Octavio Paz cumple cien años
Harold Alvarado Tenorio
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Octavio Paz

T.S. Eliot, uno de los primeros poetas que leyó, produjo, a Octavio Paz (Mixcoac, 1914-1998), una gran impresión y le abrió las puertas de la poesía moderna. Eliot le habría mostrado la vía de reconciliación entre el mundo moderno y la tradición, enseñándole que el pasado está en el presente, el eterno ahora, donde en un instante confluyen ayer y mañana.

Paz nació y creció en una gigantesca casa donde su abuelo tenía una biblioteca de doce mil volúmenes. Un abuelo defensor de los derechos de los campesinos y autor de una de las primeras novelas mexicanas que tratan el tema. Su padre fue abogado y un influyente pionero en asuntos de reforma agraria, que acompañó a Emiliano Zapata durante la revolución y fue su representante en Estados Unidos. A los diez años Paz estaba familiarizado con la literatura moderna de España y América, y con Novalis, Nietzsche y Marx. Estudió literatura en la Universidad de México pero se negó a graduarse, abandonando los estudios para ir a Yucatán donde fundó una escuela secundaria y descubrió por sí mismo el pasado de México. Durante algunos años, luego de su regreso de España, vivió en Ciudad de México donde colaboró en la creación de revistas e hizo traducciones del francés, alemán e inglés. En 1945 entró en el servicio diplomático. Su primer destino fue París (1946-1951) donde conoció a Bretón, Supervielle, Camus, Sartre. Durante los años cincuenta trabajó en Japón e India, sumergiéndose en la poesía oriental, en su pintura y arquitectura y en los clásicos del Budismo y el Taoísmo. Permaneció en el servicio exterior hasta 1968, cuando renunció como protesta contra la violenta represión del gobierno contra los estudiantes en La Plaza de las Tres Culturas durante la Olimpíada. Durante un tiempo enseñó en la Universidad de Texas y fue Profesor de Estudios Latinoamericanos en Cambridge y de Poesía en Harvard. Luego regresó a México para editar las revistas de poesía y política Plural y Vuelta.

La Guerra civil española cambió su vida, sus concepciones, y el rumbo de su poesía. El joven mexicano taciturno se tornaría un escéptico ante las posibilidades de una transformación de la condición humana. En 1937 Paz asistió al congreso de escritores antifascistas convocado en Valencia, la ciudad meridional que se había convertido en sede del gobierno Republicano con la presidencia de Manuel Azaña.

Un lustro más tarde visitó Estados Unidos, donde había vivido, durante el destierro de su padre. A los veintitrés años encontró un país, que estando en guerra, pasaba por uno de sus mejores momentos. Luego de ser testigo de los raids de la policía contra los pachucos; asistir a la creación de las Naciones Unidas en San Francisco y dar conferencias en Vermont, se instaló en Berkeley para estudiar literatura latinoamericana. Allí se vio a sí mismo y a su país desde la otra orilla, experiencia que le ofreció la imagen inicial para componer su famoso libro El laberinto de la soledad  (1956).

Paz interpreta la historia de México como resultado de tres grandes rupturas: la conquista, la independencia y la revolución. Con una prosa brillante, plena de artificios, imágenes, epigramas, visiones y generalidades retrata la vida, el pasado y el presente de México, meditando la historia con lucidez, conjurándola, poniendo en su sitio  los dioses de la soledad mexicana, los estrechos caminos del nacionalismo y los miedos ante el mundo. Tratando de asimilar el pasado, sugiere Paz, la Revolución, instintiva, brutal, tierna e impredecible, permanece como un activo equivalente de la fiesta más que como un programa racional. Sus héroes, Zapata, Villa y Carranza, convertidos en mitos, están sumergidos en un baño de sangre como el de Cuauhtémoc. Es necesario escapar de ese México y retornando a los orígenes, construir una verdadera alma a la nación. La fiesta, es decir la Revolución, fue el encuentro del país consigo mismo.

