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Cronotopía y Modernidad en Cien años de soledad

Orlando Araújo Fontalvo[1]
orlandoaraujof@hotmail.com
Magíster en Literatura Hispanoamericana
Instituto Caro y Cuervo

El día en que García Márquez descubrió que el tiempo no podía ser rectilíneo y uniforme, que su tiempo narrativo podía ser circular o estarse quieto, o recorrer veredas distintas diferentes campos magnéticos, laberintos, espejos, ese día García Márquez descubrió la forma interior de su novela.
                                     Emir Rodríguez Monegal

La importancia del nivel cronotópico radica en la constatación de que la concepción del tiempo es rigurosamente correlativa con la concepción del mundo. Además, esta categoría expresa “la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la novela”[2]. A través del cronotopo se organizan los eventos narrativos de la obra y se posibilita la visión del tiempo en el espacio. La cronotopía permite, asimismo, la comunicación de la información narrativa. "En el cronotopo artístico literario tiene lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un modo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo".[3]

Ahora bien, la génesis cronotópica de Cien años de soledad conduce al lector desde la primigenia "aldea feliz" (pág. 90) "de veinte casas de barro y cañabrava" (pág. 79), "ordenada y laboriosa"(pág. 89), a un "campamento de casas de madera con techos de zinc, poblado por forasteros que llegaban de medio mundo en el tren" (pág.343). Un Macondo "próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como un pretexto para eludir los compromisos con los trabajadores" (pág. 478).

Después del diluvio, "Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados, esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de advenedizos que se fugaron de Macondo tan atolondradamente como habían llegado. Las casas paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano, habían sido abandonadas. La compañía bananera desmanteló sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada sólo quedaban los escombros. Las casas de madera, las frescas terrazas donde transcurrían las serenas tardes de naipes, parecían arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de borrar a Macondo de la faz de la tierra" (pág. 456), y convertirlo en "un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico" (pág. 558).

Es decir, el texto presenta la génesis, el desarrollo y la destrucción del microuniverso. La degradación del tiempo, a pesar de su naturaleza cíclica, corre pareja con el deterioro espacial de Macondo. Desgaste, progresivo e irrevocable, en donde los vocablos "peste" y "fiebre" participan de una serie de deconstrucciones y crean espacios verdaderamente polisémicos. Analizaré en detalle el siguiente "microespacio de lectura".

Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de transmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los nuevos inventos. (pág. 90, el subrayado es mío).

Si se observa con detenimiento, no es necesario forzar el texto para percibir que esa "fiebre de los inventos" que brota del fragmento anterior, está deconstruyendo la fórmula "fiebre del oro", que claramente remite al discurso de la Conquista. Tampoco debe olvidarse que la fiebre del oro engendró leyendas como las de El Dorado (en el propio territorio colombiano), y fue uno de los motores principales, si no el más importante, de la conquista del continente. Un análisis detallado permite sacar a la luz por lo menos dos cadenas de signos estrechamente vinculados con el motivo de la Conquista. Por un lado, los signos: "sueños", "ansias", "sortilegio", "locura"; por el otro, la imagen del sujeto semiótico que se construye con los signos que denotan la transformación del patriarca: de "emprendedor y limpio", a "descuidado en el vestir, con una barba salvaje". Este haz de elementos sígnicos actúa simultáneamente en el texto y remite a la formación discursiva y social de la España conquistadora.

Pero si esta difracción discursiva conduce al discurso de la Conquista, el sema de padecimiento que contiene el vocablo "fiebre" vincula el ansia enfermiza de los conquistadores con "los nuevos inventos", pilar fundamental de la modernidad, en tanto proyecto de modernización técnica. Estas conclusiones cobran mayor sentido un poco más adelante, cuando se lee en el texto la contaminación semántica: "fiebre liberal"(pág. 198). Es igualmente clara y rotunda la alusión al proyecto político de la modernidad occidental. Cien años de soledad repite una y mil veces que la "fiebre liberal", un mal moderno de América Latina, no ha producido sino ignominiosos e inútiles enfrentamientos bélicos.

