La soledad del solitario
Juan Almendares

Nuestro personaje  aparentaba vivir en una profunda soledad. Desconocía como se llamaba; sin embargo lo identifiqué  con el nombre de  “solitario”; era silencioso al caminar. Cierto día me conmovió el hecho de verlo moverse renqueando; observé y deduje que padecía  de un profundo dolor en la cadera derecha. Los vecinos del barrio lo ignoraban porque era un “discapacitado” o un ser, como lo indica la nueva jerga profesional, con “necesidades especiales”. Algunos creían que la causa del dolor se debía a la inyección de una medicina que se había cristalizado en los músculos traseros. Se alimentaba de las sobras que le ofrecían los demás. Un alcohólico, conocido como “el muecoso”, porque era el hazmerreír  de la gente cuando realizaba sus  muecas y la  manera de ganarse un trago del guaro  que promueve el Estado, resultó con el tiempo su mejor amigo porque ambos al vivir en el abandono, entablaron la amistad en el “hogar de la injusticia”.

 

Dormían en las aceras de la calle principal de El Guanacaste.  Su lecho era  el plácido y frío cemento. Se arropaban con las bolsas plásticas vacías de la pútrida basura. Su compañía nocturna eran  las cucarachas gigantes  que  cuando eran iluminadas  por los faroles de los autos alzaban vuelo confundidas para luego posarse sobre  aquellos dos cuerpos segregados por la discriminación social. El solitario, era vencido por el sueño al inhalar  el aliento alcohólico de su único amigo.

 

Cada mañana  me dedicaba a observar la soledad de Solitario; la profunda tristeza, que se expresaba en  la mirada dirigida hacia el suelo. Pensé que se trataba de un caso de depresión profunda y que podría terminar  en el suicidio; me preocupaba   el hecho de que poco le importara cruzar la calle y ser atropellado por los autos que circulaban a alta velocidad. En varias ocasiones rechazaba la comida. Pensé en algún momento proporcionarle  medicina homeopática; se me ocurrió que Árnica o Aurum metalicum podrían ser los remedios indicados; pero cómo podría hacerlo sin pedir su autorización o sin estar seguro si mis servicios podrían o no ser rechazados.

 

Pasaron algunas semanas y ocurrió una sorpresa; vi a Solitario sonreír, con un espíritu muy alegre. Con la mirada frente a frente, desafiante y viva. El desayuno que le ofrecí se lo comió con un apetito voraz. Por arte de magia la depresión se había ido al cuerno. Aquella alegría fue contagiosa; porque yo también me puse a sonreír, empecé a dormir plácidamente y a escribir esta historia.

 

Algunos hechos no me quedaban claros y mi espíritu inquisitivo me llevó a formularme las siguientes preguntas: ¿Qué contribuyó a la desaparición de la depresión? ¿Cuál fue la causa de su alegría? ¿Por qué movía constantemente la cabeza? Lo observé  de nuevo a la mañana siguiente y pude notar que tenía un hermoso collar que sin ser de perlas tampoco restringía el movimiento de su cuello. Era un collar de la esperanza y la alegría que le regaló una generosa mujer que tuvo la intuición de que los actos pequeños y sencillos llenos de cariño y ternura son significativos en la vida, no sólo de los humanos sino de aquel perro que llamé Solitario. El animalito que me enseñó a no olvidar que el cariño es una de las mejores medicinas para la depresión.

 

Luego, cuando caminaba por  la calle principal de El Guanacaste, sentí el serio compromiso de luchar por los derechos de los perros callejeros  y  por un plan de justicia  con sus compañeros  niños, niñas, hombres,  mujeres   alcohólicas que duermen bajo el frío y la lluvia; ajenos, en su miseria, que estaban arropados con las bolsas de la basura pútrida de la corrupción.

Tegucigalpa, abril, 2007.  

Juan Almendares

juan.almendares@gmail.com
http://www.movimientomadretierra.org/
www.dignidaddelospueblos.hazblog.com 
http://dignidaddelospueblos.wordpress.com/

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