Tablero desierto
Héctor Alvarez Castillo

a Fernando Pedró

Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero, agota el campo de lo posible.

Píndaro, III Pítica

Tal vez, cuando deslizó el peón a cuatro rey, lo que buscaba era hablar, decir algo que, durante esa larga tarde, no podía ser trasmitido de otra manera. Los seres humanos hemos creado diversos lenguajes y, sin duda, éste es uno más en esa vasta serie, con una sintaxis y una gramática que lo hacen particular, con distintos grados en la maestría, con sutiles pero profundas diferencias en su comprensión. Quien entienda esa gramática con mayor naturalidad, dirá lo suyo de mejor manera. Es una idea que tengo hace años; quizá sólo sea una vaga impresión, sin ninguna teoría que demuestre y dé crédito a mis palabras, pero regulares observaciones, la reflexión sobre distintas posiciones, hasta la forma de poner el cuerpo ante el tablero —hechos de los que he sido no sólo espectador—, me dan los argumentos y la confianza suficientes para intentar estas páginas.

He sido testigo de las acciones de Arnold. Los primeros días lo he visto desde lejos, pero cuando las semanas se fueron sucediendo y nuestro trato inicial se transformó en una peculiar forma de la amistad, desde ese entonces puedo declarar que compartíamos todo el tiempo que pasábamos en el círculo. Vale decir, todas las noches hasta que la madrugada se imponía en los horarios y el bufetero nos invitaba a partir. No sólo he sido testigo de los actos de Arnold, mucho de lo que supe vino de su boca, a veces como confesión, otras por descuido, así como esa tarde cuando intentó hablar, cuando buscó darle sentido a su juego y con él también a su vida.

Lo que hace del ajedrez una afición singular es su posibilidad de perfección. Arnold podía equivocarse en una partida y dejar de ser complaciente consigo mismo, pero, al día siguiente, cuando otra vez estuvieran sus dieciséis piezas en el lugar inicial, la posibilidad de regular cada suceso y realizar una labor que no dejara nada librado al azar volvería a pertenecerle. Sería un dios, un dios que gozaba en esos instantes de sumo gobierno sobre un orden limitado y preciso, dispensado a su juicio. Y cuando hasta entrada la noche permaneciera reunido con otros ajedrecistas analizando sin pudor y disecando planes y variantes, no lo abandonaría el conocimiento de que esos extensos y cotidianos ejercicios eran necesarios para alcanzar lo que él se había fijado como meta. El análisis exhaustivo le resultaba otra nota a favor del juego. Aunque la vida quedara del otro lado del mundo, esquiva a las intervenciones del hombre.

En los sueños iba de casillas blancas a casillas negras, mejorando el orden de las piezas, la estructura de los peones; no sentía presiones, era libre, recorría el tablero de una banda a la otra. Las pesadillas retornan a nuestra mente una noche tras otra, con un sabor amargo y un dejo de locura; pero este sueño, que a Arnold le era frecuente, era un sueño que le traía paz, que hacía que por las mañanas todo le fuese más sencillo. En las primeras horas, luego de despertar, se sentía liviano, grácil. Lavarse la cara y vestirse, en esas ocasiones, eran acciones fáciles de ejecutar. Con el transcurso de las horas el día se iba haciendo más difícil y esa excitación adolescente lo iba abandonando. Una noche soñó algo extraño, un hombre mayor, un anciano de larga barba, descansaba adormecido encima de sus propios brazos, apoyado sobre una vieja mesa. La barba no terminaba de crecer, iba poblando la superficie lisa, se iba tiñendo de sombras y claros. Este cabello, lacio o ensortijado, dibujaba la forma del tablero; los hilos se conjugaban como trenzas, fuertes como cadenas. Al despertar, la nitidez se le hizo bruma en la memoria. Nunca más pudo recuperar esa imagen. La sensación de algo esencial que se disipa lo acompañó por semanas.

En una de las oportunidades en que el encuentro ya se había prolongado horas de más en el café de Hugo, fuera del círculo, me contó una breve anécdota de sus primeros días como ajedrecista. Era de ir a las simultáneas que en esos años se organizaban los fines de semana en Buenos Aires. Y en una de ellas, sobre la calle Florida, se reunieron dos de los principales maestros del país, con la singularidad de que el mayor había sido profesor del otro. La propuesta era que éstos fueran alternando jugadas ante los mismos rivales. Una modalidad que ahora no es usual y que en aquel entonces animaba las exhibiciones. Esa vez Arnold presenció un acto del que no se pudo olvidar y que, de alguna manera, señaló diferencias entre su noción del ajedrez y la de la mayoría. Él siempre dijo que lo suyo no era competencia, lo suyo era restaurar un orden. Al buscar la mejor jugada anhelaba enmendar un desarreglo. El discípulo, a quien le tocaba el turno, sin disponer de otra continuación que el abandono, siguió de largo y le cargó ese acto a su maestro. El mayor, cuando dio su giro por las mesas y alcanzó el tablero de la deshonra, aceptó el destino, dio la mano al desconocido que se hacía con la victoria y, minimizando el gesto, se dedicó a los otros juegos.