La certeza de que la soledad es nuestra substancia íntima, medula el volumen. Estamos desamparados, desnudos en un mundo de violencia y sin dioses. Somos, por primera vez en nuestra historia -dice Paz-, contemporáneos de todos los hombres.

En París fue influenciado por el surrealismo. En esta escuela encontró el camino para negar la cultura occidental, que buscaba al escribir El laberinto de la soledad: independencia de los sistemas políticos y las ideologías. El surrealismo, que propuso abolir la realidad opresiva de unas sociedades decadentes que se creían únicas y verdaderas, le permitió expresar las tendencias más ocultas, del ser y la historia, mediante la imaginación y la poesía. En El amor loco  de Bretón y El matrimonio del cielo y el infierno de William Blake, descubrió la identidad del amado con la naturaleza: las palabras, las frases, las sílabas y los astros -que giran alrededor de ese centro móvil y fijo- son dos cuerpos que se aman y terminan por cubrir la página donde se escribe, donde por la existencia del amor, existe el poema.

El surrealismo confirmó, además, su creencia en la eternidad del arte, que sobrevive a los imperios, a los partidos, a los dioses, y que sin servir a nada ni a nadie,  es la libertad misma porque el hombre se crea y se conquista con su ejercicio, acto irrepetible, único y total. Paz se halló entonces en el centro de un mundo que había buscado con angustia: el erotismo y su otro rostro, el amor. Erotismo, alma del lenguaje y su espina dorsal, porque como éste y aquel, son una invención social, la veraz relación con el Otro.

Piedra de Sol  (1957), es uno de los poemas más notables del siglo XX. No hay duda que debe mucho al surrealismo, y aunque se burle de las abstracciones, en él subsisten rasgos de los orígenes metafísicos del poeta. Es un homenaje al planeta Venus, cuyos 584 días cíclicos están representados por sus 584 endecasílabos. Venus es la Estrella de la Mañana (Phosphorus o Lucifer) y la Estrella de la Tarde (Hesperus o Vésper).

Asociado a la Luna, a la humedad, al agua, a la vegetación naciente, a la muerte y resurrección de la naturaleza, -anota Paz en la nota que puso a la primera edición- para los antiguos mediterráneos el planeta Venus  era un nudo de imágenes y fuerzas ambivalente: Istar, la Dama del Sol, la Piedra Cónica, la Piedra sin Labrar (que recuerda al pedazo de madera sin pulir del taoísmo), Afrodita, la cuádruple Venus de Cicerón, la doble diosa de Pausanias, etc...

Pero también, y además, un poema de reconciliación entre la noche y el día, el amor y la guerra, el sueño y la memoria, el silencio y el discurso: Una voz cae a través del  tiempo y el espacio, busca contactos, los despojos cósmicos de las catástrofes históricas flotan. El amor surge como la única salvación posible: el deseo de poder encarnar en el presente, donde la carne, saciándose, pueda dar orden momentáneo al caos. Mujer y mundo se hacen un solo cuerpo para que, quien habla o lee, recoja sus fragmentos y avance sin cuerpo, a tientas por otros mundos que no son su memoria. Entonces el espacio detiene el viaje. Paz desciende y recuerda una visión a las cinco de la tarde, con el sol sobre los muros de piedra, cuando las jóvenes abandonaban el colegio y olvidando el nombre de la muchacha, el poeta canta a la mujer en una serie de letanías metáforas. Luego recorre lugares de México y Berkeley e ingresa en uno de los pasajes más citados del poema, una escena de la Guerra civil española: el bombardeo sobre la Plaza del Angel, en Madrid en 1937. El amor, otra vez, permite encontrar la identidad perdida, derrumba alambradas y rejas, destruye a aquellos que se han hecho escorpiones, tiburones, tigres y cerdos para el hombre. La pasión, la locura de amor, el suicidio de quiénes aman, el adulterio, el incesto, la ferocidad amatoria, la sodomía, etc., son preferibles a la enajenación y a la aceptación de una sociedad que nos arruina.