Ahora bien, la semántica textual de Cien años de soledad instituye también la relación recíproca entre los vocablos: "fiebre" y "peste". Aparte de la fiebre de los inventos y la fiebre liberal, el cronotopo de la novela es asolado por una multiplicidad de "plagas" que es imposible no relacionar con las míticas plagas de Egipto. "La peste del insomnio"(pág. 133), "la peste del banano"(pág. 345), que significa el capitalismo, otro mal moderno de América Latina, "la peste de la proliferación"(pág. 304), "la plaga del diluvio"(pág. 433,439), "la peste de la maleza"(pág. 492), "la plaga de las alimañas"(pág. 462,469), y, finalmente, la fallida y terminal "fiebre de restauración"(pág. 462).

Es evidente, entonces, que la naturaleza sincrética del discurso de Cien años de soledad, vincula en el eje de la interdiscursividad formaciones discursivas, sociales e ideológicas provenientes de tradiciones culturales muy diversas. El Catolicismo, la historia de América, la explicación mítica de los orígenes, el elemento político, el hermetismo, el esoterismo, la modernidad, todo confluye en un singular cronotopo que conjuga las contorsiones y la rebeldía del barroco con la risa desacralizadora y paródica del carnaval. En ese orden de ideas, el mexicano Carlos fuentes ha acertado al sostener que "el tiempo mítico es uno de los elementos esenciales de composición en la nueva novela hispanoamericana, cuya revolución, no es otra que "una rebelión contra la noción sucesiva y discreta del tiempo y, por extensión, de la noción de un solo tiempo, una sola civilización, un solo lenguaje".[4]

La prehistoria de Macondo, por otra parte, corresponde punto por punto a lo que M. Bajtin en su momento llamó el cronotopo idílico en la novela. Y, más concretamente, al tipo denominado idilio familiar. En este cronotopo, de estructura circular y dinámica, a la manera de Cien años de soledad[5], el tiempo se caracteriza por parábolas que bien anticipan el futuro o dilatan el pasado; de manera que el presente se percibe también como pasado desde la perspectiva del futuro. Las anticipaciones y prospecciones son una fórmula recurrente tanto en el cronotopo descrito por Bajtín como en el construido por García Márquez.

Según el teórico ruso, este particular cronotopo expresa: "la sujeción orgánica, la fijación de la vida y sus acontecimientos a un cierto lugar: al país natal con todos sus rinconcitos, a las montañas natales, al río, al bosque, a la casa natal. La vida idílica y sus acontecimientos son inseparables de ese rinconcito espacial concreto en el que han vivido padres y abuelos, en el que van a vivir los hijos y los nietos. Este Microuniverso espacial es limitado y autosuficiente, no está ligado a otros lugares, al resto del mundo... La unidad de lugar, disminuye y debilita todas las fronteras temporales entre las vidas individuales y las diferentes fases de la vida misma. La unidad del tiempo acerca y une la cuna y la tumba (el mismo rinconcito, la misma tierra), la niñez y la vejez (el mismo boscaje, el mismo arroyo, los mismos tilos, la misma casa), la vida de las diferentes generaciones que han vivido en el mismo lugar, en las mismas condiciones, y han visto lo mismo. Esta atenuación de las fronteras del tiempo, determinada por la unidad del lugar, contribuye de manera decisiva a la creación de la ritmicidad cíclica del tiempo, característica del idilio".[6]

No cabe duda de que se trata del mismo cronotopo de la prehistoria de Macondo. Más aún, el cronotopo del idilio, escribe Bajtin, es un "microuniverso condenado a la desaparición"[7]. La desaparición final supone, en todo caso, una etapa previa de postración, en donde es posible que se modifiquen las características del cronotopo. No obstante, parece claro que dicho cronotopo es inclusive válido para la fase histórica y el desenlace de Macondo, "la ciudad de los espejos (...) arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres" (pág. 559).

