El alfiler y la mariposa, la sombra y la luz:

convención y transgresión en la poética de Dulce María Loynaz

Ensayo de Nora Araújo

Doctora en riendas filológicas por la Universidad de Moscú.

Profesora titular de la Universidad de La Habana

Cuando Dulce María Loynaz aceptaba, no sin reticencia, la conexión entre ciertas modalidades literarias y el sexo de sus autoras, evidenciaba cómo los paradigmas han determinado expectativas:

...puedo admitir que en efecto, por excepción, hay poesías que parece imposible que pudiera hacerlas una mujer, como “Los caballos de los conquistadores” de Santos Chocano o aquella admirable de Darío en metro de quince que comienza “Los bárbaros, Francia, los bárbaros cara Lutecia...” y a cambio otras como la “Carta lírica” de Alfonsina Storni que nunca pudo hacerla un hombre, ni hacerla ni comprenderla[1].

Paradigmas que por su carácter sociohistórico revelan una praxis cultural. Si la épica se asocia al hombre es porque lo masculino ha quedado identificado con la conquista, la actividad pública, la fuerza y el poder. Para Nietzsche, él hombre está hecho para la guerra, la mujer, para entretener al guerrero. Si el intimismo se identifica con lo femenino es porque el espacio de lo privado ha sido el ambiente “natural” de la mujer. La reticencia expresada en “... puedo admitir que en efecto, por excepción...”, revela en Dulce María la voluntad de no dejarse atrapar en un criterio reduccionista. Pero su obra literaria confirma el funcionamiento de esos paradigmas. Un discurso lírico de lo privado es el eje central de toda su creación —desde los poemarios üe juventud hasta la novela Jardín, el libro de viaje, Un verano en Tenerife y el extenso y profético poema “Ultimos días de una casa” Lo que se ha considerado como “la antítesis de una poética de la participación” (Sainz: 1991. 202) puede indicar, simplemente, la presencia de ciertos paradigmas. La forma discursiva se corresponde en la obra de Dulce María Loynaz con el funcionamiento de oposiciones binarias. Su poesía está trenzada en el milenario texto judeocrístiano.

Una crítica, carente de perspectiva feminista, ha tenido sin embargo, ciertas intuiciones. En las valoraciones sobre su obra, los más variados autores destacan como rasgos esenciales lo misterioso y lo impenetrable, la oscuridad y el silencio, la sugestión y la insinuación, elementos que obviamente integran un solo campo semántico. Los críticos de los años 20, Lizaso y José Antonio Fernández de Castro; 30, Rafael Marquina; 40, José María Chacón y Calvo; 50. Cintio Vitier, Max Henríquez Ureña y Eugenio Florit; 80, Angel Augier y Marilyn Boves coinciden[2], pero es Cintio Vitier quien se aproxima a la idea de un nexo entre lo femenino y el silencio:

En el conjunto de poetisas hispanoamericanas que se han destacado en esta primera mitad del siglo, Dulce María Loynaz da una nota distinta, no condicionada por las inquietudes y reacciones de lo que suele llamarse “la emancipación de la mujer”. Poetisa natural, silenciosa, destinada, una taita de fermento polémico en su expresión permite que la esencia de lo femenino trascienda en ella [...] Dulce María Loynaz es de esos poetas [,..| (hombres o mujeres, siempre tan femeninos, como Bécquer o Rosalía de Castro) que escapan de lo escrito para vivir en un mundo de aislados misterios, del que la obra es sólo sugestión y vislumbre. (s. N. A. )[3]

En este juicio, el énfasis en la homología entre lo femenino y el silencio resulta de su oposición con lo “emancipatorio femenino” y su desvinculación de “un fermento polémico”. Al considerarlos como fenómenos excluyentes, Vitier desactiva la potencialidad emancipatoria y polémica del silencio, y por tanto, siguiendo su lógica patriarcal, de lo femenino. De paso descalifica, dogmáticamente, cualquier discurso explícito y polémico de emancipación que, siguiendo el curso de su pensamiento, resultaría si no antifemenino, al menos no femenino. Sin embargo, Vitier escapa del esencialismo biológico, al considerar que lo femenino no es privativo de la mujer. En otro texto de los años 50[4], sugiere una lectura de Jardín, a partir del nexo entre mujer y naturaleza. Sus propuestas eran novedosas en la crítica cubana de esa década y aún son productivas en los noventa.

Los juicios de Vitier, ciertos atisbos y barruntos en Fina García Marruz (1987; 1991) y César López (1993), las contribuciones de Virgilio López Lemus (1986, 1991) y Susana Montero (1991), constituyen antecedentes, en Cuba.[5], para la crítica feminista de la obra de Loynaz. Para un análisis del funcionamiento de las oposiciones binarias, de su convención o transgresión. Esa es la perspectiva de esta lectura de algunos de sus textos, Bestiarium, Jardín y Versos (1920-1938).

Lectura parcial, que no incluye toda su producción literaria y se atiene a una de las posibles interpretaciones de su escritura.

Escrito en 1919, cuando la joven de diecisiete años, ya publicaba poemas sueltos en la prensa periódica cubana, Bestiarium es un texto germinal. Compuesto por tres cuadernillos, cada uno de ellos contenía veinte poemas, dedicados al reino animal, al vegetal y al mineral. Cuando he hablado con Dulce María sobre ellos, con una sonrisa picara, me ha respondido: fue sólo una broma. Según ella misma ha contado (Simón: 1991, 62), los escribió para vengarse del tribunal de bachillerato, que la descalificó por no haber cumplido con un requisito complementario al examen de Historia Natura!: la entrega de la descripción taxonómica de veinte ejemplares del reino animal, veinte del vegetal y veinte del mineral. Salvado del olvido y las polillas el relativo al reino animal fue publicado, en 1985, como una curiosidad bibliográfica[6]. Auténtico genotexto, su sorprendente aparición revelaba que la poética de Dulce María Loynaz se había articulado desde fecha temprana. Tal acontecimiento ocurría en la etapa de] regreso de la escritora a la vida cultural cubana, de la que había estado un tiempo ausente. Dedicada a las labores de ia Academia Cubana de la Lengua, se había recogido en su casona del Vedado, entre abanicos de seda y querubines de biscuit, pastorcillos de Meissen y miniaturas de marfil. Observada por el águila de bronce del corredor central, escoltada por sus fieles canes, transcurría sus días. Su obra circulaba, como rara avis, entre iniciados y místicos aprendices del oficio literario y, sobre todo, entre los jóvenes que admiraban su prematura maestría y se interesaban por sus éxitos de antaño, sus tertulias literarias y sus hermanos poetas, geniales y trágicos. La publicación, en 1984, de una selección de su poesía[7] había marcado un retorno triunfal que culminaría, en 1992, a los noventa años, con el Premio Cervantes.

