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Magia
Cuento de Daniel Aloisio

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

La vida es tan extraña

Este cuento aborda la idea de magia pero no desde lo fantástico o maravilloso sino desde la vida real. Una magia que puede ser revelada por un extravagante profesor de física. Dando razones o sin ellas, los personajes entran y salen de la cotidianeidad del narrador personaje con tanta normalidad como extrañeza. Con esa misma naturalidad - que desconcierta - el protagonista deja su pueblo natal para vivir en la ciudad. "La vida es tan extraña", parece decirnos Magia, para dejar de lado la idea de truco o fenómeno extraordinario del término corriente. Magia se contrapone con nuestra arraigada mirada "práctica" de la vida.

Carmen llegó al colegio una mañana de invierno. En el pizarrón alcanzaban a verse, mezclados, un cuadro con latitudes de capitales europeas, ecuaciones sin resolver, nombres de reyes asirlos anteriores a Asurbanipal. La voz de Farías, el profesor de física, llegaba al fondo del aula como una letanía confusa. Arrieta, Silvano y yo ocupábamos los últimos bancos. Adelante, treinta cabezas se afanaban en seguir el movimiento del docente sobre la tarima. Partía de un extremo y hacia varias zancadas antes de volverse, y comenzar en sentido opuesto. Arrieta, que aseguraba haber descifrado la secuencia de idas y vueltas, insistió con su teoría:

-Seis pasos a la izquierda, cuatro a la derecha. Después al revés. Se quedó serio, a pesar de mi cara burlona y la sonrisa torcida de Silvano. En ese instante se abrió la puerta.

-El cero absoluto... -decía Farías. Ella asomó la cara y pidió permiso para entrar.

La miramos con desconcierto: en la escuela del pueblo no era común que se incorporaran alumnos a mitad de año. El profesor le preguntó el nombre y respondió tan bajo que de no ser por el cuchicheo que se produjo, nos hubiéramos quedado sin saber cómo se llamaba. Pasó entre dos filas de bancos ocupados y se sentó al final, junto a Silvano que no salía del asombro. Me pasé el resto de la hora mirándola: tomaba apuntes. En cada pausa, ponía la punta del lápiz sobre el labio inferior, lo hacía girar entre el pulgar y el índice. Su economía de movimientos era extraordinaria. Me atrajo al instante. Piernas largas, flacas. El pecho como una tabla. Pelo lacio, rubio. Recién en el recreo pude ver que sus ojos eran verdes. Estaba con un grupo de compañeras. Me arrimé con la excusa de alzar un bollo de papel que Silvano había arrojado cerca de ellas. Pude oír su voz: un susurro. Sonreía, parada con un pie detrás del otro. Su pelo volaba hacia atrás.

Tocó el timbre y volvimos. Tuve que sobornar a Silvano con medio sandwich para que me cediera su lugar.

Corrí el banco unos centímetros hacia el de ella y abrí la carpeta, simulando que leía unos apuntes. Se sentó sin mirarme. Farías siguió con la conversión de Fahrenheit a Centígrados y viceversa.

-¡Ya está! -aseguró-

Al rato entró el regente y le hizo una seña: teléfono. La llamada no pudo ser más oportuna. Levantó un murmullo de alivio que el profesor se encargó de acallar con un gesto de impaciencia. Salieron del aula.

Aproveché para hablar con Carmen: Venía de Mendoza, de una escuela rural. El padre era tractorista, la madre había muerto, era hija única.

Repetí tres veces que me llamaba Felipe. No preguntó nada acerca de mí.

Farías volvió enseguida: era otro. Cruzó la tarima, cabizbajo. Guardó los libros en el portafolio.

-El lunes seguimos -dijo, y salió apresurado.

Pasó una hora. Oímos unas voces en el pasillo, entró el regente con alguien detrás. El visitante levantó algunas risas. Un pantalón demasiado corto, la corbata chillona.

-Saluden, alumnos -nos urgió e! regente.

