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Horizonte eventual
Cuento de Daniel Aloisio

El placer de la lectura breve

Daniel Aloisio cultiva la narrativa breve y la escritura transferida por la tradición del cuento. Género que siempre ha tenido una particular aceptación en nuestro país, tanto de lectores como así también de escritores. Este formato le permite al autor editar "Extrañas Pervivencias", folleto que se distribuye de manera gratuita en lugares públicos. El medio de divulgación callejera contiene un cuento del autor ilustrado por un artista plástico de la ciudad. "El propósito es llegar a distintos lugares en los que haya gente con 10 o 15 minutos disponibles para leer", señala Aloisio.

Por otra parte, el autor local acaba de publicar el libro de cuentos cortos "Efímeras vidas" (ver ficha del libro) con la editorial cooperativa Cartografías, encabezada por José Di Marco y Pablo Dema.

El cuento "Horizonte eventual" es inédito.

ficha del libro

Nombre: Efímeras Vidas
Año edición: junio 2009 
Editorial: Cartografías 
Colección: Tusítala 
Cantidad de páginas: 118 pag. 
www. revistacartografias.com.ar

...Pero es un error creer que la suerte se agota y que se toca el fondo de ninguna situación, cualquiera que sea.
Víctor Hugo



Somarbide cerró la puerta de la oficina y se dejó caer en el sillón, tras el escritorio. Inspiró ruidosamente por la nariz y cerró los ojos. Afuera caía la noche, la Plaza era un manchón oscuro que reptaba hacia la Catedral. Adentro, el viernes parecía eternizarse bajo el resplandor vacilante de los fluorescentes.

Dejó escapar el aire de los pulmones haciéndolo sisear entre los labios, entreabrió un ojo. Miró a un lado y a otro, y la reducida geografía de la habitación le pareció algo más agradable, un poco menos opresiva. Hacía tiempo que había descubierto que esa particular manera de recorrer el espacio cotidiano lo fascinaba. Era ver una película sobre la propia vida desde la privilegiada perspectiva de un espectador indolente. Era soñar, despierto, que lo banal iba mutando en formas más refinadas y virtuosas, y lo rutinario, aunque inevitable, parecía ser parte de los pesares de otro.

El recorrido visual lo llevó a la pared opuesta y una vez más, como otras, hizo un rápido inventario de recuerdos enmarcados. El diploma de contador con las firmas borroneadas por el tiempo, una foto en blanco y negro de ese último verano en el campo cuando, cumplidos los dieciocho, había partido rumbo a la ciudad para hacer carrera. Más allá, compitiendo con una mancha de humedad que parecía recrudecer cada otoño, un certificado que lo acreditaba como socio vitalicio de Central. Sobre el escritorio dos portarretratos. En uno la foto de Marta y los tres chicos, en otro más pequeño, su propia imagen vistiendo la camiseta y los pantalones cortos del equipo de veteranos. El flequillo artificioso sobre la frente, el abdomen anormalmente plano por la respiración contenida. A un lado pudo divisar la pila de papeles, probamente ordenados y abrochados, los impuestos pagados antes del primer vencimiento, y hasta la columna que había redactado, y que iba a aparecer la semana siguiente en el periódico local. Todo estaba allí, en orden, como siempre, y sin embargo algo faltaba. Algo tan sutil y engañoso como evidente, igual que tinta negra sobre un copo de nieve, y lo alcanzó una angustia inconcebible para una vida hecha como los manuales mandan: con orden y mesura.

Abrió los ojos, se afirmó en el respaldo del sillón. Buscó la radio en el cajón del escritorio y vaciló un instante antes de encenderla. El grito del "Turco" se le escapó entre los dedos tiesos como garfios; gol de los otros. La apagó con una mueca de resignación, Central perdía una vez más. Afuera había empezado a lloviznar. El viento castigaba las paredes del edificio y traía rumores de tránsito lento, de baches mal tapados sudando agua estancada, de bocinas atenuadas por el ulular del aire en las ventanas. 

El Gallego hacía panchos en la vereda e impregnaba la noche de sabores prohibidos. A la mierda -se dijo Somarbide-, y enterrando de un salto cualquier recuerdo de la dieta, se asomó con furor a la ventana. Nada, apenas una ilusión. Donde debía estar el Gallego con su carrito desvencijado y su sombrilla maltrecha, sólo había una mancha oscura que desdibujaba las baldosas. Arriba, hacia el norte, los techos empezaban a perlarse bajo las luces de la calle. 

Volvió al sillón y esperó, sin saber qué. Marta y los chicos ya estarían llegando al campo, como cada fin de semana. Y él, naufragando entre el hastío y la rutina, preferiría inventar una vez más esa tarea indelegable, ese compromiso inaplazable que lo obligaría a permanecer en la ciudad como un recluso. Agonizando tras las rejas, pero sin ánimo para abandonar la prisión.

Su primer pensamiento lo condujo a Marta, y a la fragilidad de un amor construido sobre barro bajo un aguacero de verano. El siguiente, a sus amigos. ¿Cuales? -Se dijo-y debió esforzarse para recordar algunos nombres.

