“La casa” de Mujica Lainez y otras casas
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La Casa pertenece al género de narraciones donde se finge que el protagonista es un objeto inanimado: una moneda, un paraguas, un coche...[1] Por lo general son narraciones humorísticas, alegóricas o moralizadoras. La Casa se diferencia de todas ellas en que es poética; y lo es porque está contada por la Casa misma y la voz es tan convincente como la de una persona viva. El lector entra inmediatamente en el juego ilusorio de la primera frase —“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir”— y se maravilla, no del hecho de que la Casa hable —puesto que ya ha aceptado esta convención—, sino de la psicología femenina de la Casa. Es una Casa que nació en la calle Florida, en 1885, y ahora, en 1953, mientras la van demoliendo, nos cuenta su vida y la vida de sus sucesivos habitantes. Es, pues, una autobiografía que contiene varias biografías. Sello de calidad: lo que más vale es la autobiografía. Su “yo”, en la mejor tradición de las novelas escritas con el punto de vista del narrador protagonista, no es omnisciente: “a ese secreto no lo conozco yo” (p. 76). Y, en la mejor tradición de las novelas lineales, ordena los recuerdos cronológicamente: muy pocas veces tiene que retroceder para rescatar una anécdota olvidada. El lector, pues, no cuestiona la verosimilitud de una casa parlante porque reconoce las maneras realistas de un narrador tradicional. No sólo eso: el lector, como ante las novelas psicológicas del siglo XIX, comprende más a la heroína de lo que la heroína se comprende a sí misma. Porque la verdad es que la Casa vive perpleja entre mundos que están en diversas dimensiones. La dimensión más alejada de la Casa —y la más próxima al lector— es, naturalmente, la humana. Una familia oligarca, elegante pero no exenta de locos y criminales, con el pasar de las generaciones decae y es desplazada por criados, mucamas, malevos y prostitutas. La Casa, aunque se queja de “la falta de comunicación que existe entre el miando de los hombres y el mío” (p. 22), prefiere, de los hijos del aristocrático matrimonio de don Francisco y Clara, a los hermosos y alegres Gustavo y Tristán y no a los feos y taciturnos Paco y Benjamín. La segunda dimensión es la de los objetos que la Casa ve y oye dentro de sí: cuadros, esculturas, frescos, tapices, ornamentos, alcobas... Toda esa viviente “cosidad” comenta con murmullos y gritos las acciones de la “humanidad” y aun es capaz de intervenir en ellas, como cuando el brazo de una estatua detiene al compadrito Vagnoli en su caída por la escalera y lo mata. Las figuras pintadas en el techo italiano del comedor disputan con las figuras tejidas en el tapiz de Beauvais; disputan “en mi interior”, dice la Casa, como pensamientos en un cráneo. La Casa, por su parte, conversa con casas vecinas y escucha las campanadas de distantes edificios de Buenos Aires. La tercera dimensión es la única que la Casa siente como sobrenatural: el fantasma de Tristán —asesinado por su hermano Paco—, el Caballero fantasma que no se sabe desde cuándo ni por qué está allí, el Ángel Custodio que anuncia la muerte de la Casa... Por el vecindario deambula el fantasma de una casa demolida; y la Casa presiente que ella también se afantasmará después que la acaben de reducir a escombros. Estas tres dimensiones se interpenetran, a la manera de novela gótica, en las páginas 47-57. Es —cuenta la Casa— “uno de los episodios más extraños de mi vida”. Clara, en una noche de fiesta, oye el angustiado grito de Paco, su hijo loco. ¿Qué ha pasado? Casi nada. Un espiritista, se puso a evocar muertos, el fantasma de Tristán decidió hacerse visible y Paco lo ha visto, todavía disfrazado de arlequín, exactamente como estaba cuando veintiocho años atrás lo asesinó en una noche de Carnaval. Los hombres y las mujeres que se divierten en la fiesta no se enteran de la aparición del fantasma de Tristán. “En cambio los míos sí —cuenta la Casa—, los míos sí se alarmaron —los míos: las pinturas del techo del comedor, las estatuas de la galería, las figuras de los cuadros, los personajes del tapiz— y gritaron simultáneamente: ‘¿qué pasa? ¿qué pasa?’ ”. La Casa es neurótica. Sufre de complejos de culpa: la de haberse identificado en la juventud con el lujo y la frivolidad de la familia. Sufre humillaciones: la de verse, en la vejez, ocupada por sirvientes. Pero lo deslumbrante de esa sensitiva Casa es el estilo con que habla, rico en transposiciones de arte al modo de los parnasianos, en sinestesias al modo de los impresionistas, en símbolos al modo de los expresionistas. Estilo proustiano. Que la Casa, al recordar su pasado, hable como el Marcel de A la recherche du temps perdu. produce un efecto curioso. La Casa, en vez de ser vista por un hiperestésico Marcel, mira hiperestésicamente como si ella fuera un MarceL Mujica Lainez ha usado con frecuencia el recurso retórico de atribuir cualidades humanas a muros, escalinatas, patíos, habitaciones... Así en “El grito” (Aquí vivieron, 1949), “El hombrecito del azulejo” (Misteriosa Buenos Aires, 1951), “El retrato” (El brazalete y otros cuentos, 1978). En este último ocurre que una casa se enamora de un retrato; como el propietario vende el retrato, la casa se venga matándolo a él y después se suicida derrumbándose. Pero en ninguna de sus narraciones logro la perfecta prosopopeya de La Casa. Oscar Hermes Villordo me ha contado que en una ocasión Mujica Lainez le mostró una casa de la calle Florida y le dijo: “De ahí salió La Casa”. Entonces Villordo le preguntó si, al escribirla, había recordado aquella exclamación del Corifeo en Las Fenicias de Eurípides: “Aun la casa lloraría, si fuera capaz de comprender el dolor de los hombres”. No. Manucho no conocía tal frase. Es más: ignoraba que su tema tuviera tradición literaría. La tiene, sí. Y en homenaje a la memoria de Mujica Lainez voy a reunir algunos datos que le hubieran divertido. Los clasificaré en dos partes: casas construidas con planos que se originaron en la literatura y, por otro lado, narraciones escritas con temas inspirados en casas. 1. La arquitectura literaria El hombre construye su vivienda con la forma que mejor conviene a su vida, pero a veces esa forma es disparatada. He leído en el New York Times que el fotógrafo James J. C. Andrews anuncia la publicación de un álbum con fotografías de los edificios más grotescos de los Estados Unidos: edificios con forma de elefante, de barca, de tetera, de zapato, de gansa... La culpa es del folklore. 1.1. Folklore. Thomas Fleet había publicado unos cuentos tradicionales con el título de Mother Goose[2]. Pues bien: un fanático de esos cuentos ha erigido en la ciudad de Hazard, Kentucky, una casa, con forma de gansa. Por el mundo de lengua inglesa circula el cuento infantil de la mujer que vivía dentro de un zapato. Pues bien: en el pueblo de Hallam, Pennsylvania, hay una señora que se ha hecho confeccionar una casa con forma de zapato... Adefesios más que edificios. 1.2. Literatura. No sólo el folklore se ha instalado en la arquitectura. También se infiltraron los gustos, caprichos y teorías de literatos para quienes la arquitectura fue una forma de revelar su personalidad. Un caso extravagante de obsesión por las torres tanto en la historia de las bellas letras cuanto en la historia de las bellas piedras es William Beckford. En 1782 escribió Vathek, novela “gótica”. El califa Vathek, nieto de Harun al-Rashid —el de Las mil y una noches— levanta cinco palacios, uno para cada órgano sensorial, y desde una torre tendida hacia el cielo se cae a una cripta honda como el infierno. Con las mismas ideas estéticas que, a fines del siglo XVIII, se hacía literatura —es decir, con ideas de “lo pintoresco” y “lo sublime”—, Beckford, no contento con la novela Vathek, se hizo construir, entre 1797 y 1818, la Abadía de Fonthill; tenía una altísima torre que se desmoronó en 1825. Fue una casa particular que materializó los sueños y locuras de su dueño. (Más lejos que la ficción novelesca de Beckford fue la ficción urbanística de Barthélemy-Prosper Enfantin, 1796-1864, lector de Sáint-Simon y fundador de utopías. Planificó una Ciudad Nueva con forma de cuerpo humano. En la cabeza, academias, para los estudiosos; en el estómago, fábricas y talleres; en las piernas, paseos y parques; y a los pies, salones de baile.) 