En el muelle

Cuento de Jorge Amado

El hombre del chaleco azul no respondió. Estaba mudo, con el enorme chaleco azul cayendo sobre los pantalones de brin pardo, más pardo todavía por la suciedad.

Afuera, la noche era lírica. La poesía de la noche llegaba hasta el mostrador grasiento por un trozo de luz de luna que caía sobre las piedras de la calle, las estrellas que asomaban por las puertas abiertas, el lejano sonido de una guitarra que alguien tocaba, al mismo tiempo que una voz de mujer, una tibia voz lúgubre, cantaba cierta canción sobre amores perdidos en su distante mocedad. Quizá más que el claro de luna y que las estrellas, que el perfume pecaminoso de los jazmines en el palacete próximo, quizá más que todo eso, la tibia voz de la mujer que cantaba en la noche perturbó los corazones cansados de los hombres que bebían, sentados en cajones o recostados en el mostrador.

El del gran anillo falso repitió la pregunta, ya que el hombre del chaleco azul no respondía:

—Y usted, so babosa, ¿nunca tuvo una mujer?

Pero fue el rubio quien habló:

—¡Bah, una mujer... ! Docenas de mujeres en todos los puertos. La mujer es bicho que nunca falta al marinero. Yo, por mi parte, las tuve a docenas...

Hizo un gesto con las manos, abriendo y cerrando los dedos. La prostituta escupió por entre los dientes cariados y miró con interés al rubio marinero:

—Corazón de marinero es como las olas del mar que van y vienen. Bien que conocía a José de Santa. Un día se fue callado en un navío que no era el de él...

—Y además —continuó el marinero— un hombre de mar no puede anclar en carne de mujer ninguna. Un día se va, la dársena queda vacía, viene otro y atraca. Mujer, mi bien, es bicho más traicionero que un temporal de viento.

Ahora un trozo de luz de luna forcejeaba para entrar por la puerta, iluminando el suelo de tablas gruesas. El del gran anillo falso le tocó el chaleco con el facón de cortar carne seca:

—Habla, babosa. ¿No es cierto que es exactamente una babosa? ¿Ustedes han visto alguien tan parecido a una babosa? ¿Tú ya has tenido mujer?

La prostituta rió a carcajadas, pasó el brazo por el pescuezo del marinero rubio y entonces rieron juntos. El del chaleco azul bebió el resto del aguardiente que había en el vaso, se limpió la boca con la manga del saco y continuó:

— ...ustedes no saben dónde fue; fue muy lejos de aquí, en otro puerto, en otra tierra mucho mayor. Fue en un café. Me acuerdo el nombre: “Nuevo Mundo”.

El del anillo pidió más aguardiente, dando un puñetazo en la mesa.

—Yo conocía a la amiga de ella; estaban las dos y también un muchacho; yo tomaba un trago con un compañero y se conversaba de las ruindades de la vida. Dicen que no hay amor a primera vista pero es mentira.

La prostituta apoyó la cabeza y apretó un poco más el brazo fuerte del marinero rubio. La voz de la mujer que cantaba llenó de súbito la sucia escena del bar.

“Se fue para nunca más volver..

Se quedaron oyendo. El del anillo sorbía el aguardiente en pequeños tragos como si fuese un licor exquisito, mientras esperaba, ansioso el rostro, que el hombre del chaleco azul continuase.

—¿Qué importa? —dijo éste y se limpió la boca con la manga del saco.

—La luna está grande y bonita. Hace mucho tiempo que no la veo así —susurró la prostituta, pegándose más al rubio.

— ¡Cuenta! ¡Cuenta lo demás! —pidió el del gran anillo falso.

—Así fue. Como ya he dicho, estaba con un amigo echando un trago. Y él se estaba quejando de la vida: la mujer de él con achaques, el dinero escaso... Estaba triste; yo también me estaba poniendo triste. Entonces entró ella. Venía con otra, ¿ya lo dije?

—Lo dijo, sí —aclaró el marinero rubio, que comenzaba a interesarse por la historia.

Hasta el español, dueño del negocio, se recostó en el mostrador para oír. La voz de la mujer que cantaba venía en sordina del fondo misterioso de la noche.

