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Voces 
Cuento de Daniel Aloisio

Gris.

 

El cielo está gris, como mi alma, debo decir. No se trata de una ilusión, ni de un sofisma, ni de la falaz argucia de un ilusionista de feria que intenta impresionar a su público. Nada de eso. Ni remanso, ni quietud, ni calma, ni sosiego.

 

Tristeza.  

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

Profunda e insondable, tan impenetrable como esos ojos que me apuñalan desde una foto, rojiza como la cabellera de ese niño que me observa desde otra. Un año, quizás dos. ¿Qué edad tenían mis hijos cuando se las tomé? No importa. Han crecido.

 

Mañana ya es Viernes... -murmura alguien ociosamente en la cocina, y deja flotando la frase.

 

Quizás intenta iniciar una conversación memorable, tal vez sólo quiere decir algo como para acortar un poco la tarde.

 

Es increíble cómo pasa el tiempo -dice otra voz, y sus palabras suenan como si fueran una respuesta.

 

Suspiro con cierto fastidio. No creo que lleguen a oírme. Su conversación deriva ahora hacia el tema de los remedios. Los que han tomado, y los que les quedan aún por tomar.

 

Advierto que cada frase que deslizan es apenas un pensamiento hecho palabras, una máxima banal cuyo único valor es el que les otorga el haber partido de la boca de un anciano. Hablan como si los años les disculparan la incoherencia, como si el tiem-po justificara cada frase inconclusa.

 

Quizás sea su manera de aferrarse a la vida -pienso-. Tal vez se trate de...

 

-¡Salga de acá, viejo de mierda!

 

La frase me llena el oído, me sacude. ¿Se dirige a mí este joven? -digo para mis adentros-. El puntapié en las costillas me obliga a ponerme de pie. Esa no es la respuesta que esperaba a mi pregunta, pero es la única que recibo. Abro los ojos desmesuradamente, mis oídos zumban como mil panales. Comprendo entonces que algo ha cambiado. Ya no estoy en mi habitación del geriátrico, estoy... ¿Dónde?

 

-¿Dónde? -le digo al muchacho que se queda mirándome con gesto hosco.

 

No me responde. Sigue en la vereda, acomodando el cajón con lechuga que hasta hace unos segundos fue mi almohada. Después desaparece mascullando algo tras un viejo cartel de verdulería.

 

Aún no conozco el dónde, pero ya estoy preguntándome el por qué. Sé que no debo estar lejos. Qué tan lejos puede ir un viejo caminando -me digo.

 

Avanzo unos pasos por una acera húmeda, alejándome del cordón para no caer a la calle, acercándome a los paredones gastados para sostenerme en caso de urgencia. No llevo prisa, tampo-co me detengo. Quizás todo sería más fácil si supiera adonde voy, adonde debo ir. Claro, esa sería demasiada pretensión para un viejo de ochenta y... no recuerdo cuántos años. No debería estar aquí, eso es claro, pero hay tantas cosas que no debería …

 

Llego a la esquina rodeado de formas que se atropellan abalanzándose presurosas sobre la calle. Siluetas difusas que se dibujan ante mis ojos como fantasmas de saco y corbata. Pienso en esto y me viene a la mente la imagen de un hombre joven, maletín en mano y gesto adusto, mente alerta, corazón frío. Me reconozco en el recuerdo e intento calcular la edad que tenía entonces.

 

¡Qué locura! -murmuro para mí. ¡Ni siquiera sé cuántos años tengo ahora!

 

Me detengo con las rodillas vacilantes en el filo de la vereda. Una voz silenciosa nos ha ordenado a todos que permanezcamos quietos hasta que la luz cambie de color.

 

Rojo. Más rojo.

 

Los autos me abanican con su viento negro, me llenan la boca con el sabor amargo de sus gases. Miro al costado. Los otros no parecen percatarse de que estamos siendo envenenados.

 

Verde.

 

La marea cobra vida de un lado a otro de la calle. Cruzo con ellos, entre ellos, bajo ellos. Me esquivan, me rozan, me saltan como a un hierbajo seco que se asoma por una grieta del asfalto. Llevan prisa, yo no. Además... ¿Por qué habría de apurarme si no sé adonde voy?

 

Un cartel.

 

Algo borroso que flota en su superficie. Deben ser letras, no lo sé. Tanteo mi rostro para descubrir que no llevo puestos los anteojos. Es lo mismo, tampoco con ellos hubiera podido leer qué es lo que dice.

 

¡Abuelo! -grita un niño que pasa corriendo a mi lado.

 

Alguien lo recibe en brazos delante de mí. Lo alza, lo estruja, lo besa. Avanza, retrocede, se bambolea carcajeando. El niño le despeina la barba con las manos.

 

Me detengo a unos pasos de ellos. La escena no parece llamar la atención a los demás. Es una obra de teatro con un sólo espectador. Observo. No aplaudo ni vitoreo, sólo me emociono sin saber por qué. ¿Algún recuerdo que se ha despertado de su sueño? No lo sé. Me gustaría saberlo.

 

El sol hace un dibujo curioso sobre un charco y me llena los ojos de colores vivos. Escucho un viejo tango que surge de la nada. Alguien lo está haciendo rodar sobre el fuelle de los labios fruncidos. Silba a mis espaldas, arriba, abajo. ¿Dónde?

 

...Yo imagino el parpadeo de las luces... -me oigo cantando.

 

La música decrece, se aleja, se esconde tras la espalda del ciclista que roza el cordón a mi lado. ¡Adiós! -le grito, pero ya es un punto más en la avenida-. Quizás aún siga silbando cuando llegue a su casa.

