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Por la causa (1)
Andrés Aldao

«Evocarían hombres como torres que se fueron

desmoronando, compañeros que no regresarían nunca

de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo,

ni una imagen... Ni la postura en que cayeron

acribillados quedaría.»

Juan Marsé

Se arrebujó en el portal para protegerse del chubasco. Y del miedo. Un miedo que iba creciendo al compás de las horas, las sirenas y esos ruidos que, afinados en la noche, se descarnan y explicitan. Dormitaban en su mente, tensas, en vigilia, las preocupaciones que absorbieron sus dos últimos años: militancia, encuentros, reuniones, riesgos y el temor a la tortura y la muerte. Los recuerdos lo llevaron a la que fue su vida cotidiana; la ligereza existencial, los días descomprometidos del estudio en el nacional, los amigos, la música y los libros, las charlas telefónicas casi siempre intrascendentes, las noviecitas del secundario, el bulín en la casa de sus padres con pósteres de Los Beatles, Sui Generis. Sueños adolescentes bocetados casi siempre ante el espejo: pitando el cigarrillo como los grandes, ensayando jetas de enamorado y el susurro de frases de galán en la oreja de una minita fabulada, acomodando las ondas del pelo, o examinándose, en delirio, los brulotes impiadosos del acné pustulento.

Deseaba olvidar. Aunque el desvanecimiento volvía a recobrar sus formas definidas, el miedo retornaba, recrudecía y no le dejaba huir de la pesadilla de las últimas horas. Ahora percibía, nítidos, el pánico, la orfandad, el mañana incierto. Aguardaba el nuevo día sin saber hacia donde rumbear. Sabía que estaba cerca de plaza Once; oía las sirenas de los coches policiales, raudos, amenazantes. Estaba agotado, pero el miedo continuaba apremiándolo. Tengo que permanecer lúcido, o pierdo, pensó desesperado. Los otros habían muerto. Estaba seguro. Y pensaba en Inés. Su imagen, límpida y cálida, se insertaba en su temor. Sobrevivir, ¿pero cómo? Que llegue la mañana de una vez, la gran puta, murmuró.

El día remontaba grisáceo, triste. Caminando llegó hasta Medrano y Rivadavia. Entró a un bar y pidió café con leche y un churro. Estaba desvinculado de todo. Absolutamente. Se le ocurrió llamar al “buzón”. Quería cerciorarse – ingenuo – de que fue una delación y no casualidad. La voz melosa de la mujer le dijo: Te dejaron una cita en…

Fue como oír la sentencia: sabía que era una celada estúpida. Tan estúpida como su llamada. Nosotros vamos a ser los próximos – se le ocurrió impotente –. Tenemos que salir del país. Debo avisarle a Inés; que se raje cuanto antes... Que corte toda relación con la gente de la orga: debe haber un buchón infiltrado, carajo.

Llamó por teléfono a la tía de la madre.¿Puedo ir a tu casa Mercedes?...¡Por favor,!...Y no le cuentes a mi vieja que te llamé... Tomó el 104 hasta Liniers. El cielo parecía una plancha

plomiza; las nubes tenían un tono oscuro mate. Contemplaba al gentío que circulaba por Liniers; era como una romería ocupada por vendedores de baratijas, quioscos de cualquier cosa, gente apretujándose para subir a los colectivos. La vida daba vueltas y él metido en un callejón cuyo final no podía vislumbrar.

Llegó a la casita de Ventura Bosch. Mercedes lo hizo entrar toda compungida:¿Qué te pasó? Estas a la miseria... andá a pegarte un baño. Le narró parte de lo sucedido: Si tu madre llega a enterarse le va a dar un patatús, comentó la tía. Durmió hasta bien entrada la noche.

La mujer le pidió que no se quedara: Dejame sólo pasar la noche, tía, mañana me voy. Vieja cagona, la ofendió en silencio. Sabía que era injusto.

