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Madre Orga
Andrés Aldao

Le cuesta recordar porqué se encuentra allí, en ese portal oscuro, mirando inquieto hacia la esquina. Ve la sombra deslizándose con cautela, sigilosamente adosada a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que aguarda algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita.

El auto, raudo, rasante, hace pedazos la calma de la noche. Como una exhalación imprevista se detiene con violencia calculada a un paso de la sombra. Los tres tipos saltan del vehículo con eficiente ferocidad y sin preámbulos, con saña, acribillan la figura negruzca que cae revolcándose en su sangre, como un cuerpo que libera sus entrañas y luego se transforma en una masa compacta de desechos.

Los disparos secos, sucesivos, siegan con su estruendo la pastoral calma nocturna. Uno de ellos se acerca a la cosa derrumbada y quieta y con la punta del botín le patea las costillas. Parece disfrutar con esa última profanación al hombre muerto, mientras la patota sonríe satisfecha. Se van. El auto se extravía entre la bruma opaca que cubre las calles silenciosas. Una pausa tristona parece detener fugazmente la noción de tiempo, el sentido acrisolado de la vida. La esquina vuelve a sumirse en su monotonía de suburbio, taciturno y aburrido.

Parapetado en el umbral sombrío, el enigmático espectador tirita. Tiene una curiosa sensación: lo acaecido no le es ajeno. Como la proyección refractada de algo que ocurrió. O de algo que va a ocurrir.                                                                    

Se incorporó con violencia mientras 0la transpiración le empapaba el rostro sin afeitar. Las ojeras, aviesas y oscuras, no se compadecían de su juventud. Reconstruyó el sueño: “Truculento y tan vívido”, pensó, mientras se pasaba la mano por la mejilla.

La preocupación le inundó los pensamientos. Fue inútil: ya no pudo remontarse a otra cosa y la figura de la sombra convertida en un guiñapo sin vida retornó con punzante nitidez. Se estremeció.

Con gesto exasperado se lavó la cara. Tenía que ir al empleo pero esa pesadilla le arrasó el humor. Salió apurado y alcanzó a treparse al colectivo. Contempló a los pasajeros buscando una figura que encajara en el molde arcano de su visión.

Rastreó las causas que generaron ese sueño tan cercano a la memoria de sus noches pretéritas, recientes. Percibió el miedo. Como una realidad suya, enteramente propia y profunda. Reprodujo entonces en su mente las escenas que supuso ver desde ese umbral onírico, uniendo imagen tras imagen. Como un rompecabezas, o los vidrios esparcidos de un espejo roto, que lograba recomponer en un todo homogéneo, hasta que el eco de los disparos fragmentaba nuevamente la imagen en innumerables partículas salpicadas de sangre.

Casi se pasó. Bajó apurado y llegó a la oficina a tiempo para firmar la entrada. Los otros empleados lo miraron con curiosidad. Él no tenía ánimos para enhebrar coloquios estúpidos acerca del tiempo o el fútbol. Se abroqueló en el escritorio e inició su labor cotidiana. Se puso a examinar bocetos de tapas para libros próximos a aparecer. Su mente navegaba. Retrocedió tercamente a la esquina de barrio que vio en su sueño, a los ladrillos rugosos cuyos resaltes picaneaban al hombre convertido en sombra. Su mirada se extraviaba en algún punto infinito que cruzaba el espacio, más allá de este universo que se le antojó cruel y conflictivo. La tarea devino en una sensación fastidiosa, como si estuviera sentado en un cepo que lo mantenía maniatado a la silla.

Alguien le dijo que en receptoría habían dejado una nota para él. Se sobresaltó pero fue a recogerla:

«Estate a la hora convenida; hoy tenés el solo de trombón. Traélo. Pepi», leyó en  silencio.

Fue al lavatorio, rompió la nota y la quemó en el inodoro. Lo invadió la angustia; como un rubor insolente que tiñe las mejillas y no pide permiso. Pensó en el «Yorugua» Walter y en el Negro. «Cayeron con honor y valentía cumpliendo una tarea revolucionaria», recuerda haber leído en el boletín de la Orga. Lacónico y conciso, pero desajustándose de la otra verdad, más triste, menos heroica, mucho más simple, insulsa y terrible.

Él sabía que esos cumpas, y otros que no volvió a ver, cayeron en acciones cuestionadas por irresponsables e improvisadas. Los rumores, que fisuraban la presunta hermeticidad de la Orga, se filtraron por canales dudosos y anclaron en su ánimo, ya percudido.

