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El problema de los justos 
Cuento de Daniel Aloisio

Amanecía. Por una hendija de la persiana se colaba un rayo de sol en forma intermitente. Los instantes de sombra, si vale la expresión, se producían cuando una rama de sauce se arqueaba justo delante de la ventana. Sol, viento, sauce, sombra. Justo Sosa no pensaba en ello, ni era factible que la secuencia que se repetía mecánicamente estuviese dentro de la órbita de sus desvelos. Yacía vuelto hacia su esposa, con la cara hacia la persiana entrecerrada y el ojo izquierdo ametrallado por ligeros haces de luz que aparecían y desaparecían a intervalos regulares.

 

La Justina ha de estar por parir -se decía-, y levantaba la sábana con sigilo para espiar una vez más el convexo vientre de su mujer.  

 

Justo a las ocho lo venció la modorra, y se abandonó a un sueño laxo de imágenes confusas. Se vio sentado en el bar, justo al lado de la ventana, meta charla con los amigos, alardeando con el tamaño de la panza de la patrona, ahogándose con la ginebra en un acceso de risa.

 

De pronto tosió. Estornudó. Algo se movió a su lado como una serpiente. ¡El crío! ¡Viene el crío! -pensó-, y mientras luchaba por sacudirse los restos del sueño se enredó en las sábanas y quedó hecho un matambre...

 

Y la Justina seguía ahí. Respirando profundo, manoteando entredormida la cobya inexistente. Justo, que no sabía si largar la carcajada o tragársela como un bostezo, tapó con diligencia la espalda desnuda de la mujer y se esforzó por sostener la vigilia. Justo tres minutos después estaba roncando.

 

Lo despertaron los gritos, y esta vez comprendió que la cosa iba en serio. ¡La panza! ¡La panza! -gritaba la Justina- ¡Vamos carajo, que me muero! Y se agarraba el vientre que parecía un medio mundo. Y así, como ribereños huyendo de la inundación, salieron con lo justo, arrastrando unas pocas cosas manoteadas en el apuro.

 

Llegaron al hospital cuando el reloj marcaba las nueve. Justo las nueve. Dos enfermeras con brazos de boxeador y cara de pocos amigos la subieron a una camilla y se internaron en los pasillos, y Justo, que no sabía si correr tras su mujer o volverse al auto a buscar el bolso, sintió que las piernas se le aflojaban de la emoción. El gran momento había llegado, pero como suele suceder en estos casos, no comprendía muy bien qué papel le tocaba jugar a él en semejante evento. Así que, con la espalda encorvada por el peso de la duda, se internó en aquellos laberínticos pasillos que olían a desinfectante, y caminó un buen rato buscando con la vista algo que pudiera orientarlo. Había llegado a una zona más iluminada cuando lo sorprendieron dos enfermeras jovencitas que pasaron corriendo a sus espaldas. La intuición le dijo que iban hacia el lugar de los hechos, así que decidió seguirlas. Estaba por dar les alcance, justo cuando las vio desaparecer detrás de una doble puerta vaivén. El cartel que vio sobre la abertura lo tranquilizó. Sala de parto -se dijo- justo lo que pensaba. Se acomodó en un banco medio destartalado que se sostenía milagrosamente contra la pared y esperó. Justo a las diez apareció una de las enfermeras con brazos de boxeador y le hizo una seña para que entrara.

 

-La trajo justo -dijo la gorda palmeándole la espalda-. Mire ahí. Y Justo miró. Y lo que vio justo arriba de la mesa no era un bulto sino dos, arropados en unas mantas blancas que teman bordado el logotipo del hospital.

 

Justo Daract -se quedó leyendo Justo que no atinaba a moverse.

 

-¡Dele, hombre! -chilló la gorda hundiéndole el codo justo entre dos costillas-. Alce a uno de sus hijos que yo le ayudo con el otro. Son como dos gotas de agua ¿Vio? ¿Y cómo les va a poner? -prosiguió excitada la enfermera. -Ehh... ¡Justo! -improvisó Justo que sostenía a la criatura con tanta delicadeza como un estibador con una bolsa. -Sí, pero son dos -argumentó la gorda mientras le ponía el otro bebé frente a los ojos.

 

-Entonces... -balbuceó Justo- ...Justo Manuel y Justo Pedro, así no se pelean. -Me parece justo -dijo la gorda- y volvió a palmearle la espalda como sacudiendo una alfombra. Así fue como llegaron al mundo los hermanos Sosa. Justo Manuel y Justo Pedro, y vivieron mía infancia feliz llena de risa y de juegos.