Como su título indica, el asunto de Bestiarium es la descripción de elementos de la naturaleza. De ella se deriva, como en los bestiarios medievales, una lección moral: la crueldad humana sobre los animales es condenada. Pero más allá del didactismo explícito que la modalidad literaria empleada propicia, en este poemario se opta por la naturaleza de una manera implícita y esencial. Los animales seleccionados pertenecen a un entorno doméstico —la rana y la araña, la abeja y el ciempiés, el cocuyo y el mosquito, la mariposa y el ruiseñor. Los otros —la serpiente y el león, el rinoceronte y el elefante, el camello y el oso—, al zoológico y al circo, espacios en los que se prolonga la atmósfera familiar. Los restantes comparten la peculiaridad —el caballito de mar, el gusano de seda y el murciélago—, pero no hay animales fantásticos como en el bestiario de Borges, ni personajes humanos bestializados, como en el de Nicolás Guillén. Ni el alarde erudito, ni la poesía política, propios a una voluntad de inserción en el espacio público y ajenos a una auténtica preocupación por la naturaleza. En el bestiario de Dulce María, desde lo privado, lo ordinario y natural es elevado por la imagen, sin grandilocuencia, como un entorno valioso y necesario.

El impulso creador de estos poemas fue, literalmente. una defensa de la imaginación, frente a la autoridad y la norma. La respuesta a la rigidez académica, este texto de zoología poético (Hernández Novas: 1988, 230). Broma, acto de subversión y libertad, acto de la naturaleza (lo femenino), frente a la institución como poder y la cultura como prescripción, como instancia que legitima, porque ordena, clasifica y somete (lo masculino). Pero optar por la naturaleza en Bestiarium, no es ignorancia de los avances del conocimiento. No hay idealización romántica, pues lo dañino conserva su condición. En analogía que indica la inserción en la modernidad, el mosquito es: “Diminuto aeroplano en que viaja la fiebre amarilla.” Optar por la naturaleza no es renuncia a la experiencia acumulada, al rontinuum cultural. La selección de un modelo literario de origen popular, canonizado por la tradición culta, así lo indica. En Bestiarium, además, el elefante es descendiente del último mamuth, el oso baila fox-trot, la serpiente está hecha de anillos de Saturno y recuerda un jardín bíblico. El ruiseñor es el de Julieta. Optar por la naturaleza es, más bien, dar rienda suelta al anhelo de escapar a la norma que constriñe y ata. En la fábula bíblica, Eva subvierte la autoridad porque quiere alcanzar la sabiduría. El texto de Loynaz parecería no sólo tomar partido por el campo semántico de lo femenino, sino tal vez producir una inversión de su signo negativo. Optar por la libertad, la imaginación y la naturaleza sería una forma de alcanzar la sabiduría. Pero sabiduría otra que la del conocimiento normativo y autoritario. Sabiduría de la liberación, la elevación espiritual y el sueño. En Bestiarium, el sujeto lírico dignifica al murciélago por reunir dos glorias —alas y pecho—, en un solo cuerpo. Quisiera cabalgar en el caballito de mar, “al galope de un sueño por soñar”, y ser “leve como un sueño”, y admira en el camello su “sueño mínimo del verde y el agua prometida”. La imagen de la mariposa, robada por “el deseo de un hombre feo”, y clavada su cintura por un alfiler, apresa quizás, como ninguna otra, la sujeción (masculina) del conocimiento al anhelo (femenino) de alas, de liberación. El alfiler, símbolo fálico que atraviesa, y la cintura, espacio atravesado, funcionan dentro de una convencional semántica genérica. Pero lo significativo es la tensión contextúa! de la imagen y su presencia en textos posteriores (la mariposa robada por el deseo de un hombre feo, clavada por un naturalista bajo un cristal o simbolizada por la joven que un hombre viene a buscar).

La novela Jardín también es un libro demorado. Publicado en Madrid en 1951, fue comenzado en 1928 y concluido en 1935[8]. Es una novela cercana a Bestiarium, aunque medie entre ellos casi una década. En el texto juvenil, el juego de los opuestos se estructura con los pares cultura/naturaleza, autoridad/libertad; en Jardín, con la oposición civilización/naturaleza. En esta novela lírica, la protagonista se llama Bárbara. La etimología de este nombre resulta un marcador genérico por más que, en el paratexto inicial, la autora lo descalifique. No será éste el único intento deslegitimador de este “Preludio” que, como descubre Susana Montero, excede los límites de la llamada ansiedad de autoría, y supone una actitud irónica, tan “femenina”, frente al censor hipotético y la institución[9]. Loynaz no ha escrito una novela canónica; según ella misma cuestiona, no hay acción en su novela que no sea, este ir y venir infatigable, este hacer caminar a una mujer por un jardín.(9) Tras la estrategia engañosa de la autocrítica, Si en vez de dar a la protagonista ese nombre de Bárbara, tan duro... hubiérala llamado algo parecido a Psiquis, habría, por lo menos alcanzado algún fin, me habría por de pronto aproximado al Símbolo... ,(11) subyace la pertinente selección del nombre de su protagonista, coherente con la extrañeza de su novela. Psiquis hubiera servido sólo parcialmente; en su acepción de mariposa, expresaría aquel fragmento de la historia en que se intenta fijar a la protagonista a un mundo de normas; en la de alma, aludiría a lo esencialmente femenino del personaje, a lo espiritual y afectivo, como opuesto a lo material y racional. El nombre de Bárbara es más eficaz en su función temático-simbólica.

