Nueva York, 1986 - los apresurados

Cuento de Jorge Amado

Tras una semana en la cama, con neumonía -lo que me consolaba era ver a Zélia en el mismo lecho con fiebre alta, empapada en sudor, ¡esto sí que es solidaridad!-, bajo por primera vez al vestíbulo del hotel, donde me espera un periodista de "El País", de Madrid.

Invierno riguroso, el Central Park está helado, el termómetro marca catorce bajo cero, el Congreso Internacional del Pen Club acaba de finalizar sin que hayamos siquiera aparecido ni una vez por las sesiones. El hotel está abarrotado de congresistas llegados de cerca de cuarenta países. Envuelto en el abrigo, y con las solapas levantadas, intento pasar inadvertido con el deseo de evitar explicaciones y lamentos.
Al salir del ascensor veo a Mario Soldati, que se dirige apresurado a la cabina. También él me vio, estoy seguro. Finjo no verle, él finge que no me ve, y pasamos uno junto al otro, casi rozándonos, como si no nos conociéramos.

Al día siguiente, sin prisas, con toda calma, sentados en los sillones del vestíbulo, hablamos de todo un poco. En la calle, frío, viento, nieve. Somos viejos amigos, lectores uno del otro, sus novelas (Le festin du Commandeur, L'Ami Jesuite) me parecen de lo mejor de la narrativa contemporánea. Además, Soldati presidió el jurado del Premio Internacional Nonino, que me fue concedido en 1984. Más que un premio, una fiesta italiana de confraternización y alegría: polenta, cabrito, pasta -los mejores fetuccini que he comido en mi vida-, vinos y aguardiente, la grappa Nonino, claro.
Esta grappa que, según me informó Soldati con evidente conocimiento de causa, y yo lo repetí en el breve discurso que pronuncié y que nadie oyó en aquel barullo ensordecedor, no contenta con ser la mejor del mundo es además afrodisíaca.

Pensamientos

Tengo horror a los hospitales, a los fríos corredores, a las salas de espera que parecen antesalas de la muerte o, mejor aún, cementerios donde las flores pierden lozanía. No hay flor hermosa en un camposanto. Tengo, con todo, un cementerio mío, personal. Yo lo construí y lo inauguré hace algunos años, cuando la vida hizo madurar mis sentimientos. En él entierro a aquellos a quienes maté, es decir aquellos que para mí han dejado de existir, a aquellos que murieron: los que un día tuvieron mi estima y la han perdido.

 

Cuando alguien rebasa todo límite y me ofende, no me enfado ya con él, no me enojo ni me pongo furioso, no me peleo, no corto mi relación, no le niego el saludo. Lo entierro en la fosa común de mi cementerio -en él no existen panteones familiares, tumbas individuales, los muertos yacen en la fosa común, en la promiscuidad de la vileza, de la maldad. Para mí, aquél fulano se ha muerto, ha sido enterrado, haga lo que haga ya no puede molestarme más.

Son raros estos entierros -¡menos mal! -. Sólo a veces un pérfido, un perjuro, un desleal, alguien que ha faltado a la amistad, que ha traicionado al amor, alguien que fue excesivamente interesado, falso, hipócrita, soberbio - la impostura y la presunción me ofenden fácilmente-. En el pequeño y deslucido cementerio, sin flores, sin lágrimas, sin sombra de añoranza, se pudren unos cuantos sujetos, unas pocas mujeres. A unos y a otras los he barrido de la memoria, les he retirado la vida.

 

Encuentro en la calle a uno de esos fantasmas, me paro a conversar, escucho, corespondo a las frases, a los saludos, a los elogios, acepto el abrazo, el beso fraternal de Judas. Sigo adelante. Él piensa que me ha engañado una vez más, y no sabe que está muerto y enterrado.

 

Cuento de Jorge Amado 
"Navegación de cabotaje" (Apuntes para un libro de memorias que jamás escribiré). Editado en 1992.

 

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