 

Justo el día en que cumplían doce años, llegó la carta. El ferrocarril lo trasladaba a su padre a otra localidad, y con un cargo de mayor jerarquía. Así que todos festejaron y brindaron y hablaron de justicia y de lo que es justo es justo, y su padre abrazó a su madre y la cubrió de besos, y ella, sonrojándose, le arrebató el papel de entre las manos y leyó en voz alta: San Justo, y todos aplaudieron de nuevo, aunque entre los presentes -porque la casa estaba llena de parientes y vecinos que habían ido a celebrar el cumpleaños-, ninguno acertó a decir dónde quedaba tal lugar.

 

Partieron a la semana siguiente, justo cuando se les vencía el contrato del alquiler, y la madre pasó gran parte del camino protestando porque viajaban con el dinero justo.

 

Llegaron justo el día de las fiestas patronales, así que todo el pueblo estaba en las calles y parecía moverse al ritmo de la música chillona que salía de los altoparlantes. Yo me había acomodado con unos amigos entre las ramas de un jacarandá que dominaba la plaza, y desde allí veíamos pasar a las chicas y cada uno elegía la suya. Bajaron del auto estirándose como marionetas y, aunque me sumé a la risa burlona de mis amigos que no dejaban de gritarles cosas, algo me dijo que aquellos dos mellizos y yo íbamos a ser buenos amigos. Consiguieron una casita en la calle Juan B. Justo, justo a la vuelta de donde yo vivía, así que no tardamos en cruzarnos en la calle y convertirnos en compañeros de juegos.

 

Algo pasó en la adolescencia, porque los Sosa llegaron a la juventud convertidos en unos pendencieros. Hasta yo, que había pateado tarros con ellos en mil atardeceres, tuve que cuidarme de sus bravuconadas. Lo que hacía uno, hacía el otro, y no se separaban nunca. Se decía que a los justos, como se los conocía por esa época, nadie les tocaba el pelo sin probar antes su cuchillo. Hasta se cuenta que vinieron unos tipos de averías desde Justo Urquiza, sólo para trenzarse con ellos.

 

Así se fueron los años y nada parecía hacer mella en los hermanos Sosa. Hasta que un día, justo para celebrar la primavera, se apareció la morocha Salomé en un baile. Entonces los justos dejaron de ser justos. Como perros alzados se le fueron al humo al mismo tiempo, y ella, que se sabía dueña de todas las miradas, los detuvo en seco.

 

-¡A ver, a ver! -gritó subiéndose a una mesa- ¡Que yo soy mujer de un sólo hombre! Y justo cuando creíamos que la cosa se calmaba, brillaron los cuchillos. Y se hizo la ronda, y nadie quiso detener la pelea de los hermanos Sosa. Para ser justos -decían todos-, aunque yo sospechaba que sólo querían verlos matarse. Justo Manuel tiró un par de mandobles y se quedó cortando el aire con los dientes apretados. Justo Pedro le retrucó con un revés traicionero que le tajeó la cara en dos partes. Alguien gritó que los pararan, pero ya era tarde. La turba había visto sangre y estaba cebada. Así que empezaran a gritar, y a arengar a los hermanos que se miraban con odio, y aunque sólo se oía ¡Justo! ¡Justo! ¡Justo! ¡Justo! cualquiera podía suponer que alentaban a uno y a otro sin distinción.

 

Yo estaba justo detrás de Justo Pedro cuando lanzó la estocada que alcanzó a su hermano en el costado. Se oyó un ¡Uhhh! gigantesco, y después se hizo el silencio. Una mujer intentó un sollozo y la acallaron de un sopapo. Justo Manuel que parecía no haberse dado cuenta de que la muerte le estaba tocando el hombro, se enderezó como un mimbre y buscó ciego el cuerpo alerta de su hermano. Lo alcanzó con el ultimo aliento, y cuando estaba por caer a tierra desfallecido, revoleó el brazo en el que sostenía el cuchillo y le acertó justo allí donde la yugular y la subclavia se hermanan.

 

Esta vez el ¡Uhhh! fue seguido de un ¡Ahhh! y varios ¡Ffffffif! que prosiguieron hasta que los justos no fueron más que un despojo de carne en medio de un charco rojo. Y así, justo en el centro de la pista de baile, terminó su historia como un tango mal cantado.

 

Los enterraron en el cementerio por la mañana, justo al lado de un aguaribay añoso, y aunque el cura habló de la Justicia Divina, y muchos en el pueblo lloraron la muerte de los justos, el tiempo se fue encargando de borrarlos de la memoria colectiva. Justo como lo había predicho mi padre. Tiempo después conocí a un Sargento Primero que había estado a cargo de redactar el sumario, y cuando lo interrogué acerca de tal documento, sonrió misteriosamente. Entornó los ojos, encendió un cigarrillo, y cuando ya pensaba que iba a hundirse en el silencio, sentenció parsimonioso: -Por ahí anda ese papelaje. Durmiendo el sueño de los justos.

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
4 de julio de 2010

Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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