En la anécdota, Bárbara vive aislada en el jardín, su jardín; tan suyo, que era toda su patria, todo su espacio, todo su mundo. Junto al jardín había vivido siempre. En él había crecido, y más que en él, de él mismo. (76) En ese jardín, se cuenta en el prólogo[10], ella ha enterrado a la luna rota, indicio claramente genérico, que al final del relato, aumentará su valor connotativo. Criatura casi vegetal, casi intangible, Bárbara vive en una casa, ya invadida por el jardín, en un tiempo eterno, en el cual, las manecillas del reloj se han detenido. Su imagen ha quedado apresada en los viejos retratos y anunciada en lejanas cartas de amor; en un tiempo de silencio, de voces apagadas. En un tiempo de rememoración e insinuación, de déjá vu. Tiempo cíclico, femenino. Tiempo del sueño y la espera, como el de la Bella Durmiente evocada en la narración. Tiempo en el cual no han entrado la historia, la cultura y la ley, registros puntuales de acontecimientos y convenciones, que forman el otro tiempo, lineal y masculino. Criatura singular, criatura de la sombra, de fantasmagórica estirpe, su nombre, fuertemente semantizado, contrasta con el nombre ausente del joven, que la sacará de allí. Inversión sustancial del mito bíblico, pues Bárbara no sólo ocupa primeramente ese espacio, sino que posee un nombre, mientras que el que a ella llega es sólo el hombre. Hombre asociado con la acción —él cambiará la existencia de la joven— y convencional simbología genérica: Lo veía ahora, agudo como flecha o clavo; medido como hombre. Más hombre que flecha lo veía, y que clavo; y menos la hubiera sorprendido una flecha que un hombre. Aunque lo había dicho, todavía el hombre no se había hecho dardo clavador. (219) Agudo y clavador, flecha, clavo y dardo: el sema de la masculinidad no se oculta pues la descripción se refiere al hombre. Descripción tropológica que, desde la perspectiva de la mujer, se construye con objetos de penetración y sujeción (clavo, flecha, dardo), análogos por cierto, al alfiler. Bárbara también es mariposa.

Desde el “Preludio”, la autora explícita que se trata de la anécdota de una mujer y su jardín, motivos eternos, como que de una mujer en un jardín le viene la raíz al mundo (10), con lo cual coloca su texto, desde un inicio, en una relación explícita con los relatos bíblicos. El vinculo con el paradigma mujer/naturaleza es ambivalente. El jardín/paraíso es también el jardín/celda, como si la homología con la naturaleza constituyera esencia agónica, irrecusable y fatal. Ahíta de sombra, expectante de luz y nostálgica de alas —impulsos de la mariposa—. Bárbara sale del jardín (¿América?), del espacio privado. Es llevada por el hombre a la historia, al mundo del progreso y la técnica, la luz eléctrica y la prisa enfermiza, al espacio público. Para Bárbara, él es guía y conductor; Ella no sabe más que de una sombra y un sendero. (237) Colocada en el lado débil de la construcción binaria, su signo se fortalece cuando, desde la cualidad de sus defectos, interpreta críticamente “el mundo”. Desde su perspectiva “natural” descubre sus cimientos; nociones cuantitativas, definiciones, saber normativo y por ende, autoridad: Definir es limitar. Cortar tu idea con la palabra, vaciar el éter en el molde. (293) Mundo de hombres que se repiten en sus gestos cotidianos y de mujeres cuya semejanza reside en su maleabilidad: mujeres blandas, más bien hembras, con esa blandura vegetal, aptas a ser moldeadas al antojo. (288) Condición ésta, impuesta por el mundo a su “especie”: madre, prostituta, "Bárbara sin jardín, Eva sin paraíso".

La luz eléctrica, del progreso, no podrá mostrar a Bárbara un mundo mejor, que el que ya ella había poseído en soledad, sólo con la fuerza de su deseo. (289) La naturaleza. De ahí ese primer impulso del regreso al jardín perdido: Apagar aquella luz, apagarla, regresar al claustro materno de la sombra sin nacer todavía, sin saber de las luces de los hombres... (288). La sombra escapando de la luz... negándola. En el mundo donde la mujer es “animal blando y untuoso”, donde ¡a maternidad, expectativa insalvable, se vive de prisa y por eso se desacraliza, en que al progreso sobreviene la guerra (¿Europa?), se puede vivir feliz. Pero siempre Extranjera —como indica la etimología de su nombre y la llaman los del “mundo”. En cualquier país, en cualquier ciudad; siempre separada, incluso, de su amado por un algo invisible. Inasible, inefable. La inquietud de la sombra la llama, la invoca. El apetito de luz (instinto mortal de la mariposa), la curiosidad anhelante habían impulsado en Bárbara el gesto de Eva y de la también castigada mujer de Lot. Analogía explícita e implícita que en Jardín sirve para resemantizar los mitos bíblicos. Bárbara ha querido conocer el mundo y ha abandonado el jardín. Experiencia ambigua, pues Este hacer de luces mundanas, qué había sido en su vida ¿Potestad o servidumbre? (332) Pregunta sin respuesta que no sea este impulso vital, esta negación de luz citadina, esta vocación de sombra:

Había querido las luces de los hombres y ya no podía librarse de ellas; tampoco los hombres con tantas luces podrían librarse de la sombra que ella les llevara, sombra de vientre femenino, de cólera divina, de jardín anochecido /... / Había robado o traficado con el caudal mirífico del mundo, pero sólo la sombra había sido suya. Y solo la sombra era pura; estaba en el Principio, y la luz que venía, luego era siempre, violación. La sombra era la virginidad del Universo. /.../ Seducida por voces insidiosas, había dejado violar la sombra suya por la luz ajena. Pero había un punto donde la luz no había llegado todavía, y ese punto estaba allí {...] Allí estaban su casa y su jardín, donde las vanas luces terrenales nunca habían osado penetrar. Allí podría dormir siquiera un poco... ¡Qué buen sueño se dormiría allí! Dormir, volver, reintegrarse al vientre tibio de la sombra sin nacer todavía, sin saber de las luces de los hombres... Su tierra la llamaba quedamente, la llamaba por su nombre íntimo que nadie sabía., y ella se sentía conmovida ante la insinuación de su tiniebla, ante el olor de su transpiración húmeda y verde. (334-335)

En este fragmento, la reiteración de los términos agrupados en campos semánticos opuestos revela la homología de aquellos que se identifican con lo masculino y lo femenino. El hombre es la luz y la mujer es la sombra/jardín/vientre. Existe una idea de complementación en el enunciado, tampoco los hombres podían librarse de la sombra que ella les llevara, sombra de vientre femenino, de cólera divina. de jardín anochecido, en el cual la contraposición del plural hombres y del singular ella apunta hacia el esencialismo. La homología entre sombra/vientre femenino/cólera divina/jardín anochecido conforme un poio de la oposición binaria. Este polo es validado —sombra/pura/Principio/virginidad del Universo—, frente a la luz/violación y las vanas luces terrenales. El retorno a la naturaleza se asocia al sueño, al vientre tibio sin nacer todavía, a la matriz, sin saber de las luces de los hombres, a la oscuridad y al silencio. Fragmento revelador, en él operan las oposiciones binarias, pero su valencia, —como en Bestiarium—, ha quedado invertida. Retornar al jardín, entonces, es retornar al vientre materno, a la sombra, al agua, principio universal; a las pulsiones semióticas, como diría Julia Kristeva. Hasta aquí, la subversión ha consistido en descalificar el elemento primario y privilegiar al secundario.

Pero el retorno de Bárbara a su jardín ocurre cuando éste, debido a la soledad y al abandono, se ha convertido en selva. Esa selva la absorbe y finalmente la traga. Ella queda apresada, para siempre, en la naturaleza que luego será transformada por la “civilización invasora”, al irrumpir de espaldas al mar en el jardín/selva. El orden de la fábula bíblica ha sido alterado: la pérdida del paraíso y la sombra tiene en el hombre su vehículo necesario; él ha conducido a la luz y al extrañamiento. Es cierto que a ella la mueve un anhelo de luz, pero su culpa ya no es un afán de sabiduría —distinguir el bien del mal—, sino abandonar su entorno natural, para conocer el mundo. El sentido primigenio del “pecado original” se ha transformado[11]. Eva ha quedado redimida, la causa y los efectos de su acto sólo se revierten sobre ella. Ella pierde el edén por seguir al innombrado. Y su “culpa” no promueve un destino reproductor en “el mundo”, más bien, lo cancela. Si como insinúan sus caderas, con la redondez y la plenitud de la copa, de la fruta, del nido y de todo lo que da dulzura y calor a la vida... (329) regresa encinta, el alumbramiento se disolverá en las entrañas de la naturaleza. Vientre en el vientre, vida en la vida. La semántica del vientre femenino, la simbiosis con lo telúrico y esencial se potencia. La mujer de Lot quedó convertida en una estatua de sal. Eternidad, sí, pero eternidad improductiva. El “castigo” de Bárbara también se ha resemantizado. No hay muerte física porque su final es reintegrarse y convertirse, ahora más que nunca, en esencia de esencias, por los siglos de los siglos.

Parece obvio, pero imprescindible, apuntar que la Bárbara de Loynaz comparte el nombre con la lamosa heroína de Rómuio Gallegos. Personajes distintos, casi opuestos, la primera es un “ser irreal”; la segunda, “una mujerona”. Ambas son víctimas del hombre, aunque en distintos grados. A reserva de su raigal diferencia, tanto en Jardín como en Doña Bárbara, funciona la oposición binaria. En la de Gallegos, se trata de la relación jerárquica entre civilización y barbarie que, desde el modelo sarmientino, había expresado la problemática de la sociedad latinoamericana. Modelo desarrollista que. en esta novela, identifica la civilización con fuerzas autóctonas y en la cual el signo de lo extranjero difiere del de Sarmiento.[12] .En su tabula, el proyecto civilizador corresponde al hombre. Santón Lazardo —evidente marcador genérico—, ha nacido en los llanos violentos y anárquicos, llanos de caudillos, sangre y vendetta. Educado en la ciudad, regresa con la voluntad de hacer cumplir al respeto a la propiedad, “a luchar contra la naturaleza”, “contribuir a la destrucción de las fuerzas retardatarias de la prosperidad”, “con los ideales del civilizado”. Él representa el progreso necesario, frente a una barbarie por domeñar. A reserva de la justificación para la conducta de la protagonista[13], Doña Bárbara —otro marcador—, está asociada con el desorden que ha conducido al mal. Víctima de la barbarie, la encarna en su forma exacerbada: el predominio de la fuerza y el abuso, sobre el derecho y los principios. Enfrentar civilización y barbarie mediante una fábula, en la que un hombre se enfrenta a una mujer, es ejemplo del funcionamiento convencional de la oposición binaria. Una metáfora la resume: El hilo de los alambrados, la línea recta del hombre dentro de la línea curva de la Naturaleza, demarcaría en la tierra de los innumerables caminos (...), uno solo y derecho hacia el porvenir, (104) La identificación es obvia: la línea recta, símbolo talico, se vincula, explícitamente, con el hombre. La línea recta entra en la línea curva, símbolo ginésico, asociado implícitamente con la mujer, al quedar esta elíptica dentro del concepto naturaleza. El predominio de lo masculino sobre lo femenino es garantía de) porvenir, del futuro. La luz y el progreso, la ciudad y la civilización (lo masculino) deben imponerse a la sombra y el atraso, el campo y la barbarie (lo femenino). Victoria que se anticipa en la transformación ilustradora que Santos Luzardo ejerce sobre la hija “bárbara” (y virgen), de la “embrujadora de hombres”, y en su nombre, Marisela, derivación mariana. Él es “el civilizador de la llanura”, Doña Bárbara, la “devoradora de hombres”, identificada con “la tierra brava”. Por eso, también ella desaparece en la naturaleza, sin muerte física, quizás ahogada en el tremedal o escapada, en un bongo, río abajo. Su debilidad ha sido el amor. El logos ha vencido al pathos.