Por otra parte, la unidad de lugar, típica del idilio, tiene una incidencia determinante en la percepción cíclica del tiempo por parte de los personajes de Cien años de soledad. Por ejemplo, el coronel Aureliano Buendía, al ser llevado a Macondo para su fusilamiento, le dice a Úrsula: “Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión de que ya había pasado por todo esto” (pág. 226). El tiempo idílico produce la revivencia de los mismos acontecimientos o, por lo menos, de acontecimientos estructuralmente idénticos. La conciencia discursiva de Úrsula revela muchas pistas sobre la génesis textual de la novela: “Ya esto me lo sé de memoria... es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio” (pág. 307). “Y una vez más se estremeció con la comprobación de que el tiempo no pasaba, como ella lo acababa de admitir, sino que daba vueltas en redondo”(pág. 463). La voz de Pilar Ternera, ya anciana, aporta la definición más célebre del tiempo en la novela: “La historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje” (pág. 534). Desgaste que ocasiona la desaparición del microuniverso que es Macondo, y cuya isotopía (repeticiones, volver al principio, dar vueltas en redondo, etc.) reafirma la validez del enunciado sobre la ausencia de progreso.

Luego de analizar el nivel cronotópico, se percibe claramente que a partir del tiempo y el espacio el texto refuerza la toma de posición de García Márquez: examinar de nuevo el modelo de modernidad que se ha impuesto en Latinoamérica. Una revisión a la luz de nuestra singularidad histórica y social, que respete nuestro mestizaje cultural y nuestro legitimo derecho a participar en la construcción de nuestro propio destino. Así las cosas, la cuestión que se impone consiste en determinar, en el universo significativo de Cien años de soledad, el sentido del enunciado sobre la falta de auténtico progreso. Para lo cual, resulta imprescindible terminar de completar la sintaxis de los enunciados que el texto repite a través de sus diferentes planos.

De otra parte, el enunciado sobre el incesto ratifica la pasión dominante de los Buendía, su destino de encerramiento de olvido y de soledad; tanto así, que su historia podría resumirse como la de una familia obsesionada con el incesto, que habría de buscarse “por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe”(pág. 558).

 

Los espejismos de la modernidad.

Este esfuerzo que hacen los unos por hacer coincidir un tiempo presente con unas mentalidades ancladas en el pasado y la imposibilidad de ponerse al día que caracteriza a los demás transcriben claramente la distancia que separa en el campo de lo simbólico dos tiempos diferentes de la historia.
                          Edmond Cros

La problemática del incesto, que sin duda determina la axiología de los personajes, reproduce el mensaje sobre el no progreso. Pues, desde el punto de vista psicoanalítico, en el desarrollo sexual de los seres humanos es natural la atracción del hijo hacia la madre o de la hija hacia el padre, es decir, los complejos de Edipo y Electra, respectivamente. Sin embargo, el desarrollo normal de la sexualidad lleva a los individuos a ubicar su deseo en un ser externo a la familia. Por lo tanto, toda inclinación hacia el incesto tiene, incontestablemente, connotaciones regresivas. Regresión que se hace estructural en Cien años de soledad. Además de esto, según Freud, el progreso sólo es posible cuando los individuos, a través de la renuncia productiva, han sustituido el principio del placer por el principio de la realidad. El resultado psíquico del dominio del principio de la realidad, es la transformación represiva del Eros, que precisamente comienza con la prohibición del incesto. Es decir, el progreso sólo se consigue mediante la transformación de la energía instintiva en energía de trabajo útil para la sociedad. De este modo, la sublimación represiva de los instintos fundamentales del placer hace posible el progreso cultural. Luego, la pasión incestuosa de los Buendía supone una estructura psíquica en la que los individuos son aún portadores del principio del placer. El Eros funciona entonces como una fuerza que domina la mente y el cuerpo de los seres, al tiempo que se levanta como el principio fundamental del no progreso.

Este discurso del no progreso genera, evidentemente, muchos conflictos al chocar contra los trayectos de sentido que se inscriben en el contexto de la modernidad racionalista. A continuación, voy a examinar tres instancias del texto que remiten a esta microsemiótica: la modernización, el liberalismo y el capitalismo.

