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Caja de secretos
Cuento de Daniel Aloisio

La noche, mustia, cae sobre los techos en sombras. Desde mi balcón puedo ver cómo las luces de los autos se entrecruzan sobre el puente, para perderse después en la avenida.

Tras los volantes, imagino conductores taciturnos. Personas grises, de rostros pedregosos, que regresan a sus casas montados en coches caros, para seguir siendo nadie. Cruzan el río, que los mira desde abajo como un confesor: lava sus secretos y los pierde, aceitosos y mansos, en la turbidez de sus aguas.

Pero abajo, en la calle, el asfalto hierve: conos de luz zigzagueante, sombras rotas, voces de mando que se confunden con un taconeo desordenado, errático. Golpes en una ventana, en otra. Insultos, chillidos histéricos, llantos.

Un uniformado ha señalado hacia arriba, y su dedo acusador me ha encontrado en la ventana. Ahora corren hacia mi puerta, y la derriban con pocos golpes. Sé que estarán aquí antes de que pueda moverme. Entiendo que de nada vale ocultarme. Me acuesto en la cama, cierro los ojos, dejo que el pasado regrese:

Y recuerdo una bochornosa siesta de enero. Ana lleva la caja bajo el brazo y sortea, con más celo que éxito, las zarzas que atraviesan el camino. Atrás, Carlos y yo cargamos las cañas, el balde robado de un patio vecino, la lata de las lombrices.

En un recodo, antes del llegar al río, Ana se detiene. Nos mira como a dos extraños, se recoge el vestido para sentarse. Carlos y yo la observamos de pie, confundidos, después dejamos las cosas a un lado y nos tendemos cerrando un círculo en torno a la caja. Ana la ha forrado con papeles de colores: el cartón aún huele a engrudo y a tinta fresca. En uno de sus costados ha escrito "Secretos".

"Tulipanes" por Meli Caelli
Río Cuarto, Córdoba, Argentina

Carlos dice que hace calor, que sigamos hasta el río, pero ella niega con la cabeza y lanza una risita divertida. Tiene doce años, dos menos que nosotros, y los bultos en el pecho le han crecido sin que nos diésemos cuenta.

Yo propongo que lo hagamos enseguida, que terminemos, pero Carlos parece vacilar. Un sudor gomoso le cubre ese bigotito incipiente que tanto envidio. Por un momento sospecho que la idea no ha sido sólo de Ana. Cuando sonríen a dúo, lo confirmo.

—Primero vos, pelado —dice ella, y me acerca la caja— Tu mejor secreto acá adentro, ¡Y sin mentir, eh!

Murmuro algo entre las paredes de cartón y la devuelvo, aliviado. Ellos hacen lo propio e intercambian una mirada que me hace doler las costillas. Ana cierra las tapas, se suelta el pelo y usa la cinta, roja como su cara, para atar la caja. Después me mira con los ojos turbios y sonríe. Si el amor arde en el estómago, entonces creo que he comenzado a amarla.

Sumidos en un terco silencio, hacemos el trecho que nos separa del río. Llegamos jadeando, Ana adelante, nosotros atrás, como queriendo devorarla con la mirada. Ella corre con los pies descalzos y se interna en el agua, sosteniendo la caja en alto.

Haciéndonos visera para evitar el sol, la vemos arrojar a la corriente ese pequeño receptáculo de nuestras palabras. El aire parece espesarse mientras el cubo de cartón se bambolea entre las piedras hasta hundirse.

—Ya está… —dice Ana una vez afuera—. El vestido le chorrea entre las piernas flacas, un viento fresco le ha endurecido los pezones tiernos.

»Ahora nadie va a conocer nuestros secretos —agrega—, y vuelve a lanzar esa risa loca que me hace arder el estómago.

La tarde se desploma, los años aceleran su paso. Carlos deja el pueblo para alistarse en el Ejército, y nunca más regresa. Ana se convierte en mi mujer, crece entre sombras y recuerdos de amores perdidos, y languidece regando geranios en nuestra casa de dos plantas.


Ahora abro los ojos a la noche. Me incorporo, sobresaltado por los pasos en la escalera. La cama, aún tibia, muestra el dibujo de nuestros cuerpos sobre las sábanas arrugadas. Corro hacia el balcón y me asomo una vez más, quizá la última, para contemplar el charco rojizo que no deja de agrandarse.

La gente ruge al verme, la puerta de mi habitación se quiebra como una astilla y deja pasar un puñado de hombres jadeantes.

—Yo no he sido —le digo a los uniformados que me apuntan con sus armas—. Ella saltó sola, para buscar sus secretos.

»Y yo, que la amo, no he querido detenerla.

Daniel Aloisio
Gentileza del blog: Extrañas epervivencias  
http://www.epervivencias.blogspot.com 
email: aloisiodaniel@yahoo.com.ar 
jueves 16 de diciembre de 2010

Autorizado por el autor

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