La única distracción que le conocí a Arnold fue su gusto por la música para piano, algunas sonatas y conciertos de Mozart, su afición por Cole Porter. Afirmaba que en lo popular era la mejor muestra de lirismo y delicadeza. Nunca discutí con él sobre esto y pienso que si un hombre de convicciones tan profundas, como mi amigo, opinaba de esa manera, Cole Porter tiene suficiente derecho para ver su nombre en esta historia. Imagino a Arnold recién levantado, frente al tablero, probando jugadas hasta dar con la solución y de fondo Té para dos, Fácil de amar, Después de ti. Él está callado, sólo tararea de vez en cuando alguna melodía. Bebe agua y café a intervalos. El libro, el juego y su dedicación conciben un ámbito en el que nada ni nadie penetra.

Son muchas las cosas que uno puede relatar acerca de alguien, aún cuando en su mayoría éstas sean superfluas, ya que, alcanzado un punto, el oyente está en condiciones de deducirlas por sí mismo. Pensado esto, tal vez haga mal en divulgar costumbres de Arnold de poca importancia, pero, relativo a él, todo lo que agreguemos parece digno de valor. Infinidad de veces nos dejaba para ir al lavatorio, abría la canilla y sumergía las manos como si viniera de realizar una tarea que mancillara su cuerpo. Aprolijaba lo que estuviese a su alrededor, desde servilletas, vasos, lapiceras, cualquier objeto, incluso cuando éste no le perteneciera. Las puertas eran otra de sus manías. No le gustaba verlas abiertas. Se levantaba una y otra vez para mantenerlas cerradas. Jamás se retiraba de un lugar sin asegurarse de que las luces estuviesen apagadas. El control hasta de los mínimos detalles sobre lo que lo rodeaba era tan habitual que nosotros habíamos dejado de apreciarlo. Sin embargo, él era quien no perdía la conciencia de que cualquiera de estas actitudes, llevada al extremo, encerraba un peligro. Limpiar a tal punto es matar, asesinar; Arnold lo sospechaba. De alguna manera sentía que era capaz de tomar un arma. Limpiar, matar y arreglar. Extinguir sobre una superficie las marcas, lo que se ve, lo que se nota. Pero, algo nos sorprendió una noche de viernes. A Evaristo, en medio de un análisis, se le volcó el café. Las piezas quedaron en medio del líquido negro y pegajoso que iba inundando el tablero. Y Arnold, abstraído y a la vez diligente, comenzó a levantar una por una las maderas, primero los peones, luego los caballos, las torres, al fin el rey. Allí tomó el trapo húmedo que le alcanzaba el sordo Benati y dejó cada cosa como antes. Hubo un largo silencio y luego todo prosiguió como si nada.

No recuerdo cómo me enteré, si lo oí al pasar en la voz de otro o de él mismo. Arnold vivía con una hermana quince años menor, alegre, una chica linda. Eso lo fui sabiendo meses después cuando la conocí, por casualidad, y me animé a verla un par de veces. Del primer encuentro le conté, luego supe que no debía hacerlo. Mientras me escuchaba empezó a transpirar, todo él estaba alterado. No lograba concentrarse y, durante esa noche, su persona delató un estado de agitación inusual. Equivocaba reiteradamente los juicios, dejaba piezas en el aire, en las variantes siempre se le escapaba algo. No era él o era el otro Arnold, el Arnold oculto que ganaba la pulseada. Lo que nadie sabía era hasta dónde podía llegar ese triunfo.