Lo presentó: Vargas, profesor de física. Venía a cubrir a Farías, afectado a una cuestión familiar. Saludamos, tomamos asiento, quedamos a solas con "el nuevo". Ahí comenzó la magia. Lo primero que hizo fue pedirnos que nos presentáramos con voz clara y fuerte: éramos treinta y cuatro. Inspiró profundo por la nariz. Nos miró con los ojos entornados y fue repitiendo cada apellido, señalándonos sin vacilar ni equivocarse.

Dejamos escapar un murmullo de admiración.

-Ningún milagro -señaló Silvano-se llama mnemotécnica.

Algunos chistaron, Vargas comenzó la clase sin prestarle atención. Pasó un mes. Cada lunes se lucía con un truco novedoso. Farías seguía de licencia: había perdido a un hermano en un accidente, en la Capital. Carmen y Arrieta eran íntimos, aunque ella también seducía a Silvano. Yo me conformaba con charlas casuales, miradas de reojo. Mis estrategias de conquista habían fracasado una tras otra. No sé cómo nació la idea de pedirle consejo a Vargas. Me quedé después de clase, simulando tener dificultades con un problema. Él iba a dejar el curso tras mis compañeros, y se detuvo al verme. Caminó hacia mí. Un rayo de sol caía por la ventana, le brillaba la corbata verde.

Cerré la carpeta y lo interrogué sobre mi asunto. Sonrió, se sentó en un banco.

-Las rubias son complicadas -dijo. Yo hace mucho... Se detuvo. Abrió el portafolio y revolvió un poco. Puso dos libros sobre la mesa, unos lápices. Al fin, manoteó en el fondo y sacó algo que no pude ver. Me preguntó si creía en la magia.

-¿La de los circos? -dije.

-Esos son trucos baratos. Yo hablo de la verdadera, la que se hace con la mente.

Quedé boquiabierto. Me pidió que extendiera la mano frente a él. Le apoyó el puño encima y abrió despacio los dedos.

-¡Ya está! -aseguró-. Una luz roja de amor. Se sopla hacia la persona que uno quiere y enseguida surte efecto.

Confieso que sólo vi las tres líneas divergentes sobre la palma. Mis dedos largos, flacos. Nada más. Lo interrogué con la mirada: estaba serio; desilusionado, diría.

-¿No la ves? -preguntó. Negué con la cabeza. Hizo el ademán de guardar algo en el bolsillo. Acomodó los libros, los lápices, y salió rumbo a la puerta. Se detuvo en el umbral, me habló con voz suave.

-Todavía no estas listo -dijo-, y desapareció por el pasillo. La semana siguiente falté al colegio: una gripe feroz me tuvo en cama.

Regresé el lunes. Farías había vuelto a sus caminatas por la tarima.

Ocupé mi banco, al fondo. Me extrañó no ver a Carmen ese día, ni los siguientes. Arrieta y Silvano no supieron decirme nada de ella. El viernes ocurrió algo extraño: entró el regente y pidió por mí, en la hora de historia. Salí tras él sin saber qué destino me esperaba. Llegamos a su oficina, señaló el teléfono.

-Es para usted -explicó.

Atendí.

-Mañana me voy del pueblo -dijo alguien al otro lado-, despídame de sus compañeros.

Me costó reconocer la voz de Vargas: pastosa, melancólica.

-Que tenga suerte con la luz roja -agregó.

Cortó sin darme tiempo a hablar. Volví al aula, desconcertado. Pasó ese año, el siguiente. Terminé el secundario y me instalé en la ciudad. Conocí a Silvia: también estudiaba Ingeniería. Regresé a casa varias veces. Comimos algunos asados con Arrieta y Silvano, que seguían en el pueblo. Nunca volví a saber de Vargas, ni de Carmen.

Una tarde caminábamos con Silvia por el parque. Al legar a la glorieta le tomé la cara con las manos. La besé, ella se mantuvo inmóvil un segundo. Me abrazó, permanecimos así un rato. La dejé en su casa a la noche. Tomé un colectivo que iba vacío, elegí un asiento al fondo. Ignoré las negras siluetas de las casas, que comenzaron a correr afuera. Clavé la vista en el pasillo. Me acurruqué dentro del abrigo.

Y en mi mano, aprisionada, vi que la luz roja aún brillaba con fuerza.

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
23 de agosto de 2009

Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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