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Saldar cuentas 
Cuento de Daniel Aloisio

La curiosidad nos lleva

 

Este cuento tiene en el centro una intriga que nos lleva a será desentrañar lo oculto de la mano del narrador personaje. Hay una situación enrarecida y fuera de lo común que tiene una razón escondida que será investigada por un chico inexperto, un "detective" de ocasión.

 

El misterio y la tensión se mantienen hasta el final con el pulso firme de Aloisio.

 

Al último tendremos la resolución de la historia, al mismo tiempo seremos espectadores de una tragedia.

 

Hoy saldré de la casa. La opresión de estas paredes lechosas ya me resulta insoportable. Josefina y Luisa, mis hermanas, no han discutido la orden de papá: permanecer adentro. Mamá apenas si ha abierto la boca desde que comenzó el encierro. Hace tres días que languidecemos aquí, sin un motivo aparente. Nos consumimos caminando de un lado a otro, bostezando, hablando nimiedades, como si nuestra vida hubiese caído en un fatal abandono.

 

Cuando pregunto qué ocurre, se me responde con evasivas. Si insisto, sólo logro que se encojan de hombros. Mis padres ni se apartan del teléfono.

 

He decidido averiguar qué es lo que pasa, aunque deba contradecir lo que se me ha ordenado.

 

Antes de salir de la cocina me vuelvo a ver si alguien reacciona, pero se quedan ahí, como si yo no existiera. Mi madre, echada sobre la mesa. Josefina y Luisa, sin levantar la vista. Sólo papá se inquieta cuando, mintiendo, le digo que voy al baño.

 

Atravieso en un instante el patio. La tranca está sujeta con alambres y soga. Logro quitarlos y salgo a la vereda. Corro hasta la esquina, doblo. Pienso que el bar es el mejor lugar para hacer preguntas. Mientras avanzo haciendo crujir hojas secas, recuerdo esa discusión entre mis padres, meses atrás. Algo acerca del dinero y los gastos y la creciente inclinación de él a eternizarse en el bar jugando a los naipes. Aquella noche, pasadas las once, papá había llegado a casa cargando un bolso. Lo abrió en la cocina y sacó un paquete: dinero. Desde mi pieza, con la puerta entornada, alcancé a ver que mamá y él reñían. Pensé que lo mejor era quedarme ahí, en silencio. Y me dormí.

 

Jamás se mencionó el tema: comprendí que mis padres querían mantenerme al margen. Y por mi parte, temeroso de poner en evidencia que había estado espiando, simulé no saber nada. Como transcurría el tiempo, y el ritmo de nuestra vida era el de siempre, olvidé el hecho.

 

Recién hace tres días, cuando papá llegó del trabajo cargado de comestibles y comentó que no volvería a ir al bar, intuí que se avecinaba algo extraño. Mis sospechas se confirmaron después de la cena: tras una charla a solas con mamá, papá nos habló en un tono que no admitía réplica: -Nadie se mueve de la casa hasta que yo diga.

 

Un viento frío me trae al presente. Hundo las manos en los bolsillos y apuro el paso. En el camino nos cruzamos con dos conocidos, pero fingen no verme siquiera. Empiezo a pensar que una maldición se cierne sobre mi familia, aunque no puedo precisar de qué se trata. Al fin, agobiado, me detengo frente a la puerta del bar. Entro. Mimetizadas con el humo, distingo siluetas que se acomodan en torno a las mesas. Diez, quince hombres en esos círculos iluminados por lámparas bqjas, aceradas. Algunos curiosos se paran junto a ellos, otros prefieren mirarlos de lejos. Movimientos de manos, de cartas. El aire se enrarece con exhalaciones de alcohol y sudores rancios. Veo a Julio, el mozo, detrás del mostrador. Me acerco y ensayo un saludo, pero él se apresura a hablar.

 

-¡Andate de acá enseguida! - dice-. Si Bringas sabe quién sos, te mata.

 

Miro hacia donde señala: en una de la mesas, un tipo canoso, mal entrazado, estudia las cartas con recelo.

 

-¿Cómo que quién soy? -digo- Todos acá saben.

 

-Pero él no. Tu padre lo agarró borracho hace un tiempo. Aprovechó para trampearle las cartas y lo dejó pelado. Después el tipo estuvo encerrado por un robo, pero salió hace tres días. Y dice que quiere vengarse. Yo quedé en llamar a tu casa cuando el fulano se fuera del pueblo, aunque parece que tiene para rato.

 

Dejo a Julio, que llena vasos y los coloca sobre una bandeja. Con sigilo camino hacia la puerta y miro hacia atrás. Alcanzo a ver que Julio, mientras sirve, se interpone deliberadamente entre la mesa de Bringas y yo.

 

Salgo del bar. Averiguar la razón de nuestro encierro me ha aterrado. Corro unos metros y me detengo. Dudo acerca de qué hacer. ¿Telefonear a papá y avisarle que el tipo sigue en el bar? ¿Ir a casa y golpear hasta conseguir que alguien me abra? Decido que es mejor llamar. Recuerdo que en la cuadra siguiente hay un teléfono público. Al llegar descubro que alguien ha cortado el cable. Voy hasta el próximo teléfono. Una mujer, que carga un chico en brazos, habla con alguien al que llama "querido". Su tono oscila entre gemidos y risotadas espasmódicas. Pasan los minutos sin que la charla parezca tener fin. Desesperado, toco el hombro de la mujer, que se vuelve con gesto hosco. Me observa por un segundo y escupe las palabras en el tubo.

 

-Después te hablo -dice-. Acá necesitan el teléfono -y se aleja zamarreando al chico, que berrea sin consuelo.

 

Cuando llamo no contestan. Intento una vez más. Dejo sonar tres veces y cuelgo: algo ha pasado, debo ir a ver. Al llegar me topo en la vereda con mis hermanas. Me abrazan, me palmean como si quisieran asegurarse de que aún estoy vivo.

 

-¿Dónde está mamá? -digo-, ¿Y papá?

 

Josefina da un respingo. Habla con la voz entrecortada.

 

-Papá salió a buscarte.

 

-Mamá está adentro -agrega Luisa-. Recién llamaron por teléfono, pero no hizo a tiempo para atender.

 

Cuando voy a decirle que he sido yo el de la llamada, un timbrazo me interrumpe: el teléfono suena en la cocina. Vamos a los tropezones. Nos recibe el olor a salsa, a cebolla frita. Mamá deja las ollas sobre el fuego. Levanta el tubo y responde: es Julio.

 

Luisa y yo nos tomamos de la mano, Josefina se ha convertido en una figura de cera.

 

-¿Una pelea? -pregunta mamá sin quitar la vista del piso.

 

La respuesta de Julio nos resulta interminable. Ella asiente lloriqueando, retorciéndose el delantal. Cuelga, y gira hacia nosotros. En ese instante canta una calandria, se oye el silbato de una fábrica. Y la voz de mamá parece venir de lejos cuando nos abraza. Y empieza a contarnos.

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
20 de diciembre 2009

Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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