Cualquier sala de ajedrez, a la hora de un torneo, alimenta una creciente densidad que se divulga entre las mesas, una tensión progresiva. Los cuchicheos no mitigan el cálculo y menos la ansiedad que va en aumento. El uso del tiempo es lo que delata en los ajedrecistas la mayor o menor decisión al momento de la jugada, que siempre puede ser decisiva. Algunos no abandonan la mesa nunca, otros se levantan de su asiento como si se tratara de un paseo y andan entre los otros juegos, observando posiciones que no son las suyas, con aire despreocupado. Ese murmullo de los habitúes y de los jugadores es el ruido de fondo que hacia el final de las rondas se distingue, especialmente, del clima de las primeras movidas, mientras el reloj de los que continúan en la disputa avanza sin freno. La derrota o el error son un abismo para cualquiera de éstos. Están aquéllos a quienes no los afecta, son los que mueven las piezas como si se tratara de una práctica más, aquéllos que contemplan la gravedad del tablero siempre desde afuera. Los otros, los que siempre buscan algo más que matar el tiempo, los que como Arnold, como yo mismo, anhelan restaurar el orden, ésos no pueden dejar de sentir la herida, el dolor, la pérdida. El nivel alcanzado hará a ésta más profunda, más tolerable, pero, la incisión ha sido hecha, está y se hará sentir. El goce y la crueldad que viven en el juego están allí; lo que salva es la obsesión por la jugada justa, la palabra exacta, la luz que ilumine el sentido y enmiende la vida en un gesto de pureza. Arnold estaba tras esto, por eso cada escollo que surgía no hacía más que persuadirlo a continuar, le daba nuevas herramientas para acometer esa labor que recuerda al gigante que, con terribles esfuerzos e infatigable voluntad, empuja una enorme roca por la ladera de una montaña y que cuando alcanza la cima advierte cómo sus fuerzas caen vencidas ante la fatalidad absurda a la que fue entregado, vuelta al origen de su misión, bajo su propio peso, pero que, lejos de rendirse, es el hombre que recupera fuerzas e inicia el ascenso una y otra vez.

La historia familiar que alcancé a conocer es sencilla. Si soy sincero debo confesar que a ella la vi más de un par de veces. Mi amigo descendía de alemanes. Su padre llegó a Buenos Aires durante el segundo gobierno de Yrigoyen en un barco que lo trajo de África, de un continente que no era su país, a otro más alejado aún del mundo en el que se había criado. Provenía de una ciudad cercana a Berlín. En ella había logrado un título de ingeniero que lo conectó dentro de la comunidad germana ya instalada en el Río de la Plata y, en una de las reuniones a las que con frecuencia era invitado, la esposa del hombre con quien comenzara a trabajar le presentó a Eloisa. Una joven delgada que vio a su primer hombre en esa velada con el pudor y la ambición en tornadizo vaivén. Arnold fue el segundo hijo varón del joven matrimonio, pero una temprana desgracia hizo que se transformase en el único hasta el nacimiento de Irene. Los recuerdos que como hermano mayor guardaba de los iniciales pasos, de los primeros balbuceos y palabras de su hermana, estaban tan nítidos en su memoria que costaba creerlos tan lejanos en el tiempo. Cuando hablaba de esa historia, de esas historias, siempre se adivinaba en sus ojos algo distinto; se corría un velo que le desnudaba la conciencia a los otros y a él mismo. La muerte de la madre —no sé si debo decir muerte— la desaparición de la madre, apenas unos meses después de la llegada de Irene, es un detalle que ha quedado como la huella del lápiz en el boceto de un artista.

Hay que regresar en el tiempo a ese viernes 16 de marzo en el cual se celebró el cincuentenario de nuestro círculo. La comisión de torneos había trabajado durante varios meses para que se reunieran ocho equipos de las instituciones más importantes de nuestra ciudad y de la provincia. Para el campeonato por equipos a cuatro tableros y un suplente, estábamos bien preparados. A siete minutos teníamos a dos especialistas que venían de jugar el Argentino. Yo estaba como suplente; Arnold iba como tercero, había vencido en el selectivo delante de quince. Yo entré en la última, cuando él ya tenía asegurado el primer puesto e hicimos tablas después de la apertura. La noche anterior conversamos acerca del equipo de Jaque Mate y del Club Argentino, que iban a ser los rivales más duros. Nos dimos ánimos, comimos liviano y cada uno se fue a su casa a descansar. Sólo quedaron dos o tres aficionados de tercera analizando una partida de Tal.

A las veinte se hizo el sorteo y cuando faltaban pocos minutos para largar la primera rueda y Arnold no llegaba, nos comenzamos a intranquilizar. Intenté comunicarme a la casa. No atendió nadie. Me llamó la atención la ausencia de Irene. No me había comentado acerca de ninguna salida y a esas horas siempre estaba leyendo o viendo alguna película. Arnold no se presentó ni a la primera ni a la segunda partida. Para la tercera íbamos segundos; yo estaba jugando bien, pero ciertas ideas no me dejaban en paz. La sucesión de movimientos que hacen a un juego a siete minutos no era buena ocasión para distraerse, sin embargo, cada tanto, nos mirábamos entre los integrantes del equipo. Todos sabíamos qué teníamos en mente.