Los pocos que conocía estaban muertos; otros andaban ocultos y no podían dar la cara. Ignoraba, incluso, como retomar los vínculos. Desesperado, llamó a Darío al trabajo y le relató con medias frases parte de lo ocurrido

−Andá a verlo a Atilio, es un viejo amigo de la infancia –le sugirió el hermano–. No es trigo limpio pero tiene vinculaciones y te va a echar una mano. Por guita no te hagás problemas, hermanito. La gran joda es como lo va a tomar la vieja.

−Decime, ¿desde qué teléfono me estás llamando…? Ah, bueno. Anotá...

Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había ocurrido:

–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con preocupación.

–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué desastre!

Se encontró por fin con Atilio. José Luis le resumió lo que había ocurrido:

–Tengo que rajar: ayudáme a salir del país –. le dijo mirándolo con preocupación.

–Ya sé, me lo contó Darío y lo leí en el diario. Che, ¡Qué desastre! ¿Y vos como te piraste, pibe? – le preguntó relojeándolo.

–Inés y yo – es mi amiga, ¿sabés? – perdimos el colectivo: tomamos el siguiente y nos bajamos dos paradas antes. Por seguridad. Llegamos un poco tarde. Mientras caminábamos hacia el lugar escuchamos sirenas, tiros, un quilombo terrible. Cruzamos la calle y tomamos el primer colectivo que pasó por la parada. Más tarde vi el noticioso de la tele en un bar y me enteré que habían matado a todos.

Se quedó callado: tenía un sollozo a flor de ojos.

–¿Qué pasa con tus otros compañeros? ¿Cómo es que te dejaron en la estacada, eh? – José Luis no respondió.

−Para mí es un compromiso muy serio y peligroso, pibe – le dijo Atilio – Mañana te contesto...

Al día siguiente Atilio le informó que le conseguiría documentos. Le pidió un par de fotos: Te vas en lancha vía Uruguay. Arreglaron la próxima cita y cada uno se fue por su lado. Un tiempo más a la deriva.

No tenía dónde dormir y no quería comprometer al hermano. Se hizo cortar el pelo y la barba. Continuó yirando discretamente por recovecos de Buenos Aires. Pasaba horas en los cines de Santa Fe y Lavalle tratando de no llamar la atención. Lo flanqueaban parejas tomadas de la mano; mujeres y hombres, tipos trajeados y empleaditos, muchachos y chicas con vaqueros ceñidos, sonriendo despreocupados. Él los contemplaba con ganas de quebrarse. Se sentía como una uva solitaria dentro del racimo. Andaba en la zona de los bancos; hombres y mujeres se le antojaban hormigas. Confundido dentro de la multitud se sentía protegido: era otro gregario de la manada. 

Trató de recordar cuándo fue la última vez que durmió de un tirón, sin sobresaltarse por ruidos extraños, el gorjeo de un ave nocturna o los vientos que arrastraban hojas secas, el vómito belicoso de algún borracho despreocupado en la madrugada, las sirenas agoreras que cruzaban sus temores, aullidos de perros y gatos riñendo por la carroña junto al contenedor.

Cada sonido le evocaba peligros. El miedo le incordiaba, se le iba convirtiendo en un terror melancólico. Percibía la angustia como una cuña alojada en el estómago. La espera se le antojaba una agonía; como sentir las discretas zancadas de la muerte. Un par de días después volvió a encontrarse con Atilio. Éste lo invitó a comer en el pequeño restorán de la calle Maipú cerca de Corrientes, al lado de la parada del colectivo 10.

–Esta noche te pasan a la otra orilla – le dijo –. Hacéme caso, pibe, si no rajás te boletean. Posta. Los que están muertos chau, pelito pa’la vieja, pero vos todavía podés tomártelas. No hablés de esto con nadies. En esta vida no hay amigos, ni minas, ni un corno. Te voy a dar una mano pero cerrá el buche. Voy a pedirle a Darío que te lleve esta noche a la estación de servicio de YPF, la que está apenas salís de Campana. A las once y media. Traé algo de ropa y toda la guita que puedas juntar... y no vayas a batirle nada a nadies, ¿entendistes? Vos no le hablés a tu hermano por teléfono. Yo te arreglo el fato. Y no te preocupés, pibe, vos hoy te pirás.

