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Flores rojas 
Cuento de Daniel Aloisio

El viento cambió de dirección tan de repente que una doble mata de pelo se solapó sobre su cráneo, formando un dibujo indefinido. Era una cabeza extraña, como su dueño, toda cosida de cicatrices oscuras que la recorrían por cada lugar al que a uno se le ocurriera mirar. Si es que uno se animaba a mirar. El tipo era un verdadero fenómeno de circo, uno de esos casos que obligan a la gente a desviar la mirada a su paso. No parecía tan viejo, tal vez tuviera menos años que cicatrices, aunque no era fácil saberlo.

 

De pronto parpadeó un par de veces, como para proteger sus ojos de un polvillo molesto que estaba comenzando a insinuarse en el ambiente. Entonces supe que seguía vivo.

El parque estaba desierto, pero él no parecía notarlo. Apenas se veían a lo lejos algunas manchitas fugaces que aparentaban ser autos, moviéndose por la autopista. Era esa hora del día en la que es demasiado tarde para emprender cualquier tarea, pero demasiado temprano como para dar por concluida la jornada.

 

Yo estaba sentado a su lado, en uno de los bancos de madera que rodeaban un cantero de lavandas. En silencio, esperando cada palabra suya como una clave para descifrar el misterio que suponía su presencia.

 

Durante muchas tardes lo había observado allí sentado, inmóvil y con la vista perdida en la lejanía, como una estatua más, aunque conservando no obstante, cierta chispa de humanidad latente en sus ojos grises.

 

Deliberadamente, había cambiado el recorrido de mis paseos vespertinos, para pasar enfrente suyo, buscando alguna reacción en su rostro de piedra. Jamás lo había conseguido y tal vez aquello, o mi casi enfermiza afición a los personajes extraños, me había llevado a sentarme a su lado y lanzar la primera frase.

 

-Cuénteme su historia -le dije aquella vez.

 

Él abrió la boca como si fuera a decir algo y luego la cerró. Me quedé esperando, como quien ha perdido el último tren de la noche y comprende lo inútil de seguir parado en el andén. Entonces habló.

 

-Fue en el ochenta y tres -dijo con una voz tan potente que me costó creer que fuera de él.

 

-Siga -lo animé.

 

-Estaba lloviendo, había muy pocos autos en la ruta. Era el cumpleaños de mi madre que vivía en Rosario y le había prometido ir al festejo. Mi esposa no estaba muy de acuerdo, salir a la tardecita, con una criatura tan pequeña... y esta lluvia, pero yo había hecho una promesa y estaba dispuesto a cumplirla.

 

-Así que fueron.

 

-Sí. Cargamos algunas cosas y salimos. Los primeros kilómetros fueron tranquilos, pero después comenzaron las señales.

 

-¿Señales?

 

-Advertencias, como quiera llamarles. Toda clase de pequeños contratiempos que debí haber interpretado como llamadas de atención para que no hiciera aquel viaje. Un cenicero que se cae, derramando todo su contenido en la alfombra, una piedra que da en un vidrio al pasar un camión a nuestro lado, en fin.

 

-Pero usted siguió adelante.

 

-Como un poseso. No puedo explicarlo, pero me sentía extrañamente eufórico, como si estuviera rodeado de un halo protector detrás del cual nada podía dañarme.

 

-¿Y su mujer?

 

-Iba en silencio, preocupada por la poca visibilidad y la cantidad de agua acumulada sobre el asfalto. De vez en cuando la veía apretar un poco los labios, cuando el auto perdía estabilidad al pisar un charco.

 

-Pero no decía nada.

 

-No. Ella era de esas mujeres a la antigua. Esas que preferían callar, antes de contradecir al hombre de la casa.

 

-¿Y el bebé?

 

-Nuestra hija, Vera. Tenía tres meses. Ella iba en el asiento de atrás, en una pequeña cunita que le habíamos improvisado.

 

-¿Dormía?

 

-Eso supongo, aunque no estoy tan seguro.

