El Chino Valera Mora
Harold Alvarado Tenorio

Víctor Valera Mora (foto de Vasco Szinétar)

Hace setenta años, este 20 de septiembre, vino al mundo Víctor Valera Mora (1935-1984), uno de los más singulares poetas venezolanos y uno de los más desenfadados que haya producido la lengua. Mejor conocido como El Chino Valera Mora, su obra, poco celebrada fuera de su país, es no obstante una de las referencias más reveladoras de los rumbos que tomó la poesía, escrita en español, durante los furiosos años sesentas, cuando en la península toda renovación poética parecía venir de la mano de la frivolidad y un aparente neoculteranismo, y en América sucumbieron tanto las fórmulas meramente agitacionales y de propaganda y aquellas que alienadas por los facilismos de la escritura automática, quisieron hacer pasar por liebre lo que apenas era gazapo. Valera Mora es el mejor exponente de ese período de esperanzas en la lucha contra las opresiones sociales y la búsqueda de nuevos sentidos para la vida, como quisieron los jóvenes que marcharon por las avenidas de las grandes ciudades aquel 1968, el año de la revolución. Su obra y su vida son, qué duda cabe, junto a las de Juan Gelman, Roque Dalton o Fayad Jamis, el paradigma de esa hora irrepetible. “De todos los poetas contestatarios”, escribió Manuel Bermúdez, “ha sido Víctor Valera Mora el que ha nutrido más a la Revolución con su palabra, sin cobrarle un centavo, ni mucho menos vivir a costa de ella”.

Víctor Varela Mora nació en Valera, aldea de luz y calina, cometas y montañas. Sabemos que su padre fue un obrero que murió de tuberculosis y su madre una campesina y que estudió el bachillerato en un municipio de los llanos de Guárico, San Juan de los Morros, donde conoció a otros poetas de las pampas como Ángel Eduardo Acevedo o Argenis Rodríguez con quienes aprendería a entender la poesía como canto y cuento, así quería Antonio Machado, mientras escuchaba a los improvisadores y leía, en trances iluminatorios, la poesía china.

De los llanos fue a Caracas para estudiar en la Universidad Central, sociología. Miembro del Partido Comunista fue puesto en prisión durante las manifestaciones contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958) a finales de 1957. Venezuela vive entonces una época (1959-1964) de levantamientos militares y de estudiantes y políticos contra el régimen de Rómulo Betancourt, quien toma partido por el gobierno norteamericano frente a las novedades y expectativas del recién inaugurado castrismo cubano. Junto a Luis Camilo Guevara, Mario Abreu, Pepe Barroeta y Caupolicán Ovalles, el “Chino” despliega una enorme actividad cultural y crea la mítica Pandilla de Lautréamont, en aquella Sabana Grande que albergaba en sus templos etílicos Halászo Macska, Nerone, Viñedo, Veccio o La Bajada, entre salsa y rock & roll, a un puñado de ilusos, pertenecientes a una imaginaria República del Este que sería derrotada por los ríos de un petróleo corruptor y perverso.

La canción del soldado justo (1961), su primer libro, es un vademécum y proclama de las esperanzas y los sueños revolucionarios de la hora. Y la cosecha de haber leído en Vladimir Maiakovsky, Jacques Prévert, Nazim Himet, Walt Whitman, Pablo Neruda o Dylan Thomas. Es la lucha de clases la que nos salvará de las garras de los grandes monopolios, pero ya es evidente que el tono de su canto no será panfletario sino lírico, una suerte de soliloquio o dialogo con un consigo mismo que, haciendo que nuestras conciencias rueden ante los otros mediante anacolutos, elipsis y roturas sintácticas, es nosotros. A la derrota de los poderes iremos, como será en toda su obra, de la mano del amor. Un amor que se expresa haciendo del yo del cantor la imagen misma de la historia, de la lucha contra la opresión y el desamparo, imaginando sus palabras como catapultas contra las acciones del régimen combatido, acusado por el poeta de llevar el país a la catástrofe.

La lucha de clases.
Los grandes monopolios imperialistas.
[...]
El policía del parque.
Los enamorados están en la posibilidad de iniciar el terrorismo.
El recuerdo desde la llanura,
caballo llorando sangre recomenzada.
Triste cuestión.
Este asunto de llevar una guitarra bajo el brazo.
La libertad de morirse de hambre doblemente.
(“Comienzo”, fragmento)

Cuando apareció su segundo libro, presentado por Salvador Garmendia y con ilustraciones de Carlos Contramaestre, Amanecí de bala (1971), diez años separaban los dos poemarios. Según contó el poeta a uno de sus amigos, un general de la Dirección de Inteligencia Militar habría dicho que el libro era más subversivo que los pocos focos guerrilleros que aún existían y que debían ponerle preso. Ante tal eventualidad, Valera Mora se fue a Roma con una beca que le consiguieron algunos amigos y el rector de una universidad andina. En la ciudad eterna escribiría sus 70 poemas estalinistas, por el cual recibió un premio en 1980.