José Luis se fue caminando. Estaba más tranquilo. Y se asombró de la actitud solidaria de un “desclasado” (como los llaman algunos cumpas). No quería morir y desaparecer como un N.N.

El hermano lo llevó esa noche hasta Campana. Mientras se abrazaban, le dijo, lacónico: Decile a la vieja que la quiero mucho, que lamento no despedirme de ella. Nos veremos, Darío. Se acongojó.

La lancha tajeaba el fuerte oleaje del río y un viento obcecado mecía con furia la embarcación, amenazando tumbarla en la negrura y hundirla sobre el limo del fondo. José Luis tiritaba; el frío penetraba a través del abrigo. Se puso sentimental; recordó a Inés y se entristeció. Cerró los ojos; evocó a los cinco cumpas baleados sin compasión. Le pareció escuchar los disparos y supuso el repentino sobresalto –último, final – de los amigos abatidos por la patota. Imaginó como fueron sus últimos momentos.

Quedó deprimido; contemplaba las tinieblas mientras escuchaba el monótono pistoneo del motor de la lancha. Eran cerca de las cinco. La madrugada era fría y oscura. Iban a dejarlo en la costa uruguaya, en un pequeño muelle entre Nueva Palmira y Carmelo. Un amigo de Atilio vendría a buscarlo.

Le avisaron que ya estaban cerca de la orilla. El lanchero desactivó el motor, la embarcación se deslizó con el impulso de la corriente hasta el muelle de tablas podridas y bulones oxidados. Lo ayudaron a bajar.

Ahí estaba esperándolo el personaje que le había descripto Atilio. Bajo y fornido, cabello blanco recortado con prolijidad, ojos escrutadores, algo metálicos e impasibles. A unos quinientos metros del muelle lo aguardaba otro tipo con un Valiant. Sintió alivio. Se acercaron al auto. El conductor, con cara de pájaro y ojos saltones, lo puso en marcha dirigiéndose a una pequeña localidad alejada de la costa. No querían llamar la atención. Poco tránsito en la carretera; sólo algunos transportes de ganado que exhalaban un olor pestilente. El cara de pájaro manejaba callado; parecía conocer la zona.

–Escuchame, pibe – le explicó el hombre bajo y apático mientras viajaban –, este favor te lo hizo un gran amigazo. ¡No sabés que flor de favor te hizo! En este tiempo la mano está muy dura, botija. No se trata de la yuta... son los milicos, y con los milicos no hay jodas, ¿sabés? Pero Atilio es un maestro de lo grandes. Él sabe que no voy a hacer doblete, ¡para nadies, botija, para nadies más! Bueno, te esplico el fato en dos palabras. Acá tené el pasaporte: vos viajás a Caracas hoy a la do de la tarde en el vuelo 734 de Pluna. Después hacés la combinación a Madrid. Vení, vamo a lastrar algo y de mientra te esplico como tené que hacerte el gil en Carrasco, con quien chamuyás. Y ojo con los ortiva, ¿stamos pibe? –. La voz del tipo era como un susurro áspero y decidido.

Mojaba las medialunas en el café con leche. El de los ojos saltones había pedido una grapa doble, el de pelo blanco, un guindado. Ojeroso, exhausto, José Luis comía en silencio. Terminó el desayuno. El de pelo blanco prendió un cigarrillo, pagó y dejó unas monedas. Se

levantaron y salieron. Antes de abrir la puerta el flaco cara de pájaro les dijo: “Salgan, yo voy al baño... me estoy meando”. El otro lo miró con fastidio. Entreabrió la puerta, dejó pasar al muchacho y él lo siguió...

La descarga es como una serie de truenos cortos y repetidos: ¡ta ta ta ta ta! Los dos cuerpos, ensangrentados, caen como muñecos... Reflejan sorpresa en la cara, tristeza en los ojos abiertos, los brazos encogidos... como una instintiva e inútil defensa ante la muerte.

El cigarrillo, inmutable, lacónico, continúa humeando entre los dedos del hombre de los cabellos blancos… El cara de pájaro, detrás de la ventana del boliche, se muerde el labio y exhala un suspiro repelente de Judas Iscariote. Repelente y contumaz.

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 15 octubre 2009 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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