Arnold no se presentó en toda la noche. Terminamos primeros. En los festejos, entre la alegría y los brindis, hablamos de ir a su casa; nuevamente intentamos por teléfono, pero nadie tomó el llamado. Al fin, decidimos que al otro día yo iría a visitarlo para saber qué había sucedido.

A la Dama en más de una ocasión le va mal en este juego, debe sacrificarse para dar caza al Rey contrario o, si fuese necesario, hacerlo a tiempo para la salvación de su monarca. Una vez que se halló la jugada, después de los cálculos propiciatorios, hay que hacer a un lado la duda y dar el zarpazo. La sorpresa es fundamental, este factor torna inevitable el desenlace, el rival siente un frío que le recorre el cuerpo y hasta al jugador más avezado se le nota en el rostro el desagrado y ese destello de pánico que lo recorre ante algo que no se previó. La Dama con su entrega debe transfigurar la realidad. No hay sacrificio de Dama que no sea un gesto estético, de un arte superior en la práctica de nuestro juego. Irene era bellísima, siempre sonriente. Yo la veía abrir la puerta de calle, recibirme con sus cabellos mojados cayendo sobre el cuerpo que horas después descansaría a la par del mío, después del amor, con el ritmo de su respiración aún alterado. Era bellísima, muy distinta de las otras mujeres con las cuales había estado por esos años y que iría conociendo en lo que me restaba de vida hasta este día en que me he decidido a relatar, de alguna manera, esta historia de la que sólo hay fragmentos para ofrecer y sobre los cuales un buen tejedor debe crear la malla que no deje fuera los deseos ni el dolor, las aspiraciones más profundas de los protagonistas, sus esperanzas; debe deslizarse en sus secretos sin ser el pez ni el agua, siendo el océano mismo.

Una vecina contó que pasado el mediodía Arnold había salido de su casa con una valija y una campera en la mano. Se saludaron y él le hizo una broma. Estaba contento, sonrió cuando se despidió y alcanzó a tomar un colectivo tras apresurarse unos pasos. Dentro de la casa, Irene colgaba de una cuerda. El cuerpo a esas horas aún debía estar caliente. Nada hablaba de una pelea. Nadie oyó los gritos de una discusión, golpes ni llantos. Cada objeto estaba ubicado en el sitio exacto. Los platos y las tazas del café descansaban en el secador de la cocina. No quedaban restos de comida ni una camisa mal dispuesta. Nada que hablara de prisa o desidia. Sólo resultó extraño que en la mesa del salón principal se encontrara el tablero de ajedrez vacío. No se hallaron las piezas. Ella, desde esa altura en la que yacía sin ropas, con las hematomas en el cuello, con su cabello suelto sobre la delgada figura, era el único agravio al orden instalado en el hogar de los Müller.

Cumplí con lo dicho al finalizar el torneo aniversario y al salir de la oficina fui hacia la casa de Arnold, lo más temprano que pude. El timbre sonó, golpeé la puerta y las ventanas, batí las palmas con mayor ruido. Hice lo posible para que algún ser con vida atendiera mi presencia. El hombre que vivía al lado se acercó, luego vino otro y conversamos acerca de los hermanos hasta que apareció un policía que supo calmarnos. No existían motivos para tanta inquietud, pero yo veía cómo los presentimientos de la noche anterior se iban concretando mientras no era capaz de traducir en palabras mis temores, sin que lograra desviar la atención de esos funestos pensamientos. La mujer de la que hablé antes nos contó de mi amigo. De Irene lo último que se sabía era que la otra tarde había regresado de hacer compras y que no se la había vuelto a ver.

Después sucedieron otras cosas, después se abrió la casa, se llegó a esa verdad. Se buscó a Arnold, se lo buscó día y noche sin dar con él. Hubo un juicio en silencio que hizo el Estado y un juicio público que alguna vez animamos en el círculo, entre todos los que fuimos sus compañeros, juicio en el que, con los años, también participaron los nuevos socios que iban conociendo esta narración.

Todo se vendió o se lo llevaron unos primos lejanos que aparecieron entrado el invierno. Yo con lo único que me he quedado es con su colección de mates en dos que, como tal vez dije antes, fue lo que lo acompañó a todos lados los últimos días. Además guardo una foto en la que se lo ve, en la sala que siempre prefirió del círculo, concentrado ante un final difícil, pero perfecto.

Metamorfosis
Héctor Alvarez Castillo

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