El del chaleco azul dio las gracias con un gesto al marinero rubio y continuó:

—Así fue. Venía con otra y un tipo. A la otra yo la conocía, me encontraba con ella desde otros tiempos. Pero, oigan, casi ni vi a la conocida, sólo la veía a ella.

—¿Era morena? —preguntó el del anillo falso, que tenía debilidad por las morenas.

—¿Morena? No. No era morena ni rubia tampoco, pero, es gracioso, parecía una extranjera, gente de otra tierra.

—Sé cómo es... —dijo el rubio, que era un marinero de un barco de carga que estaba varado en alta mar.

El del chaleco azul le dio las gracias con otro gesto. La prostituta murmuró muy arrimada al marinero:

—Tú lo sabes todo... —sonrió—. Mira cómo está la luna... Grande, grande y tan amarilla...

—Es como dice este mozo... —dijo el del chaleco azul señalando al marinero con el labio—. Parecía viajera de un barco venido de lejos. No sé cómo llegué cerca. Parece que fue el amigo que estaba conmigo que se acercó para hablar con la otra. Entonces la otra nos presentó; nos quedamos conversando... qué fue lo que se habló, juro que no lo sé... Sólo la veía a ella y ella no hablaba, sino que reía; unos dientes blancos, blancos que ni arena de la playa... Mi amigo hablaba, contaba sus tristezas. La otra también hablaba, pienso que lo consolaba, pero en verdad no lo sé. Ella y el tipo estaban callados, pero ella reía —sonrió recordándolo y sonriendo habló—, y fumaba de prisa. Los ojos de ella... —se detuvo recordando—. No sé cómo eran los ojos de ella... —sacudía las manos—. Pero parecía el hada de una historia que el negro Asterio contaba a bordo del navio sueco, aquel que se fue a pique en la boca del Coqueiros...

El del anillo pasó el pie por el rayo de luna, escupió y preguntó:

—¿Y el borracho que estaba con ella era dueño de esa embarcación tan marinera?

—Bueno, tenía aire de que no. Más parecía amigo... Lo único que sé es que ella reía, reía, los dientes blancos, el rostro blanco, los ojos...

Ahora metía los dedos por los bolsillos del chaleco azul, torpe de manos, hasta que resolvió vaciar el vaso de aguardiente.

—¿Y después? —quiso saber el del anillo.

—Pagaron. Se marcharon los tres. También me fui... volví al café muchas veces. Una vez la vi de nuevo. Venía de lejos, tengo la seguridad. De muy lejos, no era de esa tierra. ..

—¡Tan bonita la luna...! —dijo la ramera con los ojos tristes.

Quería decir otra cosa pero no encontró las palabras.

—De lejos ¿quién sabe si del fondo del mar? Sólo sé que vino y se fue. Sólo eso sé. Ella no reparó en mí, pero hasta hoy me acuerdo de la manera de reír, de los dientes, de la manera de fumar de prisa.

Y el vestido —casi gritó de alegría al recordar el nuevo detalle— el vestido de mangas abiertas. ..

Apuró el vaso, estiró los labios, ya no estaba alegre. La voz de la mujer que cantaba en la noche lírica se iba apagando poco a poco:

“Se fue para nunca más volver..

—¿Y después? —preguntó nuevamente el del anillo falso.

El del chaleco azul no contestó y la prostituta no sabía si él estaba mirando la luna o alguna cosa que ella no veía, allá, más allá de la luna y de las estrellas, más allá del cielo, más allá de la tranquila noche. Tampoco nunca supo por qué sintió aquellas ganas de llorar.

Y antes de que viniesen las lágrimas salió con el marinero rubio a la fiesta del plenilunio.

El español se recostó en el mostrador para oír las aventuras del hombre del anillo falso, pero el del chaleco azul estaba ahora de nuevo, indiferente, mirando la luna amarilla en el cielo. El del anillo interrumpió la historia de una mujerzuela, que contaba con grandes gestos, y volviéndose hacia el español, señaló al del chaleco azul:

—¿No parece exactamente una babosa?

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur"  .ISSN: 0035-0478 Año XII Nº 96 septiembre de 1942

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

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                     Jorge Amado en LetrasUruguay

 

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