1.3. Escritores. Entre los muchos escritores que se han hecho construir casas de acuerdo con sus propios planos arquitectónicos se destacan: Horace Walpole, Walter Scott, Washington Irving, Mark Twain, Thomas Hardy, Bernard Shaw, Antón Chejov, Edith Wharton, Max Beerbohm, Carl Gustav Jung, Jack London, Robinson Jeffers, Eugene O’Neill, Malcom Lowry, y, en la Argentina, Enrique Larreta y Ricardo Rojas. Algunos de ellos incurrieron en mal gusto. Thomas Hardy, que además de novelista era arquitecto, se construyó una casa tan espantosa que, al verla, los admiradores que lo visitaban creían haberse equivocado de dirección. Suzanne H. Crowhurst Lennard, que ha examinado casas diseñadas por algunos de los escritores que mencioné más arriba, se detiene especialmente en la estructura de la vivienda del psicólogo Cari Gustav Jung en Bollingen, cerca de Zurich[3]. El mismo Jurg, en su autobiografía, se había referido a la significación de la “Torre” que hizo levantar allí, entre 1923 y 1955: ”Tuve que lograr una especie de representación en piedra de mis pensamientos más íntimos y del conocimiento que yo había adquirido [...]. Tal fue el comienzo de la “Torre”, la casa que me edifiqué en Bollingen[4]. Crowhurst Lennard explica esa significación señalando con detalles concretos la relación entre carácter y casa. Carácter de Jung: individualista, solitario, introvertido, sensual, simbolizante, atento a lo profundo e ilógico. Casa de Jung: aislada entre lago y bosque, con una torre circular y techo puntiagudo, patios, muros y ventanas angostas que distribuyen luces y sombras... Estos ejemplos de casas construidas para dar satisfacción a la mentalidad de escritores pertenecen a la “arquitectura literaria”. En cambio, pertenecen a la “literatura arquitectónica” los escritos alusivos a la arquitectura. 2. La literatura arquitectónica Me refiero no a narraciones que sugieren al lector vagas imágenes de una celda o de un laberinto, sino a temas explícitamente vinculados con la arquitectura. 2.1. Metáfora de la casa-cuerpo. Abundan ejemplos, desde la antigüedad. Vitruvio observó: “En el cuerpo humano hay una armonía simétrica [...] y también en los edificios perfectos” (De architectura, s. I a.C.). Conocido por muy pocos especialistas es el libro del doctor en medicina Luis Lobera de Ávila: Remedio de cuerpos humanos y silva de experiencias (Alcalá de Henares, 1542), donde compara nuestra anatomía con las partes de una torre fortificada. Los ojos son dos atalayas, la boca es un molino que muele con muelas, la nariz es un caño de desagüe, etcétera. (Probablemente Santa Teresa de Ávila sacó de ahí la alegoría del “castillo interior del alma” que tanto le sirvió en Las Moradas.)[5] 2.2. Casas que se expresan como si tuvieran almas, y almas armadas como si fueran casas. La variación más sobrecogedora sobre el tema de la casa personificada es el famoso cuento de Edgar Allan Poe, “The Fall of the House of Usher” (1839). El título lo dice todo. “La caída de la Casa Usher” es de veras la historia de la caída de la Casa Usher, y “usher” significa “ujier”, portero que hace entrar o salir. El nombre “Casa Usher” —dice Poe— se refiere “tanto a la familia como a la mansión familiar”. Desde la primera frase hasta la última, el leitmotiv es la perfecta identificación entre mansión y familia. Caen juntas, la casa, abatida por la tormenta; la familia, por la locura y la muerte. La casa es expresiva como un rostro: tiene “ventanas como ojos vacíos” (“vacant eye-like windows”). Por su parte, el rostro de Roderick Usher, cuando enloquece, adquiere “una rigidez de piedra” (“a stony rigidity”). Por falta de espacio no puedo detenerme a