Lo primero que salta a la vista en Cien años de soledad, es la manera en que los gitanos desarrapados introducen la modernización en el Macondo mítico. “Con un grande alboroto de pitos y timbales”(pág. 79). Además, a través de una serie de signos como “carpa”, “tambor”, “demostración pública”, “maravilla”, queda de manifiesto un discurso de naturaleza circense. Los nuevos inventos no son presentados ni apreciados en su dimensión tecnológica, sino que son vistos como curiosidades de circo. A partir de un discurso carnavalesco, basado en el principio de la risa, el texto se mofa del proceso modernizador, al deconstruir el mito del progreso acuñado en Europa por la burguesía ascendente y la filosofía positivista. Es bueno recordar con Bajtin que, en efecto, el carnaval significa la abolición de las jerarquías, los privilegios, las reglas y los tabúes. La visión carnavalesca del mundo supone también un nuevo sistema de relaciones intersubjetivas. El carnaval crea una comunicación fluida, libre de restricciones, etiquetas o reglas de conducta. Es el tiempo de la profanación, de la lógica al revés, de la parodia, de la ambivalencia, de la burla y el sarcasmo, de la abolición de las diferencias.

El imán, la lupa y el catalejo, los instrumentos de navegación, el hielo, la dentadura postiza, todo ese carnaval de inventos, no reporta en Macondo un mejoramiento de las condiciones de vida. El imán es utilizado, sin fortuna, para extraer el oro de la tierra, la lupa es vista como una potencial arma de guerra solar, el catalejo, para eliminar las distancias, la dentadura postiza como la clave de la eterna juventud, el hielo como un medio para transformar el clima. En fin, todo se diluye en una modernización folclórica que no es el producto de la ciencia, sino de comunidades tradicionalmente asociadas con el esoterismo y el hermetismo, a saber, los sabios alquimistas de Macedonia, los Judíos de Amsterdam o los sabios de Memphis.

No obstante, el tránsito del mito a la historia hace que en Macondo el sentido de los inventos se modifique de modo sustancial. La guerra solar y la alocada fábrica de bloques de hielo que haría de Macondo “una ciudad invernal”(pág. 108), es remplazada por el próspero negocio de hielo, que funda Aureliano Triste. Mientras la empresa del abuelo no pasa de ser un embeleco, el negocio del nieto significa prosperidad, pues, “en poco tiempo incrementó de tal modo la producción de hielo, que rebasó el mercado, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga”(pág. 337). En una palabra, el abuelo emprendedor es reemplazado por un nieto empresario. Así mismo, la frustrada obsesión del patriarca José Arcadio de vincular la población con el resto del mundo se realiza con la llegada del “inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo”(pág. 338).

En la semántica del texto, este proyecto modernizador tiene éxito en tanto significa un desarrollo autónomo fundado en la elaboración de productos locales “a partir de un material tan cotidiano como el agua” (pág. 108). La empresa de los tiempos históricos tiene, además, un desarrollo que es el resultado lógico de su propio crecimiento.

"Aureliano Centeno, desbordado por las abundancias de la fábrica, había empezado ya a experimentar la elaboración del hielo con base de jugo de frutas en lugar de agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundamentos esenciales de la invención de los helados, pensando en esa forma diversificar la producción de una empresa que suponía suya (pág. 337-338)".

Lo que antecede, ficcionaliza el desarrollo económico hispanoamericano en la época industrial previa a la invasión del capitalismo norteamericano. Los helados son el fruto de la experimentación y el ingenio de los macondinos, por eso tienen éxito. Los demás inventos de esta época, son traídos en el tren y causan incertidumbre y errores de decodificación. Ante el cine, por ejemplo, los habitantes de Macondo se indignan por lo que consideran una “burla inaudita” [...] “un nuevo y aparatoso asunto de gitanos” (pág.339). Para ellos, el gramófono no era un molino de sortilegio, “sino un truco mecánico que no podía compararse con algo tan conmovedor, tan humano y tan lleno de verdad cotidiana como una banda de músicos” (pág. 340). La llegada del teléfono, es la culminación del “intrincado frangollo de verdades y espejismos” (pág.340), en que los inventos mantienen a los habitantes de Macondo.

