América mira al elefante (Especial para EL DIA) Ilustró Eduardo Vernazza |
Hemos hecho en América del elefante la imagen de una especie de hercúleo dios que el destino le negó a nuestras selvas. En esto nos comportamos como los europeos. Europeos y americanos leemos con pasmo los relatos sobre los elefantes en la toma de Cartago, y si vamos al circo lo hacemos atraídos, en buena parte, por los elefantes. Nada nos entusiasma tanto como verlos bailar y encontrar en ellos algunas semejanzas con ciertos alegres gordos que en la sociedad de los hombres aparentan la misma bonhomía de los paquidermos. Algún idealista peruano ofrecía como solución para abrir las selvas amazónicas importar manadas de elefantes. En los Estados Unidos toda la política se desenvuelve dentro de la lucha de un elefante y un burro. La fuerza reaccionaria y conservadora pone sus esperanzas en ver el elefante pisando al burro. Por fortuna, suele ocurrir que sea el burro triunfante quien aparezca montado sobre la cátedra del paquidermo, tocando alegremente la flauta... como por casualidad. En Europa la nostalgia del elefante se siente desde los tiempos de Aníbal. En la plaza de la Minerva, en Roma, hay un elefante de mármol que lleva sobre su silla un obelisco; en Urbino los Malatesta llenaron de elefantes de mármol la catedral, y en Bomarzo, los jardines de una villa están poblados de monstruos gigantescos, de piedra, labrados por prisioneros africanos. Allí está el elefante de piedra más verde y más grande; ostenta una gualdrapa de líquenes bellísima. Un argentino, el fantástico Manuel Mujica Lainez, ha montado en ese jardín una de las novelas mejor ambientadas que recuerde la literatura de la América Latina. Así un elefante de piedra ha acercado los dos mundos. Otros soñadores viajan imaginariamente poniendo sobre el escritorio diminutos elefantes de marfil. Ramón —el greguerólogo — anunciaba la aparición de sus libros saliendo por las calles montado en un elefante. Pardo García, en un reciente poema a Juan XXIII, ha dicho que le encontraba orejas de elefante. Raúl Bopp, el gran poeta brasileño, explica la formación del negro como una consecuencia de aquel árbol que se volvió elefante y caminó lentamente por la noche negra: A floresta inchou. Uma árvore disse: —Eu quero aer elefante. E saiu caminhando no meio do silencio. Ara tabá-becúm Aratabé-becúm Aquela norte foi rmiito corrtprida. Por isso é que os homens sairam pretos Aratabá-becúm *** A comienzos de la colonia, un extraño pintor decoró al fresco los techos de dos de las casas grandes de Tunja. Era Tunja la ciudad más fría de la Nueva Granada, unida a Santa Fe de Bogotá por un camino de viento y arena que hace meandros al pie de los cerros. Los cerros, en la mañana, se cubren de escarcha. El pintor de Tunja soñaba en rinocerontes y elefantes, y los copió de grabados de la época. El rinoceronte era el mismo que un sultán le envió de regalo al rey de Portugal, y que el rey quiso enviarle en la misma forma al Papa. Entonces se hacía esta clase de atenciones entre soberanos. El elefante no ha sido estudiado. Pero parece cosa buena que en el siglo XVI los paramunos hijos de Tunja encendieran un tabaco, se acurrucaran en la sala, y se quedaran mirando al techo rinocerontes y elefantes. Yo mismo, ahora en París, viendo la fotografía que un amigo me envió hace años del elefante de Tunja, la encuentro buena para soñar. Me acuerdo de Montaigne. Montaigne en Perigueux debía ser como los tunjanos de su tiempo. De los ensayos de Montaigne, el mejor, humanamente hablando, es el dedicado a las bestias. Es el gran bestiario, y dentro del bestiario los elefantes son la gran figura. Montaigne recuerda al elefante que hacía sonar la pandereta y bailaba, aún sin tener al amo por delante. No bailaba por miedo, bailaba por gusto, por amor al arte. Habla de los elefantes guerreros que formaban el frente de batalla asiático: lo que tratan de hacer hoy con elefantes de hierro en los ejércitos modernos. Y los elefantes que hacían ante el sol actos de adoración y que obligaban al filósofo a pensar si, en el fondo, esas bestias no imitaban, sino de veras rendían un culto propio a la divinidad del sol. Y los elefantes son astutos. Uno recibía del criado que debía alimentarlo sólo la mitad de lo que su señor le ordenaba, y cuando el señor fue a presenciar su merienda y el criado le puso le ración completa, la bestia con la trompa separó y dejó de lado la mitad: así se enteró el señor de lo que comía a diario. Otro, cansado de que el criado mezclara piedrecillas a su comida, un día, estando cerca del lugar donde el criado merendaba, le echó con la trompa ceniza sobre la carne. Sin embargo, no conoció Montaigne lo mejor de los elefantes, como delicadeza: no los vio en el circo, como ahora nosotros, poniendo la pata sobre el estómago de la domadora tendida en el suelo, con la delicadeza de una caricia. Cuando seria tan fácil. . . En fin: ahora vemos sobre la vasta pradera norteamericana, que antaño recorrieron los búfalos haciendo retemblar como un cuero la tierra, al senador Goldwater que se lanza a la conquista de una Casa Blanca, montado en un elefante que no es precisamente el elefante del circo. |
Crónica de Germán Arciniegas
Ilustró Eduardo Vernazza
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXIII Nº 1652 (Montevideo, 13 de setiembre de 1964)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
Germán Arciniegas Letras Uruguay
Eduardo Vernazza Letras Uruguay
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