 

-Entonces...

 

-Entonces pisé la banquina. El auto rezongó un poco y comenzó saltar como loco. Traté de subirlo nuevamente a la ruta, pero la tierra estaba muy blanda y en un primer intento no pude. Volví a tratar con más fuerza y entonces sentí el estampido.

 

-Una cubierta.

 

-Se desbandó por el impacto. Comenzamos a dar tumbos. No se cuantos fueron, pero creo que si cierro los ojos podría contarlos. Quedamos a un costado del camino, en medio del barro, cabeza abajo. Recuerdo que en el primer instante sólo atine a mirar hacia atrás, Vera estaba en el techo del auto, sobre una alfombra de vidrios rotos. Lloraba, pero no parecía lastimada. La puerta del acompañante estaba abierta, retorcida. Mi mujer no estaba a mi lado, por lo que deduje que había sido despedida en alguno de los tumbos.

 

-Y usted...

 

-Estaba bien. Dolorido y cubierto de sangre, pero consciente. Mi cabeza debía haber golpeado varias veces contra algún filo, porque sentía cortes y machucones por todos lados.

 

Algo me oprimía el pecho, supongo que era el volante.

 

-¿Y cómo fue que salieron de allí?

 

-Un hombre. Paró detrás nuestro al ver el accidente. Pudo abrir mi puerta después de mucho esfuerzo y casi despedazarse las manos. Entonces me sacó y comprobé que ya había rescatado a Vera, sin un rasguño.

 

-¿Y su mujer?

 

-¿Rosaura?. La encontró a unos metros del lugar. Estaba muerta.

 

-Lo siento.

 

-Yo también, hubiera querido despedirme de ella. Siempre había sido tan...

 

De pronto volvió su rostro hacia el mío y ya no me pareció tan extraño. Era un hombre avejentado por el dolor, torturado por la culpa. Temí entonces haber sido inoportuno al obligarlo a remover su pasado e hice el amague de ponerme de pie.

 

-Aún no he terminado -dijo poniendo una mano sobre mi hombro. Me senté, obediente.

 

-Continúe -alcancé a decir en un susurro.

 

-Era bastante tarde y no pasaba nadie por allí, así que aquel hombre anduvo deambulando sólo de aquí para allá, por más de una hora, debajo de la lluvia. Cargándonos en su auto, asegurándose de que estuviéramos en condiciones de seguir viaje hasta el hospital más cercano, buscando nuestras pertenencias que habían quedado diseminadas por todos lados. Al fin partimos, yo iba en el asiento de adelante, con Vera en mis brazos. Rosaura iba recostada en el asiento de atrás. Él se había encargado de acomodarla con mucho respeto. ¿Está bien, amigo? -me decía a cada rato, mirándome preocupado. Yo asentía sin hablar. Estaba como atontado, quería llorar, pero no podía hacerlo, quería gritar, pero mi garganta estaba seca como un desierto.

 

Al fin llegamos a Rosario. Él se encargó de avisar a mis familiares, después de dejarnos en el hospital. Llamó a la policía, para informar del accidente y durmió aquella noche en el pasillo, junto a la habitación donde me internaron en observación.

 

Al otro día nos dejaron ir, Vera había salido ilesa del accidente. Yo tenía algunos golpes, nada grave. Nos acompañó al entierro de mi mujer. Fue una ceremonia sencilla, con poca gente. Un sacerdote estaba diciendo algunas palabras que yo no escuchaba. En un momento me volví hacia él y lo vi derramando unas lágrimas. Era curioso, yo no había llorado por Rosaura. Ninguno de los demás lo había hecho.

 

-¿Él la conocía?

 

-No, pero tenía esposa y un hijo pequeño, apenas unos meses más grande que Vera. Supongo que la similitud debe haberlo conmovido. Lo cierto es que aquel día se fue sin despedirse, sin darme tiempo a agradecerle todo lo que había hecho por nosotros. Apenas me quedó una tarjeta personal que le había entregado a mi madre mientras yo atendía a unas personas que habían venido a saludarme.