En Piedra de sol la violencia y el sacrificio son ofrendas a dioses hambrientos y exigentes. Las mitologías cristiana y azteca brindan el escenario y dotan de cuerpo a figuras como Lincoln, Moctezuma, Trotsky y Francisco Madero, asesinados en la búsqueda del bien. Incapaz de lograr la totalidad ansiada, la voz vive en el deseo y la nostalgia por lo sagrado, que fugaz se revela en las antiguas ruinas de las religiones o en los cuerpos donde el amor tiembla omnipresente, concluyendo: 

-¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?, ¿cuándo somos de veras lo que somos?, bien mirado no somos, nunca somos a solas sino vértigo y vacío, muecas en el espejo, horror y vómito, nunca la vida es nuestra, es de los otros, la vida no es de nadie, todos somos la vida -pan de sol para los otros, los otros todos que nosotros somos-, soy otro cuando soy, los actos míos son más míos si son también de todos,  para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia, no soy, no hay yo, siempre somos nosotros, la vida es otra, siempre allá, más lejos, fuera de ti, de mí, siempre horizonte, vida que nos desvive y enajena, que nos inventa un rostro y lo desgasta, hambre de ser, oh muerte, pan de todos,…

Algunas de las ideas poéticas de Paz están consignadas en El arco y la lira  (1956), y en la primera sección de Corriente alterna  (1967), una colección de ensayos sobre arte, ética, pensamiento oriental, drogas, la política del Tercer Mundo, los mass-media, etc. Uno de los más fascinantes capítulos de El arco y la lira  es La otra orilla . Esta frase metafórica, dice Paz, aparece, frecuente, en los escritos de algunos maestros budistas. El salto mortal  mediante el cual alcanzamos la otra orilla, explica, debe considerarse como la experiencia central del budismo Zen. Pero no sólo de éste. Para el cristianismo, bautizar, comulgar, y los varios ritos de iniciación, no son cosa distinta que un tránsito destinado a hacernos cambiar, a hacernos otros, como sucede con los tabús primitivos, sagradas regiones más allá del mundo material o la esfera hacia donde aspira llegar Juan de la Cruz, tierras de mito, arquetipos y leyendas donde el hombre trataba de alcanzar la realidad mediante el rito y el encantamiento, o mejor, donde cada hombre quiere encontrarse con su doble, su otro. Ese sería el significado de la experiencia religiosa, del erotismo y las visiones poéticas que nos permitirían, ocasionalmente, llegar hasta la otra orilla: tierra nostálgica de reunión con lo Otro. Para Paz las experiencias eróticas son la llave para realizar esta mística unión y descubrir  como sostiene el budismo. Desesperanza muy parecida a la de Eliot en La tierra baldía, que buscó lo absoluto más allá del poder, a través del amor y el arte.

Un cambio significativo sucedió con la publicación de sus últimos libros de poemas. Vuelta (1975), fue amargura y pesimismo; los sueños son ahora pesadilla: en Nocturno de San Idelfonso lamenta la aparición de un clero de políticos de izquierda que, a la manera de los jesuitas de otros tiempos, quieren ignorar y justificar las más horrendas atrocidades. El poema es una amarga sátira contra las burocracias donde terminaron las utopías de occidente. En Árbol adentro (1987) la sabiduría es inútil, el tiempo ha llegado a su consumación y del amor, sólo quedan la costumbre y los recuerdos.

El 19 de abril de 1998 murió en la Casa de Alvarado, Calle de Francisco Sosa 383, barrio de Santa Catarina, Coyoacán, Ciudad de México. Había  sido trasladado ahí por la presidencia de la República, luego de que un incendio destruyera su departamento y parte de su biblioteca. Durante un tiempo, la Casa Alvarado fue sede de la Fundación Octavio Paz y ahora lo es de la Fonoteca Nacional.

Harold Alvarado Tenorio
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