 

Su casa... ¿Y la mía? ¿Dónde está la mía?-propongo.

 

Aparto las preguntas para no darme de lleno con la respuesta. Otros interrogantes toman su lugar sin pedir permiso.

 

¿Cómo voy a explicarle a mis hijos que ya no viviré con ellos? ¿Comprenderán que sigo amándolos aunque su madre y yo ya no estemos juntos?

 

Sé que me he hecho estas preguntas alguna vez, mil veces quizás. Lo que no comprendo es por qué vuelven ahora desde el tiempo para teñir de gris mis recuerdos.

 

¿Diez? ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquel domingo de Febrero? -murmuro para mí.

 

La tarde comienza a declinar. Se cae detrás de los edificios como un trapo sucio de tierra, arrastrando jirones de cielo rojo hacia abajo, tironeando manchones de negrura hacia lo alto.

 

Alguien me toma del brazo con firmeza.

 

-¡¿Cuántas veces tengo que repetirte que no es posible que salgas solo a la calle?! -gruñe mi captor con fingido enojo.

 

Lo miro. No respondo. Su uniforme verde de enfermero me inhibe. Lo dejo hacer a voluntad. No me maltrata, tampoco me trata bien. Me lleva hada el interior de una vieja casona. El mismo cartel de antes se bambolea chirriando sobre la puerta.

 

-Así que decía geriátrico -le comento a mi guía que camina demasiado ensimismado como para oírme.

 

El olor a sopa de verduras me recibe al abrirse la puerta interior. Entro, más bien me entran. El enfermero cierra con llave mientras me observa con una mueca de disgusto dibujada en los labios. Chista, carraspea. Me señala el pasillo con el mentón y desaparece detrás de una mampara.

 

Algunos rostros conocidos se asoman para darme la muda bienvenida. Uno de ellos me alcanza los anteojos poniendo los dedos sucios sobre los vidrios. Me los coloco con premura. Le agradezco el gesto con una inclinación de cabeza y casi se me resbalan de la nariz. Los otros miran sin decir nada. Una mujer lanza una risita ahogada.

 

Estoy seguro de que la noticia de mi fuga ha corrido por todos los rincones. Puedo sentirlo en sus miradas lánguidas. Lo saben. Quizás me envidien por haber hecho lo que ellos no han podido, tal vez se burlen. No importa. Estoy cansado. El instinto me lleva a tientas hasta la habitación. Mi compañero yace boca arriba en su cama. Gruñe, ronca, se estremece con un silbido en el pecho. Duerme como si fuera la última vez, se llena los pulmones con avaricia y después larga el aire entre explosiones, como un viejo motor fuera de punto.

 

Me recuesto y siento el golpeteo del corazón en mis oídos. Cierro los ojos buscando calma. Las fotos de mis hijos pequeños me vuelven a acosar desde el pasado. ¿Qué será de ellos? -me pregunto vanamente.

 

Alguien abre la puerta. El guardapolvo verde. Detrás uno blanco. Vino el doctor -dice una voz lejana dentro de mi cabeza.

 

-¡A ver! ¿Qué está pasando aquí? ¿Quién es el pícaro que trata de escaparse? -dice el médico frunciendo el ceño.

 

No está enojado conmigo, lo sé. Sólo intenta hacerme saber que él es el que manda. Parece divertirle la situación, pero no se ríe. Se rasca la nariz chata sin dejar de mirarme. Tiene pestañas gruesas, arqueadas, como dos aleros de rancho que le cubren los ojos color montaña.

 

Murmura algo hacia el rubio que está detrás de él. El otro asiente, se arremanga el guardapolvo verde, me observa ladeando un poco la cabeza. Se muerde el labio hasta dejarlo blanco, piensa. La situación no dura más que unos segundos, pero a mí me parece una hora. Al fin se van. Apagan la luz y dejan la puerta entornada. Oigo sus pasos alejándose por el pasillo. Hablan en voz baja, no logro comprender lo que dicen.

 

Como puedo me entrego al descanso, no me resisto, me relajo. Una canción de cuna me suena en los oídos. Comprendo que soy yo quien está cantando. ¿Para quién? -me pregunto.

 

Nadie responde. Nadie me detiene mientras caigo por un cielo abierto hasta el mar de los sueños.

 

Afuera, el doctor revisa unos papeles. Mira dos o tres veces hacia la puerta entreabierta de la habitación. Suspira. Llama al enfermero del guardapolvo verde, al rubio.

 

-¿Qué fue lo quie te dijo anoche?- le pregunta con gesto adusto.

 

-Que oye voces –responde el rubio, rascándose la oreja.

 

-Voces- repite el médico con gesto pensativo.

 

El rubio asiente sin hablar. Parece preocupado, ambos lo están.

 

-¿Algo especial para esta noche? -murmura el enfermero. -Que no se levante sin ayuda. No quiero sorpresas. ¿Entendido?

 

El rubio sacude la cabeza afirmativamente. Después pregunta.

 

-¿Cómo está en realidad? -Está bien -lo tranquiliza el médico-, sólo un poco perdido.

 

Le palmea la espalda dos o tres veces. Después vuelve a hablar. Aún tiene su guardapolvo blanco puesto, pero ya no parece doctor, el otro tampoco enfermero.

 

-Cuidemos que a papá no le ocurra nada ¿Ok? -le dice mirándolo a los ojos.

 

Después se abrazan, en silencio, y desaparecen cada uno por su lado entre los blancos pasillos.

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
3 de octubre 2010

Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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