analizar las sutilísimas alusiones con que Poe va reforzando la analogía entre la caída de una casa y la decadencia de una familia. Apuntaré unas pocas, más bien obvias. Roderick tiene la impresión de que vive dentro de una casa también viva. Le parece que la vegetación adherida a los muros ha sensibilizado la casa, que el reflejo de ésta en el estanque indica que la casa reflexiona como un cráneo, y que él, Roderick, es el pensamiento enfermo dentro de ese cráneo. Consciente de que se está volviendo loco, Roderick improvisa una balada: “El palacio invadido” (“The Haunted Palace”). La balada cuenta que el rey Pensamiento vivía en un hermoso palacio. Los detalles de la descripción del palacio constituyen una alegoría: cada detalle corresponde exactamente a un rasgo de la cabeza humana. Las doradas banderas del techo son las guedejas rubias del pelo. La blanca y orgullosa muralla es la frente. Las dos luminosas ventanas son ojos. Las perlas y rubíes de la puerta del palacio son los dientes y labios en la boca. Los sonidos que por allí salen son las palabras del sabio e ingenioso rey. Las fuerzas malignas que se apoderan del palacio son las de la locura que se apodera del rey. Entonces los viajeros ven a través de las ventanas iluminadas de rojo (ojos ahora enrojecidos) formas fantasmagóricas. Se oyen ruidos discordantes (manifestaciones de locura) y en la pálida puerta (la boca) ya no hay sonrisas. En contraste con la tétrica casa de Poe suena la voz de una casa que expresa su felicidad al ver que, después de una larga ausencia, vuelven a habitarla los agradecidos amantes: “La Casa” (Con algo de magia, 1983) de María Hortensia Lacau. 2.3. La casa interiorizada en el alma. Un ejemplo poético tomado de Rainer María Rilke, Cuadernos de Malte Laurids Brigge, 1910: Nunca más he vuelto a ver esa notable mansión que después de la muerte de mi abuelo pasó a manos extrañas. Tal como la puedo evocar en mis recuerdos infantiles no es un edificio completo. Está todo roto en mi memoria: una habitación acá, otra allá, y una parte del pasillo que no comunica a esas dos habitaciones entre sí sino que se conserva como un fragmento independiente. Así es como todo está , desparramado en mí: las habitaciones, las escaleras que descendían con lentitud ceremoniosa y otras escaleras angostas que subían en espira^ en cuya oscuridad se avanzaba como la sangre por las venas. [... ] Es como si la estructura de la casa, al caer dentro de mí desde una inmensa altura, se hubiese hecho añicos en lo más íntimo de mi ser. No poética sino humorística es la situación del arquitecto Khipit, que lleva interiorizado en el alma el palacio que el rey Shahpesh le ha encargado: me refiero al cuento de George Meredith, “The punishment of Shahpesh, the Persian, on Khipit, the Builder” (The Shaving of Shagpat, 1898). La situación es cómica. El, arquitecto, por pereza, deja a medio construir el palacio y se contenta con hablar de la idea que tiene de potenciales salones, galerías, pasadizos, etc. El rey finge que esa idea se ha materializado y obliga al arquitecto a que se apoye en cosas que no existen y camine sobre puentes sin terminar; el arquitecto se da porrazos, cae en espacios vacíos y sufre la humillación impuesta por la diferencia entre lo ideal y lo real o, como diría Aristóteles, entre “la potencia y el acto”. 2.4. La casa amoldadora de las peculiaridades de sus habitantes. Montesquieu, en Les lettres persones (1721) habla de un oriental que llega de Ispahan a París en 1720 y al ver edificios muy altos cree que sus habitantes son astrólogos. ¿Y no es verdad que uno ve una casa rara y en seguida se imagina que quien la habita también ha de ser raro? Algo parecido le ocurre a un personaje de la novela de G. K. Chesterton, The man who was Thursday, 1908: El forastero que miró por primera vez esas contrahechas casas rojas no pudo menos de pensar en la rara forma de cuerpo que deberían tener sus habitantes, para poder encajarse en ellas. La correspondencia entre una casa fea y su feo habitante fue el tema de un ingenioso cuento del chestertoniano Manuel Peyrou, “El jardín borrado” (La noche repetida, 1953)[6]. Acaso el ejemplo más exagerado de casa con energía plasmadora es el cuento de Ramón Gómez de la Serna, “La casa triangular” (El dueño del átomo, 1945). La fuerza de su forma geométrica es tal que acaba por modificar la realidad. Toda la vida de Adolfo y de Remedios queda afectada por la trigonometría de la casa. Los hijos serán trillizos, con la cabeza en vértice. El matrimonio terminará en el clásico triángulo: esposo, esposa y amante. 