En ambas novelas operan ciertas invariantes del texto occidental: la mujer es naturaleza, el hombre, civilización. Pero la semántica de la barbarie en Doña Bárbara, no es coincidente con la de la naturaleza en Jardín; no son términos homólogos, ni intercambiables. Tampoco la civilización. En Jardín la relación con el polo afirmado (la naturaleza) es ambivalente: jardín/bueno; jardín/malo. En Doña Bárbara, la civilización carece de fisuras; aun cuando, para imponerla, no se excluya la “bravura armada"[14].” Amén de los respectivos contextos socioculturales, la distancia entre estas novelas, cercanas en el tiempo, puede estar vinculada a la posición enunciativa de sus creadores, nada ajena al género. ¿Autoridad monológica dei escritor'? ¿Libertad dialógica de la escritora? Gallegos ha construido una historia de lucha frontal entre el hombre y la mujer. Loynaz no ha recurrido al “tenebroso aborrecimiento del varón”; incluso se ha permitido cierta armonía entre sus protagonistas. En conversación reciente, cuando le contaba de estas páginas, Dulce María me ha manifestado: “Jardín no tiene nada que ver con Doña Bárbara, pero debo confesarle que nunca leí esa novela”. Cuando íe he explicado cómo, a reserva de las diferencias, he encontrado una inquietud común por el encuentro entre lo “civilizado” y lo “no civilizado”, Dulce María me ha contestado: "Claro, porque América es geografía y Europa, historia.” Advertí entonces que Dulce María no abandonaba la oposición binaria; y pensé que este esquema podía servir para representar la conquista y la colonización. América poseída por Europa, penetrada por ella, el hilo recto de la espada, y la cerca, en la curva de la naturaleza. Comprendí que, desde Bestiarium, Dulce María ha optado por la geografía, por América. Recordé que en Versos hay un poema que se titula “Geografía”, en el cual se define a la isla y la península, al lago y al océano, y al sueño. Otra vez el sueño. Y que, en Un verano en Tenerife, Dulce María se autodefine como una isla. Éstas son algunas de sus claves: espacio, geografía y naturaleza, Lo femenino.

En Jardín, el discurso de la naturaleza enjuicia al discurso de la civilización, precisamente, desde un esencialismo que revalida ese signo, frente a las vanas luces terrenales de la ciudad y el progreso. Frente a las consecuencias, negativas pero inevitables, de la modernidad, Hotel de moda, casino elegante en ciernes. Embrión de balneario para niños pobres, quizás... Alguna de las cosas bonitas de la civilización invasora, (35!) se dice en el epílogo. La luna rota, enterrada por Bárbara, reaparece ahora como un desdeñable disco de hojalata. Triunfo de la civilización sobre la naturaleza, pero Bárbara, por siempre, por arriba, por abajo, por siempre... (id.), esencia, sigue en el jardín y pega su cara pálida, a los barrotes de hierro, (id.)

Discurso implícito, discurso del silencio, resistente y locuaz, que como en Bestiarium, construye un sujeto femenino simbólico en tensión con la autoridad y la norma. De ahí su fermento polémico y su vocación emancipatoria (y mi discrepancia con aquel juicio temprano de Vitier...). Discurso que eí ecofeminismo actual podría hacer suyo pues desde lo femenino/naturaleza se recusa lo masculino/civilización, tan cosificante para el hombre como para la mujer. Se alerta sobre las paradojas de la modernidad y el progreso, a través de la ironía y el desafío a la novela canónica. Su protagonista es un ser de poca carne y poco hueso, un personaje ideal, imposible de encajar en nuestros moldes (10) declara la autora en el Preludio. De nuevo excusa, ironía o broma, pues esta novela diferente legitima a su protagonista. Su irrealidad, es vehículo idóneo de un esencialismo. Esencialismo que no por pilar deja de ser cruz, contradicción de la cual emana una tensión latente. Esencialismo paradójico que sustenta a otros poemarios fundamentales: Versos, Juegos de agua y Poemas sin nombre.

Publicado en 1938, Versos recoge, como indica su título, la producción lírica entre 1920 y 1938[15]. Si la etapa de creación de Jardín es la que afirma su autora, la novela es contemporánea de algunos de estos poemas. Coinciden no sólo en el tiempo, sino en su magma germinal . En este poemario, el sujeto lírico se identifica con elementos que, dentro de la naturaleza, se corresponden con un polo de la oposición: la luna y el agua, la noche y la nube, la selva y el aire. Ciertos motivos se reiteran: silencio, sombra y ausencia, libertad y éxtasis, instinto y ensueño. Lo efímero e inapresable, lo intangible, parece constituir una esencia, el impulso de lo que pasa, se eleva o simplemente, no es. El silencio y el no ser se articulan, sobre todo, con la enunciación de la palabra y con la pareja hombre/mujer.