En cuanto a las luchas ideológicas, el texto transpone al plano de la ficción una de las constantes más dramáticas de la historia de América Latina: las guerras civiles entre liberales y conservadores. En primer término, el perfil ideológico de estas dos corrientes es delineado a través del discurso paródico de don Apolinar Moscote, miembro efectivo del partido conservador. Para quien los liberales “eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de descuartizar el país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema” (pág. 193). Como se ve, la realidad ficticia no se aleja del ideario liberal anticlerical, civilista y federal.

“Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas” (pág. 193). Lo propio sucede con el paradigma conservador: clerical, unitario y militarista.

El texto, muy a su manera, por supuesto, ya había instituido el enunciado “la palabra es fuente de poder”: “No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar” (pág. 104). El hecho, entonces, de que las definiciones sean pronunciadas por un funcionario del partido conservador, crea la evidente sensación de la ventaja. Los conservadores tienen el poder para decir que sus adversarios son gente de mala índole, mientras que ellos son, en realidad, los defensores de la fe de Cristo, pues han recibido el poder directamente de Dios. En este punto, sin embargo, quiero recordar que en la semántica textual de Cien años de soledad, el discurso religioso no es más que el gran invento de nuestro tiempo. Por esa razón, Aureliano Buendía, como si hubiera descifrado la microsemiótica que propone el texto (Biblia, invento, poder, autoridad, ventaja), no vacila en sostener que “si hay que ser algo, sería liberal, porque los conservadores son unos tramposos” (pág. 195).

El coronel Aureliano Buendía, héroe principal de la novela, es un personaje épico construido a partir de la figura histórica del general Rafael Uribe Uribe y el talante del patricio liberal Nicolás Márquez Iguarán, abuelo del escritor. En el coronel, se encarna el proyecto moderno de la ilustración en cuanto a los modelos de la realidad socio-política y económica. Sin embargo, la motivación de la carrera política y militar del coronel, como se vio arriba, no corresponde al deseo sincero de abrazar el ideario liberal, sino que es la consecuencia de una ética de la honradez.

El coronel, en realidad, no comprende cómo se puede llegar al extremo de hacer una guerra “por cosas que no podían tocarse con las manos” (pág. 194), o “Por qué era un deber patriótico asesinar a los conservadores” (pág. 197). Es decir, se hace liberal, pero no entiende su ideología. Y si no la entiende un clarividente como él, qué se puede esperar de los demás, ya que “casi todos los hijos de los fundadores estaban implicados” (pág. 197). Es la forma que tiene el texto de decir que el proyecto moderno llegó desde arriba, transplantado, y no fue jamás el fruto del convencimiento pleno de las masas del continente.

Una empresa con las fisuras que se han anotado, no podía terminar de otra manera. Sino como un “juego espantoso”(pág. 265), en el que “de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos” (pág. 266). Quizá por eso, el coronel promovió, no uno, sino “treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”(pág. 202). Necesitó mucho tiempo el coronel, sin duda, para darse cuenta de la imposibilidad de alcanzar sus objetivos. “Es un contrasentido. [...] Quiere decir, en síntesis, que durante casi veinte años hemos estado luchando contra los sentimientos de la nación”(pág. 176).

Si se considera como hipótesis, la idea de que Cien años de soledad es una especie de bildungroman, es decir, una novela de formación, eso explicaría el porqué el coronel Buendía “había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad” (pág. 278). En ese instante trágico, de conversión, el héroe problemático cae en la cuenta de que es imposible alcanzar valores auténticos en un mundo que se ha cosificado, y sólo entonces se siente seguro de que por fin “terminó la farsa”(pág. 278). Ya puede, sin problemas, retirarse para siempre de este mundo de mierda, y refugiarse en su taller para hacer y deshacer, exiliado en el desencanto, los pescaditos dorados de su madurez viril. En todo caso, “la única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho" (pág. 361).