2.5. El habitante ausente. Adolfo L. Pérez Zelaschi, en “Evangelina” (Más allá de los espejos, 1949), hace que el narrador visite una casa vieja, desalquilada. Mientras recorre sus habitaciones desiertas va imaginando cómo debió ser la mujer que vivió allí y acaba por enamorarse de esa imagen. 2.6. La casa fantástica. Alejo Carpentier, en Viaje a la semilla, 1944, describe el proceso mágico de una casa que, demolida, desde sus escombros vuelve a levantarse y al mismo tiempo cuenta retrospectivamente el “viaje a la semilla” del hablante de esa casa, desde su muerte hasta que es concebido en un óvulo. William Tenn, en “La casa obediente” (The house dutiful, en The Seven Sexes, 1968) es aún más disparatado: una casa fabricada por seres extraterrestres de gran poder mental y depositada en nuestro planeta cobra vida y con psicología de sirviente cumple a las maravillas con la función de servir los menores deseos de sus habitantes; tanto, que acaba por controlarlos. Cierro este catálogo con un cuento mío sobre una ciudad-biblioteca con casas-libros habitadas por sus propios personajes: “La botella de Klein” (En él telar del tiempo, III, 1982). La situación es tan artificiosa que indica el agotamiento, si no del tema, seguramente del autor. Notas: [1] La Casa, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1954. Ya escrito este ensayo, leo importantes confidencias sobre la génesis de La Casa en El mundo de Manuel Mujica Lainez. Conversaciones con Maria Esther Vázquez, Buenos Aires, Editorial Belgrano, 1983, pp. 75-76. Véase, además, de Jorge Cruz, Genio y figura de Manuel Mujica Lainez, Buenos Aires, Eudeba, 1978. En lo que se refiere a aventuras de objetos inanimados recuérdese, del mismo autor, el libro-protagonista de “Memorias de Pablo y Virginia” (Misteriosa Buenos Aires, 1951): se trata de un ejemplar de la novela Paul et Virginie de Beraardin de Saint-Pierre.
[2] Mother Goose, Boston, 1919. Estos cuentos no parecen emparentados con los Contes de ma mére VOye (1697) que se atribuyen a Charles Perrault. Más bien derivan —según Mary Adair, Short Story Studies, Boston, 1930— de los cuentos que surgieron de una leyenda del siglo X: la reina, en la corte de Robert I, habría dado a luz una gansa.
[3] Explorations in the meaning of Architecture, New York, 1979,
[4] Memorias, sueños, Reflexiones (original alemán: Erinnerungeny Traume, Gedcmken, Zurich, 1962.
[5] Debo el conocimiento del libro del español Lobera a un trabajo todavía inédito de Francisco Márquez Villanueva: “El simbolismo del Castillo interior: sentido y génesis*’ (1967). La alegoría de la torre del “Libro de anatomía” en el Remedio de cuerpos humanos ha sido reproducida en A. Hernández Morejón, Historia bibliográfica de la medicina española (Madrid, 1842), n, pp. 307314. Incompletos y por otra parte ajenos a nuestro tema; son los ensayos de Ellen Eve Frank, Literary Architecture, University of California Press, 1979.
[6] Lo he resumido en “Manuel Peyrou; las tramas de sus cuentos”, Letras de Buenos Aires, I, 1 (nov. 1980), p. 24. |
Ensayo de Enrique Anderson Imbert
Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. Tomo XLIX - Enero-Junio de 1984 - N° 191-192 Buenos Aires
Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras
Ver, además:
Manuel Mujica Lainez en Letras Uruguay
Enrique Anderson Imbert en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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