El cazador y el colibrí
Juan Almendares

El cazador limpiaba su Winchester y con tono orgulloso decía “Donde pongo el ojo, pongo la bala”. El colibrí le respondía al dirigir su mirada hacia las flores silvestres: “donde pongo mis ojos encuentro la ternura del amor”. 

El rifle brillaba, cuando el sol era más pleno. -¡Precisión! ¡Precisión! Esa es la clave- expresaba el cazador. Mientras acariciaba el Winchester, su pupila se centraba en la mira telescópica para calcular el momento y la distancia correcta del disparo y no fallar en el objetivo. 

Lo acompañaba su perro, al que educó para ejercer la cacería. Le llamaba “El Furioso” por ser eficiente en la captura de los animales heridos y moribundos.

-Esta madrugada fue exitosa-, dijo con el aire soberbio de quien vence al más débil. -Logré el disparo certero en el corazón del venado-, que se desplomó sin hacer ruido y sin lastimar la hierba. “Me encantó, cómo antes de morir cerraba sus grandes ojos”. Trazó un círculo alrededor del orifico de entrada de la bala, en el pecho del venado y delimitó en forma meticulosa el área anatómica del corazón. Esta habilidad lo convirtió en profesor de la Escuela de Medicina Veterinaria. Tomó una fotografía del trazado geométrico y con gran júbilo manifestó: “¡Esta foto será parte del álbum histórico del arte cinegético mundial!”

Mientras suspiraba, continuo su soliloquio, su pecho silbaba. Estaba ansioso; por lo cual descansó bajo la sombra del roble. Sin embargo, continuaba diciendo: “No soy feliz y lo seré hasta que con este Winchester pueda cazar al colibrí, en el curso de su vuelo; porque así pasaré a la historia, como uno de los mejores cazadores”. 

En el curso de su monólogo se quedó casi dormido para entrar en un estado de ensoñación. Su memoria remota, estaba, sin embargo, más viva. Recordó que cuando era niño lo llevaron a una cacería de peces mediante el uso de la dinamita. Después de la explosión aparecieron flotando en las aguas centenares de peces muertos con los ojos arrancados de las orbitas. Estos órganos eran como si fuesen testigos oculares horrorizados de aquella masacre.

Su padre, que era cazador, le había enseñado, desde los doce años de edad a matar los tijules por la negrura de su plumaje y a los zorzales porque despertaban con su canto a las mazorcas de maíz.

Luego recordó aquellas ferias, con las ruedas luminosas de Chicago, el tiro al blanco contra las figuras de los patos en movimiento.

Acompañó a su padre, quien con sus amigos turistas participaba con frecuencia en las matanzas de patos migratorios en la Costa Sur y en las masacres de las iguanas en los cerros cercanas a la Costa Norte de Honduras.

Aprendió que la sala de su hogar debería estar adornada, además, con cabezas de venados y jabalíes disecados. Tenia un álbum de colores muertos; producto de la caza de las mariposas durante las prácticas de zoología en el colegio. 

Su padre se lamentaba por no haber estudiado medicina y graduarse de cirujano; porque por medio de la cacería desarrolló habilidad quirúrgica, para localizar donde penetró la bala, que órgano perforó y cuál fue el orificio de salida.

En el curso de este estado onírico aparecieron algunas imágenes de aquellas películas que hacían gala del genocidio de elefantes, tigres y jirafas durante los safaris en África.

A los quince años asistió a la Escuela de Cacería y era la mascota del club. Admiraba a su profesor, que gritaba con entusiasmo: ¡Precisión! ¡Precisión!. En cierto momento, durante la clase; una hermosa mariposa negra posó en la pared y fue aplastada por la mano del profesor; quien, por ser supersticioso, creía que éste insecto era el presagio de la muerte. 

En la Escuela de Cacería le enseñaron a disparar sin miedo; a despojarse de todo sentimiento sobre la vida de los animales; a manejar el rifle y la escopeta; a ser preciso en los puntos mortales, a tener espíritu de cuerpo solidario entre los cazadores, a respetar las normas, el código de cacería y a comprender que el buen cazador es un buen soldado de guerra porque aprende a destruir el objetivo, sea animal o humano. 

El canto de las guaras y las loras lo despertaron; lágrimas de alegría suscitaron las memorias. Se limpió sus ojos y los lentes. El júbilo, sacudió su cuerpo; porque a diez metros de distancia estaba un colibrí que se movía continuamente de flor en flor. Luego se dijo a sí mismo: “esta vez no podré fallar porque tengo tan cerca de mí a este pajarillo.” Su ser total se centró en aquel cuerpecito vivo de colores haciendo caso omiso del entorno. Sin embargo estaba nuevamente ansioso, sudaba a chorros, porque quería ser perfecto y no errar el tiro.

Disparó y luego volvió a ver la mira telescópica y pudo notar que el colibrí se movía con naturalidad. La furia se apoderó de él. Sintió en su pecho un intenso dolor, justo detrás del esternón. La sensación dolorosa se irradió, en el miembro superior izquierdo, parte lateral interna del brazo, antebrazo y dedo meñique.

La debilidad lo obligó a dejar caer su rifle. Su cuerpo se desplomó; pensó que había recibido un balazo en el corazón, no obstante no detectó orificio de bala ni sangre, ni señal alguna de que hubiese sido herido. A poca distancia miró una hermosa mariposa negra que ya no pudo aplastar con su mano.

El colibrí alzó su vuelo y manifestó: “Puedes cazar mis lágrimas, las gotas del rocío, el canto del tijul o del zorzal; los ojos de los peces, al ser humano, a la cultura de un pueblo, al planeta tierra o cazar a las estrellas con la guerra de las galaxias; pero jamás podrás cazar el libre vuelo de la imaginación poética del movimiento por la unidad de la naturaleza y de la humanidad, cuyo fundamento es el amor a la vida”. 

Juan Almendares

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