates vendían los diamantes de su collar... Y así los dos viejecitos se volvieron tristísimos a París, a calentarse con puros cueros de armiño, en unos cuartos enormes apenas cubiertos con tapices de Persia, con meros pláticos de oro en la vajilla, comiendo a pasto el caviar de su querida tierra”.

Seguramente que en todo esto ponen mucha exageración los contadores de cuentos. — (ALA).
 

EL AIRE DE NUEVA YORK. — En la semana última, una avioneta ha hecho un aterrizaje imperfecto en el puente de Washington, en Nueva York. El puente de Washington fue en su tiempo —hace treinta años — el colgante más grande del mundo. Hoy lo es el de Verrazano, en la otra punta de Manhattan, pero el de Washington como el de Verrazano, es lo suficientemente ancho como para que aterrice en él una avioneta — por pura emergencia — ocasionando apenas un pequeño susto a quienes, en sus automóviles, cruzan el río. Las dimensiones de esta hamaca de hilos de acero exceden a cuanto pudieron imaginar en su día quienes hicieron el puente de Brooklyn, en los tiempo en que José Martí hacía la crónica de estos sucesos. El de Washington, con ocho pistas para automóviles, muy amplias, en cada uno de sus dos pisos, pareció seguro al aviador para que buscara un trocito libre en la corriente de automóviles. Aterrizó y salió con vida.

La Panamericana ha inaugurado un servicio de buses aéreos, en helicópteros, para llevar pasajeros de la terraza de su edificio en Manhattan al aeropuerto Internacional. El nuevo edificio de la Pan american se construyó sobre la gran Estación de los Ferrocarriles, en el centro de Nueva York. Como se sabe, esta estructura gigantesca, con paredes de aluminio y de vidrio — es el edificio de oficinas más grande del mundo — se construyó sin que hubiera ocurrido ninguna demora con la llegada o salida de los mil trenes que salen al día de los sótanos de la vieja estación. Es decir, que en esa manzana de la ciudad, dominada por la torre de ocho caras que parecen de plata y de 59 pisos, por la ratonera subterránea salen cientos de miles de pasajeros en los trenes, y de la terraza los helicópteros que en siete minutos depositan los pasajeros en el aeropuerto de Kennedy, ahorrándoles una hora de carretera.

El Empire sigue siendo el rascacielos del mundo. A la flecha que arranca del piso ciento dos, se agrega ahora una antena para televisión que le da un prestigio brujo a la torre. En las noches se iluminan con reflectores los diez últimos pisos; se ven como suspendidos, y de porcelana, en las alturas. Hay ocasiones en que la gente que ha subido a las últimas terrazas; para tener la mas amplia vista de la ciudad, ve pasar las nubes por la cintura del edificio.

 

Germán Arciniegas (Colombia)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
(Exclusivo para EL DIA)

 

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