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"El legado" 
Cuento de Daniel Aloisio

Al fin llegué a aquel sótano. Descendí por unos escalones crujientes y volví a mirar hacia arriba. Era como presenciar una lluvia de estrellas. Cada minúsculo agujero del techo dejaba pasar un rayo de luz que se perpetuaba en la polvareda del ambiente. El aire olía a guadal, a encierro, a animales muertos tiempo atrás. Un viento salobre hendía las paredes de la casa y resonaba allí abajo como un murmullo cansino. Debían faltar dos horas para el ocaso, a juzgar por la tonalidad rojiza que teñía las nubes cuando entré a aquella casona sin techo.

Por primera vez sentí miedo, sed, frío. Dejé mi alforja en el suelo y me detuve un instante a observar cuanto me rodeaba. Toneles destrozados, maderas, trozos de cuerda, y una pila de huesos sobre cuya procedencia no me atreví conjeturar. Nada más. Ni agua, ni comida, ni un jergón donde echar el cuerpo dolorido. Había corrido sin detenerme y los pies me quemaban como si hubiera andado sobre brasas. Mi pecho bramaba con cada bocanada de aire sucio que me llenaba los pulmones.

 

"Sangre y fuego" (C) Rolando Polo

Me arrojé al suelo sin intentar amortiguar la caída. Cerré los ojos e instintivamente traté de recrear el rostro de mi madre. Sus palabras llegaron antes que cualquier imagen: Váyase urgente de aquí, que el ejército anda escaso de hombres y yo no quiero que me lo lleven a la guerra. Busque hacia donde cae el sol. Corra y no se pare ni para ver si lo acompaña su sombra. Cuando llegue a la casona abandonada métase al sótano y espere. Mañana habrán pasado.

Mi madre era una mujer dura, de rostro ajado y ojos grises, y tantas palabras juntas saliendo de su boca sólo podían justificarse si un peligro inmenso y desconocido nos acechara. Eso me inquietó sobremanera.

Podía recordar cada frase hosca pronunciada por sus labios resecos. La guerra contra los bárbaros, su brutalidad, el heroísmo de nuestro ejército, y aquel hombre muerto antes de que yo naciera y cuyo recuerdo le hacía poner la mirada turbia. Una vida demasiado dura como para permitirse cualquier sutileza.

Desde niño me había acostumbrado a sus largos silencios, a su mirada ausente. Un gesto para ordenarme que trajera leña, otro para ir a buscar a los animales, no mucho más. Ni una caricia, ni un canto, ni una sonrisa a medias. Como si la culpa de aquella guerra tan eterna como absurda recayera sobre mis espaldas de muchacho. En las noches un sacudón firme para despertarme de mis pesadillas, un chistido corto y agudo, alguna palabra entre dientes.

Mis sueños de guerra y muerte, la imagen monstruosa de aquellos bárbaros a los que jamás había visto, pero cuyas figuras se me aparecían como pesados fantasmas. La ilusión de contemplar aquel ejército que siempre peleaba en colinas extrañas y nunca se acercaba a estas tierras, que defendía nuestras vidas sin que se lo hubiésemos pedido. Aquella milicia a la que siempre había soñado con pertenecer... Y ahora esto: Corra y escóndase en un sótano. No lograba comprenderlo.

Algo crujió sobre mi cabeza y me trajo de un tirón al presente. Pasos en la planta alta. Gritos. Lenguaje humano confundiéndose con el viento. Algunos golpes lanzados con saña contra las paredes.

Tomé mi alforja y me arrojé detrás de unos barriles. Un segundo después, un rostro macilento se enmarcó en el recuadro de la portezuela. El desconocido descendió con precaución, tratando de acostumbrar su vista a la oscuridad. Desde mi posición podía verlo deslizarse con paso atlético, revisando un rincón y otro. Su porte impresionaba. Aún en lo precario de mi situación logré calcular que su altura rondaría los dos metros.

De vez en cuando dirigía su mirada al piso y revolvía el guadal con los pies. Llevaba unas botas negras que le subían hasta las rodillas. Su uniforme estaba hecho jirones, teñido de sangre aún fresca. Jadeaba, gruñía, arrojaba puntapiés al aire y volvía a parase con las piernas abiertas y los brazos en jarra.