 

Después de eso y por un largo tiempo, no volví a saber nada de él. En muchas ocasiones llamé al teléfono que figuraba en su tarjeta, pero jamás contestó. Fue así como un año después, decidí viajar a visitarlo para expresarle personalmente mi agradecimiento. Tomé a Vera conmigo y partimos en tren hacia aquel pequeño pueblito, en la provincia de Córdoba. Cuando llegamos al que suponía era su domicilio, me informaron que ya no vivía allí. Su esposa había enfermado y él había partido hacia la ciudad, aunque na­die pudo decirme cómo encontrarlo.

 

Entonces volví a Rosario a tratar de rehacer mi vida y supongo que lo logré, aunque siempre sentí que no había pagado mi deuda de gratitud con mi salvador.

 

Un día, hojeando ociosamente un periódico de Córdoba, vi el aviso fúnebre. El apellido estaba escrito con letras remarcadas, como si alguien hubiera querido que yo supiera de la muerte de aquella mujer. Entonces pensé en él y en su pequeño hijo y vino a mi mente el recuerdo de sus lágrimas, en el entierro de Rosaura. Decidí viajar para acompañarlo en su dolor, tal como él lo había hecho alguna vez conmigo.

 

Desgraciadamente llegué tarde y la ceremonia ya había terminado. Preguntó a un empleado y me indicó cual era la tumba, así que, como pude y en silencio, dediqué una oración póstuma a aquella mujer a la que jamás había conocido. Junto a su foto había una flor roja, una rosa. Decidí entonces colocar un clavel del mismo color junto a ella, en señal de respetuosa compañía.

 

A pesar de los intentos que hice, no pude dar con el paradero de aquel hombre, sólo me quedaba de él el recuerdo y la imagen de la mujer a la que había amado. Así fue como, año a año, regresé a visitar aquella tumba, con la secreta esperanza de encontrarlo alguna vez y estrechar su mano. Cada vez que volví, encontré una rosa roja junto a la foto de la mujer y cada vez, dejé yo mi clavel, del mismo color y ...

 

Apenas fue un bocinazo suave, pero ambos nos sobresaltamos como si hubiésemos oído un tren, bramando a nuestras espaldas. Él interrumpió su relato y se quedó escuchando, atento. El parque seguía en silencio, como esperando sus palabras, yo aún sentado a su lado, sin percatarme del tiempo que había transcurrido desde que iniciáramos nuestra charla. El auto se acercó despacio y una mujer joven saludó desde adentro. -¡Vera! -dijo el hombre, poniéndose de pie.

 

Entonces yo hice lo mismo, mientras lo veía alejarse despacio, abriendo los brazos, como si pretendiera abrazar a su hija con auto y todo. Subió y miró hacia donde me encontraba. Levantó su mano y yo le devolví el saludo. Después sólo fue una mancha mas en la autopista.

 

Una buena historia -me dije, y comencé a caminar hacia mi casa. Al llegar encontré a mi padre, vestido con su viejo saco marrón y una corbata floreada que parecía uno de esos cuadros impresionistas que se ven en los museos.

 

-Parece que te vas de paseo -dije, tratando de imitar la voz de un vecino que siempre nos hacía gracia.

 

-Nos vamos -respondió mi padre, siguiendo con la misma tonada.

 

-¿Y a quién se supone que vamos a ver con esa pinta?

 

-A mamá.

 

No sé por qué, pero ambos nos pusimos serios de repente, como si fuéramos cómicos de teatro y desde abajo del escenario nos hubieran avisado que el acto había terminado.

 

-¿Papá?

 

-Mmm...

 

-Hoy vi a un viejo amigo tuyo.

 

-¿Y qué dijo?

 

-Gracias.

 

-Mmm... -musitó mi padre, y estampó un beso sonoro en la rosa roja que llevaba en su ojal.

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
29 de noviembre de 2009

Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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