Ungido ya para entonces III Conde de Lautréamont por sus pares, todo el libro es una variante esplendente de las maledicencias de Isidoro Luciano Duchasse, precursor del surrealismo, y como Maldoror, su héroe, con un lenguaje impactante, cruzado de imágenes delirantes, blasfemas, eróticas y evidentemente terroristas denunciará las extensas maquinaciones del imperialismo yanqui, los gobiernos locales, la burguesía, la iglesia, la cultura oficial, los académicos, los recién inaugurados burócratas de la fracasada revolución y a todos les va asignando una parte de la venganza que la poesía obrará en ellos, dejando para la gloria y los cielos de este mundo a sus amigos, a las mujeres amadas, los poetas malditos y marginados, los guerrilleros y los extremistas. Narrativo a veces, chistoso, coloquial, irónico, irreverente, Valera Mora supera con Amanecí de bala a mucha de la poesía de agitación y propaganda de esos años, ofreciendo al lector un libro que es al tiempo protesta política, propuesta revolucionaria, sátira y burla de una realidad y también un intertextual homenaje al amor por las mujeres. Una poesía que desde el cuerpo mismo del poeta, desde su carne y su sangre, defiende lo único valedero de esta vida: la cultura como contraparte de las sociedades de consumo, las aplastantes ofertas del capitalismo triunfante. Valera Mora habla por y para los condenados de la tierra, para las bacantes y los sobrios, las putas y las bienaventuradas, los letrados y las proletarias, los precisos y los imprecisos, los idos y las prudentes, los reales y las abstrusas. Un alucinado cronista de su tiempo que dejaba tras su paso el testimonio de las tragedias y esperanzas humanas mediante un eterno grito que fuese oído por todo el mundo y en todas partes, porque la poesía era su única forma de acercase a los otros, los suyos mismos, continuando una tradición de los poetas desafiantes e indignados, que en el fondo de sus almas sólo tenían amor y ternura.

Durante los años que pasó en Roma compuso, mientras deambulaba por el Trastevere bebiendo vino y conversando con viejos combatientes antifascistas o mirando, con la mente puesta en su país natal, las aguas del Aniene desde el balcón de su piso del Monte Sacro, los 70 poemas estalinistas, el último de sus libros publicado en vida del poeta. No eran ni setenta ni eran estalinistas. Se trató más bien de otro acto del incorregible. Entrando en los años ochentas, cuando el eurocomunismo daba sus últimas estocadas a los viejos partidos autoritarios y la memoria del defensor de la gran patria se veía teñida por los horrores del gulag y las denuncias de los disidentes y el glasnost y la perestroika anunciaban el fin del comunismo, publicar un libro con ese título y esos pretendidos homenajes, no dejaba de ser una ironía del poeta que había visto claudicar a casi todos sus amigos de la mano la corrupción de los gobiernos venezolanos. Porque sus poemas estalinistas son poemas de amor, viajes, lugares, bebidas, comidas, noches romanas, partidas de balompié entre el Lazio y el Roma. Y mujeres, muchas mujeres: Luisa, Cándida, Laura, Mercedes, Yira, Luz, Esperanza, Carmen, Lorena, Leticia, Marylin, Aura, Zeky y ante todo —como lo ha recordado Gabriel Jiménez Emán—, Clary Brian, una morenaza de Ohio que se enamoró del poeta mientras jugaban al tenis y cuando fornicaban le llamaba “my little crazy”.

¿Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor?
¿En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor?
¿Cómo ve el rostro de los demás y los demás cómo ven el rostro de ella?
¿De qué color es la piel de una mujer que recién ha hecho el amor?
¿De qué modo se sienta una mujer que recién ha hecho el amor?
Saludará a sus amistades
Pensará que en otros países está nevando
Encenderá y consumirá un cigarrillo
Desnuda, en el baño dará vuelta a la llave
del agua fría o del agua caliente
Dará vuelta a las dos a la vez
¿Cómo se arrodilla una mujer que recién ha hecho el amor?
Soñará que la felicidad es un viaje por barco
Regresará a la niñez o más allá de la niñez
Cruzará ríos, montañas, llanuras, noches domésticas
Dormirá con el sol sobre los ojos
Amanecerá triste, alegre, vertiginosa
Bello cuerpo de mujer
que no fue dócil ni amable ni sabio.
(“Oficio puro”)

Como los poetas que tanto amó, Valera Mora fue un declarado enemigo de la pacatería, las morales convencionales, los amigos del dinero público y de todos aquellos que venden su conciencia mientras se cambian de ropa interior.

Harold Alvarado Tenorio
www.haroldalvaradotenorio.com  
Revista de Poesía Arquitrave
www.arquitrave.com 
Cattleya, el portal de los escritores colombianos
http://www.arquitrave.com/cattleya/index.html 
Ajuste de cuentas, una antología de la poesía colombiana del siglo XX
http://www.arquitrave.com/Ajuste_de_Cuentas/inicio.html 
Bogotá DC

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