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Acaso mueras hoy 
Cuento de Daniel Aloisio

Era tarde. Por el resplandor pudo intuir que anochecería en una hora, no más. Giró la cabeza y apuntó el ojo derecho hacia la hendija luminosa, pero sólo alcanzó a distinguir sombras allá afuera. Sabía que despegarse del suelo significaría un balazo en la carne. Los desgraciados le acertarían a una cucaracha a doscientos metros. Así que siguió allí, tendido en esa zanja pestilente, tapado con los restos de un camión destrozado por los tanques.

Como otros, había sido arrastrado a una guerrilla insensata que se desangraba en los montes mientras los cabecillas negociaban prebendas en oficinas alfombradas. Seis meses de escaramuzas diezmaron la tropa. Fiebres, diarreas y alimañas se habían encargado del resto. De los quince que quedaban, sólo él y Oyola conservaban algún rastro de humanidad en los cuerpos, los otros eran despojos que cargaban un arma. 

De noche se reunían en torno a un fuego improvisado. Asaban algo y conversaban en voz baja sobre una guerra tan perdida como inútil. Sabían que el Gobierno los dejaría extinguirse como brasas bajo el rocío. Apostaría el ejército aquí o allá, donde hiciera falta para matar uno o dos guerrilleros  por semana y perpetuar así la idea de la amenaza nacional, de la pústula latente que justificaba todo esfuerzo, todo derroche de maquinaria bélica. Terminar con ellos demasiado rápido sería un mal negocio, una necedad.

Algo chapoteó a sus pies y se acercó despacio. Le golpeó el tobillo dos o tres veces con un caño romo y  susurró como en una plegaria: —Garza, vamos para atrás. Agarré unos cuises…

Oyola nunca terminaba las frases, decía lo necesario, para qué más. Garza giró sobre sí y lo vio alejarse en cuatro patas y perderse tras unas plantas. Había anochecido mientras él se adormecía entre recuerdos. Un viento acre silbaba sobre los sauces y, si prestaba atención, podía oír el río tras el atronar de los grillos.

Se estiró despacio y el calambre le atenazó la pierna tiesa. Maldijo, se apoyó en el fusil y rodó hacia fuera de la zanja. Algo blando se le pegó en la espalda desnuda. Estos hijos de puta cagan en cualquier parte —pensó—, y aprovechó el envión para revolcarse en unas matas y ganar el monte que ya empezaba a dormirse.

El médico sopló por la nariz y asintió. Se conocían de años, de una adolescencia bucólica poblada de bailes y persecuta de mujeres. La guerra había vuelto a juntarlos.

Se quedó mirándolo con una mueca risueña y después de cavilar un rato le chasqueó los dedos frente a los ojos.

—Algunos tipos tienen buen culo, eh —murmuró

Garza pestañó dos o tres veces. Giró la cabeza hacia la voz y después de algún titubeo logró fijar la vista en la figura que lo flanqueaba. El sonido de los grillos se apagó de golpe. Desapareció la sombra del bosque, el olor a pólvora.

Quedó sólo un galpón hacinado de quejosos y moribundos, y una figura espigada que le seguía sonriendo.

—¿ Y ahora qué querés, Álvarez? —dijo— ¿otra vez sangre?

El médico negó con la cabeza. Se acercó un poco más a la cama y le asestó una palmadita amistosa en el hombro. La calva le relucía de transpiración, tenía los ojos enrojecidos, la piel grasosa.

—Dejá de llorar, cagón —murmuró—. De todos los que vi hoy, sos el único que va a salir de acá por sus propios medios. Además en el pueblo te está esperando tu mujer, así que me imagino que estarás juntando fuerzas.

—¿A qué viniste, pelado? No vas a empezar otra vez con eso de que vos y tus amigos me la atienden mientras yo estoy en el hospital…

—¡No, boludo! Aflojá. Vine por otra cosa.

Garza cerró los ojos y recordó la última vez que había oído esa frase: ¡Garza! —estaba gritando Oyola esa mañana terrosa a la salida de un barranco—.  ¡Garza!

Corría con las piernas temblándole como alambres, tenía la camisa pegada al pecho con una pasta de sudor y entrañas. ¡Garza! —decía escupiendo sangre—. Y él por no abrazarlo y llorarle la muerte antes de tiempo lo hacía recostar a su lado, hablándole despacio, como a un chico. ¿Qué pasa, Oyola? ¿Hoy no comemos cuis? ¿Nos están cagando a tiros, Oyola?

La broma era un espanto, una atrocidad ridícula para escaparle por un rato a la guerra.  Oyola lo entendía así, con sus ojos vidriosos de medio difunto y una sonrisa torcida como si ni aún el frío de la muerte pudiera apagarle el humor, alcanzaba a articular: Hoy no hay cuis, Garza, vine por otra cosa…

Después se iba despacio, con un temblequeo imperceptible y una mueca extraña en la cara. Garza lloraba, se ahogaba con un vómito amargo.  El cielo giraba sobre su cabeza. Un sacudón firme lo traía de nuevo al presente.

Abrió los ojos más de la cuenta y el dolor le perforó las sienes. El médico estaba al lado, lo miró con gesto grave y  le tomó el pulso. Una enfermera apareció de entre las sombras  y le hincó una aguja en el brazo. El líquido espeso, tibio, le subió por las venas y lo sumió en un sueño profundo.

Despertó a la noche. Un rumor confuso llegaba desde el patio en penumbras. Se veían luces, sombras de camiones que se entrecruzaban en la explanada del mástil. Oyó voces de mando, golpear de puertas y ventanas.

Se incorporó un poco en la cama y trató de ver qué estaba pasando, pero sólo distinguió siluetas recortadas en el patio. Suspiró, tenso, todavía abrumado  por el episodio de la  tarde. Pensaba en esto cuando recordó a Álvarez, el médico, dijo que venía por algo…

Aún se oían ruidos en el patio cuando apoyó la cabeza en la almohada. Un camión giró en la explanada e iluminó por un segundo el pabellón, la cama, su cara. Garza entornó los ojos y giró la cabeza haciéndose reparo con las manos.

Entonces vio el papel.

Era pequeño, amarillento, y parecía haber sido arrojado con apuro sobre la mesa de luz. Lo tomó despacio, haciéndolo deslizarse entre los dedos  flacos. Una caligrafía apretada ocupaba los primeros renglones. Reconoció la letra de Álvarez en la nota. Decía:

Garza. Esta noche me trasladan al norte. Allá las cosas están feas, y no hay médico que alcance. En una semana estarás afuera, caminando solo. Verás a tu mujer y hasta quizás termines atendiendo a la mía, hijo de puta.

No sé cuándo vuelvo. No sé si vuelvo.   

¿Te das cuenta, Garza? Vos nunca tuviste miedo de morir. Yo sí.

Por las dudas, hagamos un trato: el que lo vea primero a Oyola le encarga unos cuises, para la noche.

¿Querés?

Daniel Aloisio
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
Gentileza de http://www.epervivencias.blogspot.com/

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