Las dos muertes de Tomás Achille
Andrés Aldao

Le tomó su tiempo darse cuenta. Es que hay distintas clases de cambios. Los hay bruscos, notorios, repentinos. Como decir que son cambios varoniles, vigorosos, leales. Te ponen a prueba y no son traicioneros. Pero a Tomás Achille la cosa le vino de a poco. Como lamiéndole los sentidos; desarmándole las defensas; volteándolo con una finura maliciosa, casi invisible. 

El hombre se resguardaba detrás de un mostrador rengo, tallado por esas arrugas de viejo apareadas a su propia vejez. Almacén de barrio en el borde cansado del suburbio, estanterías de provisiones que surtieron a una población sufrida y pobretona. Tieso. Detrás de esa mampara sin horizonte. Siempre. Servicial, infaltable, maniatado por el fiado, los créditos incobrables, el trato afable, y la yapa coimera extinguida en las fauces del fin de la historia.

Levantó el boliche en los años de oro y plata, aguantó la inflación, los bajones. Y después de tanta aventura, paciencia, vejez, la cosa se cae, se fisura. Las exigencias prepotentes de los bancos, y las deudas ésas que revolotean en las noches insomnes, ya no le dan paz. Pasaban los días, las semanas, y las mercaderías alineadas no cambiaban de lugar. Un polvo insulso, voraz y diestro cubría los estantes con una capa lúgubre y sepia. De vez en cuando solitarios paquetes de fideos o arroz, un huevo, o medio pan, cobraban vuelo. Y el lacónico mañana se lo pago disuelto en la torpe brevedad de la promesa.

Ese día Tomás Achille no aguantó. Salió apurado, cruzó la callecita alumbrada por un sol avariento, y le gritó:

¡Eh, doña Luisa! ¿Qué pasa que no viene al almacén? ¿Qué lleva en esas bolsas?

—Qué le ocurre don Tomás. Usted parece sordo y ciego.

—¿Por qué me dice eso? ¿Está enojada por algo?

—Pero dígame, viejo, ¿usted no se da cuenta que la gente no compra más en los boliches? Tenemos el súper a tres cuadras. Hay de todo, don Tomás, allí compro el pan y la leche, el asado, repongo vasos rotos, compro pantalones y camisas, conserva, fideos. Y con la tarjeta. Es el fiado moderno, ¿Se da cuenta, don Tomás? El boliche es para los que no tienen, para los muertos de hambre que no quieren trabajar. Está liquidado. Entiérrelo, don Tomás, ¡hágame caso!  

El viejo baja los brazos, cruza lentamente, entra en el refugio, se parapeta detrás del mostrador con esas arrugas equiparadas a las de su vejez. Lo acompañan la soledad y el silencio del almacén.

Vieja bruja mentirosa, piensa. Aunque él lo sabe. No presume ni duda. Los pocos huecos en los estantes —fantasea— son como espacios vacíos que aguardan unos féretros grises y compactos que rellenen la escuálida escenografía.

Se acerca a la persiana herrumbrada y con el hierro entumecido de tantas bajadas engancha la medialuna. La ve descender quejumbrosa, lenta, igual que el telón de un viejo teatro de provincias en vísperas del cierre final. La bruja ésta tiene razón, masculla resignado el viejo. Te has muerto, almacén La Porota, sos un cadáver.

Al día siguiente, los aullidos desafinados de Pelele, el perro, despiertan al vecindario. Las mujeres caminan presurosas hacia el súper. Ni cuenta se dan esa mañana que la persiana de La Porota permanece baja, rígida, callada. Como muerta.

© Andrés Aldao
Autorizado por el autor el 5 feb 2009 
Gentileza de Artesanías Literarias

www.artesanias.argentina.co.il 

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