El último elemento de esta microsemiótica de la modernidad, lo compone el capitalismo, introducido en Macondo por “el rechoncho y sonriente Mr. Herbert” (pág. 341). Es interesante anotar que este nuevo personaje tenía “ojos de topacio y pellejo de gallo fino” (pág. 341). Los gallos de pelea, en efecto, no sólo eran considerados por Úrsula como los directos responsables del éxodo familiar “hacia la tierra que nadie les había prometido” (pág.107), sino que desde los tiempos de la fundación de Macondo, fueron “los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado” (pág. 89). Por eso cuando José Arcadio segundo se hizo hombre de gallos, Úrsula fue contundente: “Te llevas esos animales para otra parte, ya los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para que ahora vengas tú a traernos otras” (pág. 299). El capitalismo que representa el gringo Mr. Herbert lleva, en su pellejo mismo, el sello incuestionable de la desgracia.

La penetración económica de la Compañía bananera fue responsable de la peste del banano que sentenció el destino del pueblo. Macondo no es ya una aldea apacible, sino “un campamento de casas de madera con techos de zinc, poblado de forasteros que llegaban de medio mundo en el tren” (pág.343). La muchedumbre de aventureros, la invasión de la plebe, transformó irremediablemente la antigua arcadia feliz en un cronotopo decadente, un basurero de perdición atiborrado de “cuerpos que a veces eran de borrachos felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de la pelotera” (pág. 344).

La aldea sufre una transformación social definitiva. Los técnicos y obreros de la compañía bananera se consolidan como nueva clase social, y en gran medida modifican su estructura semi-feudal. Al mismo tiempo, los gringos, que viven sin mezclarse con el resto del pueblo, imprimen en Macondo la composición social de un microuniverso colonizado por el capital norteamericano. Ahora son ellos, y no los liberales ni los conservadores, los que detentan el poder político y económico. Pues, al arribo de la compañía bananera, los antiguos policías descalzos que llegaron con el corregidor Moscote, “fueron reemplazados por sicarios de machete” (pág. 356), y los funcionarios de Macondo, sustituidos por forasteros autoritarios que el señor Jack Brown “se llevó a vivir en el gallinero electrificado, para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo”(pág. 356).

A partir de ese momento, los gringos tienen vía libre para explotar a Macondo. Las autoridades, locales y nacionales, civiles y eclesiásticas, carecen de voluntad y poder para frenar el “régimen de corrupción y de escándalo sostenido por el invasor extranjero” (pág. 362). Es más, haciéndose los de la vista gorda, contribuyen en la consecución de los objetivos norteamericanos. En este punto, cabe recordar que el ethos de la modernidad se edifica a partir de una revolución tecnológica y científica, que supone también una nueva extensión del capitalismo enmarcada en el desarrollo del imperialismo clásico, esto es, la explotación de los países que producen la materia prima por las naciones productoras de los bienes industriales.

La ceniza indeleble en la frente de los hijos del coronel, atestigua sutilmente la complicidad de la iglesia en el exterminio de todo aquel que, eventualmente, pudiera conspirar en contra del orden establecido. Bastó con que el coronel pensara en voz alta en contra de los gringos de mierda, para que “sus diecisiete hijos fueran cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza” (pág. 357). A pesar de la investigación exhaustiva que, como siempre, prometieron las autoridades, los asesinos son invisibles, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Asimismo, Cien años de soledad transpone a la ficción la huelga histórica de las bananeras (1928), que terminó con la matanza de los trabajadores en la estación de Ciénaga, Magdalena. A estas alturas de la novela, ya no es el viejo coronel quien representa los valores más elevados de la conciencia cívica y moral de Macondo, sino el líder sindical José Arcadio Segundo, antiguo capataz de cuadrilla de la compañía bananera. El texto de ficción se inspira en la realidad histórica hasta en los detalles; sin embargo, el paso de un plano al otro no se realiza directamente, sino a través de la mediación imaginativa. La inconformidad de los trabajadores, por ejemplo, se fundaba en la insalubridad de las viviendas, pues, los ingenieros de la compañía, en lugar de construir letrinas, llevaban a los campamentos “un excusado portátil para cada cincuenta personas y hacían demostraciones públicas de cómo utilizarlos para que duraran más” (pág. 423). A su vez, el engaño de los servicios médicos, se debía a que

"Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en una fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila varias veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas los números contados en el juego de la lotería (pág. 423)".