Después de un rato desapareció por donde había llegado. La escalerilla crujió bajo su peso y ya no volví a verlo. El silencio se hizo espeso otra vez. Los gritos se perdieron como lo harían los rastros de una pesadilla. La noche me envolvió en su trama y me arrebató las pocas fuerzas que aún conservaba.

Caí en un sueño profundo, plagado de imágenes rojas que martillaban mis párpados por dentro. Vi a mi madre de pie sobre una roca, los animales corriendo enloquecidos por el campo. Fuego, humo negro cubriendo la silueta de las montañas, cascos de caballos girando a nuestro alrededor. Sus manos callosas sobre las mías, una amuleto en el bolsillo, un beso en mi frente, sus ojos arrasados por las lágrimas. Curiosamente, en mi sueño ella joven y hermosa, y su mirada era tan dulce como las frutas. Me amaba, podía sentirlo.

De pronto unas llamaradas grises crecían a sus espaldas. Ella parecía no advertir cómo la iban envolviendo. Aquel extraño fuego iba subiendo por sus ropas y la consumía como una hoja seca. Ella extendía su mano hacia mí y decía algo que yo no alcanzaba a comprender.

Desperté bañado en sudor, aterrado por mis propios gritos. El sótano aún conservaba ese tinte de negrura propio de la noche. A tientas rebusqué en mi alforja y mis dedos hallaron un trozo de pan duro y una botella. Comí y bebí como si ya nunca más fuera a hacerlo. Mastiqué cada trozo con rabia, con impotencia.

Por un instante pensé en salir de aquel lugar y llamar la atención de los soldados, unirme a ellos para acabar con aquellos que asolaban nuestras tierras. Pero ya no estaban allí, lo sabía. Andarían cabalgando por pastizales quemados entre alaridos y juramentos.

Me obligué entonces a cerrar los ojos y a dormir. De alguna manera debo haberlo conseguido porque lo siguiente que recuerdo es el tibio roce de un rayo de luz sobre mis ojos.

Con el cuerpo entumecido me puse de pie y salí en busca del amanecer. Mis pensamientos giraban como las nubes que preceden a la tormenta.

Desanduve el camino hacia el rancho con la vista clavada en el suelo. Había huellas de caballos que iban y venían, que giraban en una danza loca de avispero sacudido. Me pregunté entonces por los bárbaros a los que combatíamos, pero por más que me esforcé no llegué a imaginar que tipos de animales montarían. Quizás fueran bestias de seis patas, o brillantes insectos de caparazones crujientes. No podía saberlo.

Después de haber bordeado el monte que ocultaba de mi vista el pequeño valle, enfilé decidido hacia la última colina que me separaba de mi destino. Casi llegando a la cima oí las risas, y los cantos, y el resoplido de los caballos que sonaban como un coro de fantasmas.

Recorrí los últimos metros arrastrándome sobre mi vientre, con la nariz oliendo el polvo para no asquearme con el hedor de la carne quemada. Me acerqué y vi. Vi aquello que no puede narrarse con palabras aunque se quiera.

Ellos reunidos en un círculo, con sus botas de cuero y sus uniformes raídos. El rancho incendiado, los animales arrastrando sus vísceras por el polvo, la sangre haciendo grumos sobre la tierra seca.

Entonces lloré. Y comprendí de qué había querido preservarme mi madre. De ellos, de los bárbaros a quienes decíamos combatir. Entendí que nuestro ejército había sido derrotado, o que quizás nunca hubiera existido más que en la imaginación de nuestra gente. Comprendí que aquel viejo recurso de preservar a los jóvenes le había permitido a mi pueblo sobrevivir a cada invasión, a cada siembra de locura y muerte. Y que era mi turno de hallar a los supervivientes, de restañar heridas y de volver a creer en un ejército que alzara sus lanzas y desterrara de una vez y para siempre a los malditos opresores.

Daniel Aloisio
Gentileza del blog: Extrañas epervivencias  
http://www.epervivencias.blogspot.com 
email: aloisiodaniel@yahoo.com.ar 
viernes 10 de diciembre de 2010

Autorizado por el autor

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