Como a las diez hizo la primera llamada: ocupado. La segunda no halló respuesta. Marcó la tercera con aire taciturno y esperó la voz al otro lado.
-¿Negro? ¿Cómo estás? Soy Somarbide... el gordo Somarbide, ¿Te acordás? El de la oficina qué...¡Ah! ¿Dormías? No. Discúlpame. Sí, sí, otro día que ... Gracias, Negro. Discúlpame.
El golpeteo en la puerta fue un bálsamo. Una llamada más y hubiera revoleado el teléfono contra los vidrios. ¡Pase! -dijo con rabia-. Y ella pasó. 

Su voz era tenue, un poco ronca.
-Hola. Vivo en el cuarto -explicó con un gesto vago-. El portero dijo que todavía había gente trabajando en la oficina, y pensé que podía pedirle el teléfono...
-Sí, cómo no... pase. Pasá - se corrigió Somarbide procurando no ser tan formal, y se puso de pie. 
-Es por un taxi. Son difíciles a esta hora...
-Y más con esta lluvia... -completó él señalando el aparato, y tuvo que mirar dos veces por la ventana para comprobar si la Naturaleza ratificaba sus dichos. Afuera llovía como nunca, y por primera vez en mucho tiempo Somarbide se sorprendió cruzando los dedos mentalmente. Ella marcó un número, dos: nada. Volvió a intentar con un gesto de impaciencia y se quedó con la vista perdida en los vidrios empañados. Otra vez no hubo suerte. Somarbide la observaba con una mezcla de nostalgia y desconcierto. Podía ser su hija, pero no lo era. Podía estar con alguien, pero estaba sola. Y él...
-¿Perdón?- se apresuró a balbucear cuando advirtió que ella le estaba hablando.
La chica enarboló una sonrisa luminosa y le clavó los ojos azules.
-Decía... que si a usted no le molesta voy a esperar un rato antes de volver a intentar. Somarbide sacudió la cabeza con énfasis y señaló una silla. Allí advirtió que ella cargaba un bolso, y se apresuró á ayudarla para acomodarlo sobre el sillón. 

Una racha de viento cerró la puerta de un golpe y los dos lanzaron una carcajada de alivio cuando pasó el susto. Después hablaron.

Somarbide señaló el colgante con una J que ella levaba sobre el cuello, y comenzó a recitar una lista de nombres mientras la veía negar sonriendo.

-Juiciosa, como mi abuela- dijo la chica con timidez después de un rato.

Él se quedó mirando cómo un mechón rubio le caía sobre la frente, tenía veintidós, era estudiante; pero la Facultad no había resultado lo que esperaba. Se volvía a su pueblo a trabajar de algo, aunque aún no sabía de qué. Él asintió en silencio, y después desgranó un poco de su propia historia. Por la forma en que brillaban los ojos de ella, Somarbide comprendió que lo entendía, que compartía su desazón. Juiciosa... -pensó mientras la observaba seguir atentamente su relato- nunca imaginé que una mujer hermosa pudiera llamarse así. Ella salvó el primer silencio incómodo llamando por teléfono una vez más. Miró el reloj con impaciencia y frunció los labios. Somarbide dijo que él tenía el auto abajo, que podía llevarla a la Terminal, pero ella rechazó la oferta con un gesto.
Cinco minutos después aceptó. Bajaron hablando del Campo, del precio de la hacienda, y el viento del oeste los atropelló al llegar a la vereda. Había parado la lluvia.

Él señaló el auto y caminaron zigzagueando entre baldosas flojas. Entonces ella volteó hacia la esquina y dijo algo que Somarbide no necesitó escuchar para comprender. Se quedó observando con desazón cómo ese maldito taxi vacío se detenía frente a ellos como un verdugo. 

No hubo tiempo para mucho. Él extendió la mano y ella esquivó el gesto, plantándole un beso sonoro en la mejilla. La vio subir apresurada y levantar el pulgar, sonriendo tras el vidrio. Somarbide repitió el gesto con una mueca forzada, y lo mantuvo en alto hasta que el auto se perdió en la noche.

Regresó despacio, pisando charcos. El Gallego había reaparecido frente a la puerta del edificio.

-¿Mala suerte con la minita?-.le dijo con una sonrisa irónica.
-Dame dos con todo -respondió Somarbide, señalando unos panchos con el mentón-. Después trató de mantener la expresión impasible, pero su fracaso fue evidente. Se quedó mirando la calle desierta con el seño fruncido, como tratando de descifrar un manuscrito antiguo. El Gallego le volvió a sonreír, esta vez con simpatía.

-Son cinco pesos- dijo pasándole el paquete.

-¿No eran cuatro, ayer?- gruñó Somarbide.

-Cuatro ayer, cinco hoy. Todo cambia, gordo, todo cambia. 

Somarbide asintió en silencio y volvió a buscar el fondo de la calle con la mirada.

-Juiciosa- murmuró tras el primer mordisco, y se quedó observando cómo la lluvia mojaba la ciudad una vez más.

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
5 de julio de 2009

Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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