Finalmente, las condiciones de trabajo no tenían conformes a los empleados “porque no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía” (pág. 421). Esta imposición de los alimentos, no significa solamente el recurso de los gringos para financiar el regreso de sus barcos fruteros, sino que expresa, sobre todo, los efectos del régimen neocolonialista que impone los valores del superestrato dominante.

Lo relevante de la transformación del dato histórico en episodio de ficción, no es la peripecia en sí, sino el juego de enunciados que va instaurando la semántica del olvido. En primer término, los ilusionistas del derecho establecen la inexistencia legal de los trabajadores de la compañía, así, cuando sobreviene la matanza, es imposible pensar en “un inventario de muertos”. El régimen corre, de este modo, un velo sobre el exterminio. En efecto, enunciados como “no ha pasado nada en Macondo”, “tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre, “tampoco él creyó la versión de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar” (pág. 432), “seguro que fue un sueño”, “en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando, ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz” (pág.434), consolidan una microsemiótica que funciona como una segunda peste del olvido, que organiza, difunde e impone la versión oficial de los acontecimientos: “no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia” (pág. 433).

Como dice Jacques Joset, “masacrar a los rebeldes no sirve de nada si no se mata a la vez la crónica de la masacre” (pág. 48). Es decir, se impone el silencio y el discurso oficial sustituye a la verdad histórica. Por esa razón, ya casi al final de la novela, cuando Aureliano Babilonia se incorpora al mundo y cuenta la interpretación que le inculcó José Arcadio Segundo sobre el incidente de las bananeras, “había de pensarse que contaba una versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares” (pág. 479). Se plantea de este modo la problemática substancial de la Nueva Novela Histórica: La verdad novelesca en oposición a las mentiras oficiales de un discurso histórico predeterminado por la ideología del poder.

Retomo en este punto el mensaje del no progreso, para subrayar que este enunciado del genotexto se halla deconstruido y redistribuido en la modelización fenotextual de Cien años de soledad. Recuérdese también que los dos tipos principales de concepto del progreso que caracterizan al período moderno de la civilización occidental son el progreso técnico y el progreso humanitario. El primer concepto es de naturaleza cuantitativa, mientras que el segundo se refiere al progreso cualitativo. El resultado del progreso técnico es el dominio del medio ambiente humano y natural, y, por supuesto, la creciente riqueza social que se produce gracias al aumento de los conocimientos y las capacidades del hombre. A su vez, el resultado del progreso humanitario estriba en que los hombres son cada vez más humanos, en que disminuyen la esclavitud, el capricho, la opresión y el dolor. La cuestión es que el progreso técnico parece ser la condición previa para un eventual progreso humanitario. Un mayor grado de dominio de la naturaleza aportaría la riqueza social necesaria para rescatar al hombre de la esclavitud y la pobreza y catapultarlo hacia la libertad. No obstante, el progreso técnico no supone automáticamente el progreso humanitario. El progreso técnico es condición previa de la libertad, pero no significa per se la realización de una mayor libertad. Un Estado totalitario bien desarrollado es el ejemplo que propone Marcuse para comprender esta situación.

Por otra parte, en el concepto de progreso que ha caracterizado a la civilización occidental desde el siglo XIX, se nota una tendencia de despojar al concepto de toda clase de valores. Lo que supone que el elemento cualitativo del progreso se diluya en la utopía. El único valor que funciona como principio inmanente de este moderno concepto de progreso es la productividad. La creciente producción de bienes y valores utilizables por el hombre convierten a la productividad en una especie de monstruoso autopropósito del progreso moderno. En el contexto de la sociedad industrial, el trabajo se convierte en el contenido de la vida misma. Sin embargo, este trabajo no tiene necesariamente que satisfacer al individuo, en tanto sea socialmente útil. Este trabajo extraño, que niega a los hombres la realización de sus capacidades y necesidades espirituales, anula la posibilidad de la satisfacción personal, la realización, la tranquilidad y la felicidad.