Pero esta relación también es ambivalente. En el poema “Vino negro”, el silencio se expresa mediante el símil con “un vino amargo y negro”, en un contexto en el cual los adjetivos “amargo” y “negro”, colocados en el verso final, resumen y concentran el tono del poema: “Para siempre estoy llena de silencio/ como vaso colmado/ de un vino amargo y negro...” El sujeto lírico es el espacio del silencio, y esta condición es agónica. Pero en “La selva”, el sintagma “selva de mi silencio”, repetido a lo largo del poema, adquiere un valor afirmativo. El nexo entre selva y silencio conlleva, al nivel lexical, un reforzamiento. Asociarlos con la idea de protección implica un énfasis mayor, sobre todo cuando otros enunciados expresan lo opuesto: “Selva de mi silencio;/ En ti se mellan/ todas las hachas; se despuntan/ todas las flechas;/ se quiebran/ todos los vientos...” Hachas, flechas y vientos, elementos agresivos que intentan penetrar la selva de silencio, espacio pasivo, de nieblas, sin sol. Esa selva es “Selva Negra”, “espesa maraña del verde”, “masa hinchada, sembrada, crecida toda/ para aplastar aquella/ tan pequeña/ palabra de amor...” La palabra y el silencio adquieren, al final del poema, una explícita connotación genérica que, en este contexto, es de lucha y tirantez, de incomunicación. En el poema “Una palabra”, de concentrado título y expresión (sólo dos versos), el vínculo entre la palabra y la luz aparece con tono celebratorio: “Una palabra, sólo una palabra:/ Y de pronto la vida se me llenó de luz... ” La palabra/ luz es el elemento activo/ masculino, que llena el espacio de silencio/ pasivo/ oscuro/ femenino. La concreción de esos dos versos, cierto, puede: pretender el énfasis de la plenitud, pero igualmente puede ser señal de poquedad, de hecho fortuito. cxctpciomL Er¡ Versos, predomina más la tensión trunca que la exaltación. En “La balada del amor tardío”, la palabra y el silencio se relacionan en conflicto; el sujeto lírico resulta identificado con lo impronunciado, la luna y el mar. La voz es, de nuevo, el elemento activo: “Amor que me has buscado sin buscarte,/ no sé qué vale más:/ la palabra que vas a decirme/ o la que yo no digo ya.../ Amor... ¿No sientes frío? Soy la luna/ Tengo la muerte blanca y la verdad/ lejana... —No me des tus rosas frescas;/ soy grave para rosas. Dame el mar....”

En estos poemas, la persona lírica, que es una mujer, se asocia con la ausencia de sonoridad, en un contexto en el cual, el interlocutor, implícito o explícito, es la voz masculina. La imposibilidad literal de un diálogo consiste en esa oposición palabra/masculino, silencio/femenino, una de las maneras y no la única, en la que se expresa una erótica de la frustración. En otros, la enunciación de la palabra ocurre desde un lugar marginal. En “Desde ésta, mi arca”, el sujeto lírico asume el acto de la palabra, en soledad: “Desde ésta, mi arca, a tientas/ suelto al mundo una palabra;/ La palabra va volando.../ Y no vuelve...” El arca puede ser un espacio de salvación (este mismo poema se llama “Noé” en Juegos de agua). Espacio privado pues el pronombre posesivo así lo indica. Desde esa posición, se suelta al mundo una palabra, “a tientas”. La acción de soltar, desde la sombra, parece expresar sacar de adentro, de lo íntimo a lo público. La palabra va volando y no vuelve; ¿se esfuma? ¿no trasciende? A esas preguntas responde el silencio.

Sólo la palabra de la poesía parece alcanzar la plenitud. Plenitud de la soledad creativa que es la única libertad. En el poema “En mi verso soy libre”, se establece una comunicación que es el clímax de lo iniciado en Bestiarium. Aquella búsqueda de la libertad en la imaginación y en la naturaleza, ahora es certidumbre: “En mi verso soy libre: él es mi mar.” El uso del pronombre posesivo subraya el aislamiento en un espacio en el que coexisten la persona lírica y la poesía; la metáfora del agua la semantiza doblemente, es la libertad, pero también lo femenino. Sólo allí se vence el silencio y se realiza la plétora amorosa. Plétora que no es la del hombre y la mujer, sino la del encuentro con el yo, con la identidad: “En mi verso yo ando sobre el mar,/ camino sobre olas desdobladas/ de otras olas y de otras olas... Ando/ en mi verso: respiro, vivo, crezco/ en mi verso, y en él tienen mis pies/ camino y mi camino rumbo y mis/ manos qué sujetar y mi esperanza/ qué esperar y mi vida su sentido./ Yo soy libre en mi verso y él es libre/ como yo. Nos amamos: Nos tenemos./ Fuera de él soy pequeña y me arrodillo ante ja obra de mis manos,/ la tierna arcilla amasada entre mis dedos.../ Dentro de él, me levanto y soy yo misma.” .