Al pensar en el compartimento se ofuscó. como si alguien le hubiese restallado un látigo en los oídos. Cerró los ojos y sintió que un sudor helado descendía desde sus sienes y la frente; lo percibió como hilos de sangre que se iban coagulando. Pretextó una indisposición y abandonó la oficina. En un teléfono público habló con la madre. Hacía más de tres meses que no la veía: desde que alguien que conocía cayó en una inexplicable emboscada.

Se tumbó sobre la cama sin probar bocado. Sabía que no era inapetencia. porque el temor lo venía jaqueando incluyéndolo en un desalmado juego, en el que los estímulos al martirio languidecían estrellándose contra el muro del miedo físico, ante el temor a una muerte irreparable, total, definitiva. También a él le llegó la narrativa triunfalista de los boletines, las odas huecas y reiteradas ponderando la heroicidad de los combatientes, artífices de las victorias populares: «La Orga ya es parte de los sentimientos del pueblo», le recordaban sin darle resuello. Descreía. Dudaba angustiándose, agonizando con esa implacable sensación de culpa que lo mortificaba, que le usurpaba espacios vitales de sus sentimientos.

Se confesó el miedo a la muerte. Y luego cuestionó lo que sentía: «¿Porqué esta caída en el derrotismo pequeño burgués?». Sollozó sin pudor en la soledad de su cuarto gris, que de pronto se le antojó una celda, un féretro que le farfullaba maliciosamente un final no invocado. Que rechazaba, porque aún no había conocido la cara feliz de la existencia. Porque amaba lo que no le fue dado disfrutar.

Vivía desplazándose en un laberinto lóbrego, temeroso de las celadas que lo acechaban y que, sin duda, podían segregarlo de esta vida a la que se aferraba desesperadamente. Se percibía abyecto cuando dudaba de la Orga. Era como andar sobre el reverso crujiente de la felonía: «¿Qué me pasa?», interrogó acongojado a su conciencia. Luego se durmió.

Al despertar se sintió más tranquilo. Asumió su miedo como una sensación natural. Creyó haber dominado sus aprensiones, convenciéndose de que lo importante era dar la batalla contra los enemigos. 

Se preparó huevos fritos. Los comió en silencio, taciturno. El diario dispuesto para la lectura esperaba en vano; el calor y algunos mosquitos lo encolerizaron. Mientras se duchaba escuchó las sirenas que aturdían y entonces recordó que más tarde debía participar en una actividad de la Orga «Que es como nuestra madre», pensó como otras veces. Pero le desafinaba. Finalmente decidió creer que se había reanimado.

Quitó un zócalo de la cocinita y extrajo la Parabellum. La acarició con áspera ternura mientras entornaba los ojos. La visión de aquel sueño volvió a embestirlo.

«Pum, pum, pum!». Los estampidos que le pareció escuchar, lacónicos, terminantes, lo devolvieron a la vida. Un par de lágrimas le birlaron la fe mientras fantaseó a los héroes de su infancia, a los prototipos de su reciente adolescencia que le habían forjado mitos soberbios, según los cuales la vida, en esencia, era la aventura trascendental de los humanos y había que vivirla a imagen y semejanza de Búfalo Bill, Robin Hood, Sandokan, Scarface o Jesucristo.

Llegó la medianoche. Se vistió, recogió el pequeño bolso e introdujo la pistola y tres cargadores. Verificó si llevaba los documentos, le echó una mirada de simpatía al cuarto y salió. Tomó el colectivo que lo llevaría al lugar. Estaba vacío; como él. La memoria lo condujo al mensaje que recibió esa mañana y entonces recordó la rúbrica: «Habíamos decidido no poner nombres de guerra en las notas. ni la inicial ¿porqué carajo lo hicieron?» No quiso pensar. 

El colectivo penetró en el suburbio. Involuntariamente giró la cabeza y contempló la ciudad que dejaba atrás. El suspiro fue como el gorjeo tristón de un pájaro extraviado que ya no podía retornar al nido. Llegó a destino y descendió sin apresurarse. Abandonó las luces de la avenida internándose en las penunbras del barrio. Al rato divisó la larga pared de ladrillo que daba a los fondos de la fábrica. Se detuvo, miró la hora y esperó oculto detrás de un camión. Cuando llegó el momento caminó como una sombra, «deslizándose con cautela, sigilosamente adosado a las protuberancias rugosas de los ladrillos del muro, envejecidos por tantas inclemencias. La noche, somnolienta y pringosa, esparce un suspenso extraño. Como un signo de pregunta titilante que espera algo que debe ocurrir, un suceso imprevisto que dé respuesta a la incógnita».

Caminaba absorto en sus visiones; distraído y displicente. La frenada y la luz de los focos, brutales, feroces, pasmaron su última brizna de vida. Lo ultimaron sin asco mientras él cerraba los ojos aferrándose a su sueño, descartado de una realidad que ya no le pertenecía.

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 15 octubre 2009 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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