En ese sentido, el progreso se fundamenta en la infelicidad y la insatisfacción. La desvalorización de la felicidad y el placer subordina estos conceptos a la mera productividad social. En una palabra, ni la felicidad ni la libertad son compatibles con la idea de progreso. El concepto de progreso legitima incluso la falta de paz, pues la guerra puede ser vista como un mecanismo válido y efectivo para garantizar, más tarde o más temprano, el mejoramiento y la satisfacción de las necesidades humanas.

Por todo lo que antecede, y a manera de conclusión, debo decir que resulta en extremo significativo que en las fisuras de la modernidad de Macondo, en ese espacio mítico por excelencia, el único mito ausente sea precisamente el mito del progreso. No hay progreso posible sin libertad ni felicidad. En ese sentido, pienso yo, Cien años de soledad le apuesta a la utopía del progreso humanitario. En la ciudad de los espejismos, en efecto, las bondades de la modernidad son una ilusión, los proyectos modernos no son una vivencia ni una imaginación colectiva de las gentes de Macondo. Por tanto, su interpretación resulta inadecuada. El sentido de la modernidad, no es el fruto de una interiorización auténtica. Por eso la modernización es un circo, el liberalismo, un ideario intangible y sin porvenir, el capitalismo, una sangrienta forma de explotación y una velada estratagema de represión instaurada por el imperialismo norteamericano. 

Esta sintaxis de mensajes cifrados en una textura dialógica e intertextual, cobra aún más sentido si se relaciona con el discurso abiertamente carnavalesco que instaura la novela, pues, "la carnavalización de la instancia narrativa y con ella de la alta cultura, más una rutilante autoconciencia políticoliteraria anticanónica, se articularon en Cien años de soledad en un juego desjerarquizador con respecto al gran canon euronorteamericano. Gracias a la renarrativización, el texto juega con todo orden de códigos narrativos, antiguos, modernos y contemporáneos. Pero sobre todo, inventó un nuevo cronotopo, una nueva articulación espaciotemporal más allá del realismo y de la ficción moderna, para darle inusitada y ejemplar expresividad a un contradiscurso de autorrepresentación".[8]

Sin perder de vista que, en esencia, el carnaval revierte los valores dominantes y subvierte el poder, pienso que la toma de posición de Cien años de soledad reclama, no sólo la revisión de las prácticas sociales de América Latina, sino sobre todo el redireccionamiento de todo el proyecto de la modernidad racionalista de Occidente. El mérito mayor de Gabriel García Márquez fue, en todo caso, construir un universal alegato de participación sobre el lomo de un discurso transculturador que, en apariencia, no pretendió nunca ser otra cosa que buena literatura. La actualización de un vasto sistema de disposiciones adquiridas en el espacio cultural e ideológico del Caribe colombiano, enfrentado y afectado por el influjo del campo del poder y, por supuesto, de los diferentes campos de producción cultural del continente, desembocó, providencialmente, en un proyecto estético espléndido, a caballo entre el barroco y el carnaval, sin más pretensión que la de descubrir los pliegues identitarios de América Latina en la maravillosa cotidianidad de su cultura popular.

Notas

[1] Jefe del Departamento de Literatura del GIMNASIO DEL NORTE, Bogotá.

[2] BAJTIN, MIJAIL. Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989, pág. 237.

[3] Op. Cit., pág. 238.

[4] FUENTES, CARLOS. Valiente Mundo Nuevo; México, Fondo de Cultura Económica, 1992, pág. 43.

[5] Véase: "El tiempo curvo de García Márquez", en Repertorio crítico, Op. Cit., págs. 317-374.

[6] BAJTIN, MIJAIL. Op. Cit., pág.376-7.

[7] Op. Cit., pág. 384.

[8] RINCÓN, CARLOS. García Márquez, Hawthorne, Shakespeare, De la Vega y Co. Unltd. Bogotá, I. C. C., 1999, pág. 91.

Orlando Araújo Fontalvo
orlandoaraujof@hotmail.com
 
Magíster en Literatura Hispanoamericana
Instituto Caro y Cuervo

Tomado de Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid 
Autorizado por el autor

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