Contrasta esta excepcional exaltación narcisista con una identidad inapresable, que se afirma en la oscuridad y, sobre todo, en la disolución. El poema ""Agua escondida” es de aquellos que, aparecidos por primera vez en Versos, serán incluidos de nuevo en Juegos de agua. Poema enfático, en el cual la repetición del “tú eres’’ se articula con otra reiteración: agua oscura, que mana dentro de la roca, entrañable, que corre bajo la tierra, ignorada del sol y sin destino, sin nombre e ¡ntocada, secreta, jubilosa y honda. Agua negra sin nombre. Pero esa agua es “esta dulzura mía”, “¡apretada, apretada contra mí!” Es en ella que se reconoce el sujeto lírico, en esta intensa afirmación del paradigma femenino. Un grado mayor de oscuridad es la total negación. En el poema “Más bien”, la persona lírica niega a la estrella (presencia de la luz) y afirma a la nube (ausencia de la forma). La nube es borrosa, carece de color o destino, es fugitiva, flota, se va pronto, se esfuma, se deshace. “Y más nada”. La imagen de la nube reaparece en “Divagación”, cuando la persona lírica se identifica con ella, como una posibilidad: “(La nube que podría haber sido...)”. Pero en “Mujer de humo”, el vínculo entre el no ser y la mujer es explícito. Si la imposibilidad del diálogo era una forma de expresar una erótica de la frustración, la intangibilidad corporal es otra. La mujer es humo y viento, raso y espacio; el hombre es flecha y acero. El elemento activo del poema es el hombre; él besa y ciñe, cierra, alza y cava, levanta, sujeta y tira. Acciones todas que implican fuerza, dominio, autoridad. Las pocas acciones de la mujer —enunciadas desde la primera persona— son respuestas inscritas en esta semántica. Si él cierra el camino, ella sigue de largo, si él alza una torre, ella sigue cantando, si él clava la tierra, ella pasa despacio, si él levanta un muro, ella se va volando. Las acciones masculinas se asocian a lo estable y lo firme, las femeninas, a lo efímero. Si él tiene la flecha, ella, el espacio, si su mano es de acero, el pie de ella es de raso. La oposición de la flecha, (que se tira) y el espacio (ancho), ya vista en otro poema, es un claro indicador genérico. La mano de acero, implica la férrea sujeción (masculina) y el pie de raso, el ansia de huir y la debilidad (femenina). Como aquel alfiler y la mariposa. Al juego de opuestos de las primeras cinco estrofas, sigue la afirmación en la nada del sujeto lírico, de las dos siguientes. El yo se asocia a lo que no queda, ni vuelve; a lo que disuelto en el todo, no existe; a lo que se pierde en lo oscuro y en lo claro, en el minuto que pasa. En el espacio y el tiempo. En la penúltima estrofa, cristaliza lo que el título anunciaba: la persona lírica se identifica con el humo, “crecido y ya roto”; el humo, que es nada, ya disuelto. La nada de la nada. El poema culmina en la apoteosis de esta erótica de la frustración. “Hombre que me besas/ tu beso es en vano.../ Hombre que me ciñes:/ ¡Nada hay en tus brazos!...” Erótica persistente, acuciante que reaparece en otras zonas del poemario, con similares símbolos: “Voy a medirme el amor/ con una cinta de acero;/ Una punta en la montaña;/ La otra... ¡clávala en el viento!...” (“Tiempo”) Como esos tal sos indicios de la luna roja, que baña el cielo de sangre y, de nuevo, la mariposa clavada en el muestrario de cristal, de lo que no fue ni sucedió jamás. (“El miedo”). Quizás esta agonía de lo imposible alimente el ansia de disolverse, de reintegrarse en la nada que es el todo, como ocurre con Bárbara. Lograr al mismo tiempo la fuga y la eternidad. Ser como el río: “Partir, llegar, pasar siempre/ y ser siempre ei río fresco” (“Tiempo”). Impulso erótico y tanático, en el que muerte, amor y vida forman un solo haz: "Si fuera nada más que una/ sombra sin sombras; que una íntima/ tiniebla de dentro para fuera.../ [...] Si ni siquiera fuera almohada/ ni casa ni sombra ni vía/ de retorno o de fuga, ni/ miel que recoger, ni acíbar.../ Si solo fuera —al fin...— un breve/ reintegrarse a la nada tibia...” (“Si fuera nada más”). Ansia maximalista que, como en Jardín, tiende a un desnacer, a un volverse esencia de esencias: “¡Quién me volviera a la raíz remota/ sin luz, sin fin, sin término y sin vía!...” (“Divagación”). Un volver a lo semiótico.

El último poema de Versos, “Canto a la mujer estéril”.[16], cierra el volumen, con un tono exclamativo, quizás, por ser apoteosis temática, y no sólo. Lo imposible, el silencio, la ausencia son significados por la esterilidad de la mujer y afirmados por su exaltación. Esterilidad que se expresa, en la Noche y en la sombra, pero también en un juego de opuestos metafóricos, de franca connotación genérica, ya visto en otro poema: “No hay hacha que te abra/ sol en la selva oscura [.. .]”. En otros versos, la tensión se derivaba de la erótica ansiada y frustrada, en “Canto a la mujer estéril”, del diálogo con el texto judeocristiano. Aquí se encuentra el mismo fermento polémico de Jardín, en su inversión del mito bíblico: “Los que quieran que sirvas para lo/ que sirven las demás mujeres,/ no saben que tú eres/ Eva.../ ¡Eva sin maldición,/ De nuevo, Eva ha quedado redimida. Y no sólo. La superación del fatum reproductor, del esencialismo biológico, ocurre mediante otro esencialismo, metafísico, que se cumple en la naturaleza. El sujeto lírico sanciona: “Y reinarás/ en tu Reino/. Y serás/ la Unidad/ perfecta que no necesita/ reproducirse, como no se reproduce el cielo,/ ni el viento,/ ni el mar.../ La asunción del tono bíblico para negar aquel mandato divino, refuerza la transgresión. La mujer, sí, es naturaleza, pero en una magnitud que supera un destino biológico. La mujer estéril, más que nunca, es río, luna y mar, es sueño y paisaje. Es algo más, es “gelatina sensible”, es “talco herido de luz fugaz”, en una proyección cósmica, ontológica. Por eso, su fecundación ocurre en otra dimensión. Y le es necesario llegar a ese hijo que la llama desde el Sol. La oposición binaria cumple, hasta en eJ último verso del poemario, su función.

Una concepción tal de lo masculino y lo femenino tendría que inscribirse en una visión global de ia existencia. En otro texto salvado, el “Tríptico de San Martín de Loynaz”, la escritora recobra la memoria de un antepasado vasco. Como es habitual en su escritura, de este asunto se deriva una meditación sobre el sentido del decursar: ¿No son iguales todos los octubres ? ¿ Y todas las mañanas... ? ¿No lo son? Y una hoja de castaño, ¿no es igual a otra hoja de castaño, aunque desciendan siglos por un árbol ? (30) Esta idea de un tiempo, que no logra destruir las esencias, es herencia y resaca del viejo discurso occidental. Tiempo que no implica total estatismo sino relativo movimiento. Movimiento de lo estable y lo fluido, convención y transgresión; alternancia conflictual y agónica, en un corsi e ricorsi ineluctable. Tiempo fugaz y eterno de un imaginario en el cual, el alfiler sujeta a la mariposa, mientras la sombra escapa de la luz.

Notas:

[1] Pedro Simón, “Conversación con Dulce María Loynaz”, Valoración Múltiple Dulce María Loynaz (comp. Pedro Simón), La Habana, 1991, p. 49.

[2] Los textos de estos autores pueden consultarse en el volumen citado anteriormente, primera compilación de textos críticos sobre Loynaz.

[3] Cintio Vitjer, “Dulce María Loynaz”, Cincuenta años de poesía cubana, 1902-1952, La Habana, 1952, p. 157.

[4] En nota al pie de página de Lo cubano en ¡apoesía, (1957), Vitier recomienda un estudio particular de la obra de Dulce María Loynaz. (Ver ob. cit., La Habana, 1970, p. 378.)

[5] En el extranjero se han publicado recientemente estudios de la obra de Loynaz desde esa perspectiva. En “Eva sin paraíso: una lectura feminista de Jardín ’ ’ (Nueva Revista de Filología Hispánica, Tomo XL1, 1993, núm. 1, pp. 263-277), Variety Smith parte de Luce lrigaray y Bruno Bettellieim, para realizar un sugerente análisis de motivos fundamentales en esta novela como el cuento de hadas, el espejo y el retrato. En “Juegos de agua; el imaginario de Dulce María Loynaz en su escritura acuático-poética” (Anthropos, núm. 151, dic., 1993, pp, 151-154), Asunción Homo asume una tarea pendiente, al someter este segundo poemario a una interpretación de acuerdo cotí presupuestos teóricos de Irigaray y Julia Kristeva.

[6] En 1985 apareció en la Revista Revolución y Cultura con el título de Bestiario. Posteriormente se han realizado varias ediciones con el título original, Bestiarium. Cito por la edición cubana de 1991.   

[7] En la edición de Poesías escogidas (comp. Jorge Iglesias), La Habana, 1984, la escritora exigió la inclusión de determinados poemas, lo cual fue dado a conocer por el compilador. La importancia de esta edición de su poesía es ser la primera realizada, en Cuba, después de 1959.

[8] Estas techas han sido suministradas por la escritora. Ver Aldo Martínez Malo, Confesiones de Dulce María Loynaz, Pinar del Río, 1993, p. 65. Jardín fue publicada por primera vez en España en 1951, por ella cito. La edición cubana data de 1993.

[9] La pionera en el estudio feminista de la obra de Loynaz en Cuba es Susana Montero. Ver “Semántica de la negación o la defensa de un espacio sin nombre”, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1991, s/p. (material mimeografiado). Luisa Campuzano ba realizado un examen de las crónicas y textos memorialistas de Loynaz que se publicará por Anthropos.

[10] Llamo prólogo w la pequeña acción —el entierro de la ¡una — que antecede a la Primera Parte de la novela y que juega con lo que ocurre en el epílogo, su desenterramiento (fragmentos distinguidos en el libro, además, en la tipografía). Respeto y empleo la denominación de Preludio que la autora da al paratexto inicial y que su editor español denomina Prólogo.

[11] Sobre el “pecado” de Bárbara y su “condena”, la escritora ba dicho lo siguiente: "Durante todos estos años se me ha preguntado si por fin Bárbara moría en la novela. Y he contestado .sinceramente, no lo sé; aunque me parece que ella está condenada a vivir por los siglos de los siglos, tal ve/, porque en ella se funden todas las mujeres del mundo, las que están vivas y las que están muertas y las que no han nacido todavía. No en vano su pecado ha sido el mismo, el primero: la curiosidad." Ver Aldo Martínez Malo, ob. cit.. p. 49.

[12] En Sarmiento se otorga un valor civilizador al poblamiento con inmigrantes europeos. Para Gallegos, en Europa se ha cumplido el ideal de la civilización, pero el poblamiento ha de salir de la propia nación, en un proyecto civilizador. La presencia foránea tiene en su novela un signo negativo, encarnado en el personaje de Mr. Danger, ni europeo ni civilizado, sino voraz yanqui.

[13] Adolescente desamparada. Barbarita sufrió el escarnio y la humillación de los hombres. La pérdida criminal de su única ilusión amorosa y su violación colectiva, la transforman en un ser vengativo cuyo impulso vital es “el aborrecimiento al varón”.

[14] La caracterización de Santos Luzardo no es polar. Gallegos le atribuye la herencia violenta de sus ancestros, lo cual justifica la decisión del personaje, de asumir las armas, si fuera necesario al pretendido saneamiento.

[15] Primer poemario formal de la escritora, fue publicado en La Habana en 1938; por esta edición cito.

[16]  Este poema fue publicado, por primera vez, en 1937, en la Revista Bimestre Cubana', fue incluido en Versos, y en 1984, por deseo expreso de la autora, en Poesías escogidas. Creo que su colocación al final de Versos es consecuente.

Bibliografía

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                     — “Jardín, una novela inatendida”, Ibidem, pp. 548-595.

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Sainz, Enrique. “Reflexiones en tornó a la poesía de Dulce María Loynttz”, Valoración múltiple. Dulce María Loynaz, ed. cit., pp. 194-213.

 

Ensayo de Nora Araújo

Doctora en riendas filológicas por la Universidad de Moscú.

Profesora titular de la Universidad de La Habana.
 

Publicado, originalmente, en: Iztapalapa Revista de Ciencias Sociales y Humanidades (RI) Nº 37 Julio-Diciembre de 1995, pp. 141-156/

Iztapalapa Revista de Ciencias Sociales y Humanidades es editada por el Consejo Editorial de la División de Ciencias Sociales y Humanidades

de la Universidad Autónoma Metropolitana de la Unidad Iztapalapa

Link del texto: https://revistaiztapalapa.izt.uam.mx/index.php/izt/article/view/1271

 

Ver, además:

 

Dulce María Loynaz en Letras-Uruguay

 

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